Sentado en un banco de la plaza leyendo la prensa matutina, me informaba de esto y de lo otro y no me di ni cuenta cuando una hermosa joven se sentó a mi lado. Leía yo sobre las supuestas declaraciones de Bin Laden y de los exordios apocalípticos de sus detractores, cuando una caricia musical penetró por mi sistema auricular para campanillear luego en mi cerebro: -Me puede decir la hora por favor.
Sorprendido, recién reparé en la chiquilla, una jovenzuela de aparentes veintiocho años, que me sonreía expectante.
-¿Quiere que le diga la hora?-pregunté estúpidamente.
-Me parece que eso fue lo que dije y no se que fue lo que procesó su sistema trasmisor- me respondió la bella, sin que se le desdibujara la sonrisa de sus sensuales labios.
Mirando mi muñeca, me di cuenta que no traía mi reloj, pero como había sol, calculé la hora por la sombra que reflejaban los vellos de mi brazo.
-Son las once menos cuarto- le dije, imitando a algunos enrevesados que dicen la hora de este modo cuando lo más simple es decir un cuarto para las once. Pero no viene al caso esta aclaración porque cuando la termino ya son catorce para las once y nadie dice once menos catorce, lo cual da una cifra negativa que aterroriza demasiado porque pareciera que algún hoyo negro se tragó los minutos restantes.
-¿Qué le pasó en su manito- preguntó de nuevo aquella vocecita que más bien parecía una reverberación de cristales.
-Ah. Esto. Es un corte que me hizo el enemigo cuando estaba peleando en la guerra del Golfo.
Ella miró con curiosidad aquella rayita medio rojiza y sin dejar de sonreír, se levantó un poco la manga de su blusa y me mostró una huella morada en su antebrazo derecho.
-Mire, esta herida me la hice con el canto de la puerta del closet.
-Pobrecita- le dije y me levanté un poco el pantalón para mostrarle una mordida de serpiente. Ella, abrumada, se levantó un poco la falda y me mostró una pequeña cicatriz en su muslo.
-Esta me la hizo un perrito poodle, para que vea lo fierecillas que son.
Yo medio turnio, corroboré aquello y para no ser menos, me abrí un poco la camisa para mostrarle una herida de bala que recibí en una noche de locura. Ella, desabotonándose la blusa y dejando ver un delicioso abismo, me mostró una herida pequeña sobre su pecho izquierdo.
-Cupido- me dijo.
Que poética la niña, pensé para mi, aún no repuesto de la turbación.
-Cupido es mi perro. El muy infame me hizo la desconocida.
La poesía se fue al tacho. Me recordé de una herida a espada que tengo en mi omóplato derecho y se la mostré sin ningún recato, después de todo estábamos inventariando todas nuestras heridas de guerra.
-Que feo está eso-dijo ella con su vocecita de campanas de plata. Y tras cartón, se despojó de su faldita para mostrarme una pequeña quemadura en su entrepierna derecha. Incómodo al verla con su diminuto bikini negro, pensé que había que equiparar las cosas y sin pensarlo dos veces, desabroché la correa de mi pantalón y este fue arriado hasta la altura de mis tobillos. Entonces le mostré las huellas de la feroz mordida de un tiburón asesino y ella para no ser menos, se quitó la blusa para enseñarme los puntos de una operación a la vesícula.
Sin pantalón y sin camisa y ella ataviada solamente con sus prendas íntimas, nos fuimos auscultando nuestras mutuas condecoraciones en la piel, mientras el furgón policial nos conducía raudo a la comisaría más cercana…