Para las personas que intentan conocerme. Es imposible, pero la vida se torna interesante cuando lo hacen.
-1,2,3,4,5,..., Ahh!!, siempre lo mismo, años de mi vida ¿perdidos o ganados?-. Mateo Orozco estaba cansado de su rutina; despertaba antes que el gallo de la vecina y se arreglaba muy rápido para un arduo trabajo y así no tener que oír aquel animal que le recordaba con nostalgia su tristeza interna.
-¡Pipipipipipi!-. –Hijue... despertador, un día de estos voy a cambiar esa carcacha para que en vez de ese sonidito, me despierte una dulce voz de mujer, ¡jajaja!-; después de reír un rato, Mateo calla; su rostro de jocosidad cambia súbitamente por facciones de lamento. -¿Alguien que se ría?-susurra a la pared.
Al apagar el despertados Mateo percibe un silencio total, es tan impactante que siente la necesidad de poner el radio a sonar; -Alegría sintética, un olvidador de pesares, turn on-. Mateo hace el típico movimiento de bostezo con estirada muscular y se dispone a quitarse la ropa, tomar una toalla y entrar al baño. -¡Otra vez se dañó el calentador!- se queja M.
Mateo sale tiritando del baño, afeitado y con su cabello largo gotereando agua. Pasa por la cocina y se prepara un sánduche con chocolate, como su madre le preparaba; -tiempos aquellos- suspiró Mateo. Mientras se calentaban las cosas que iba a consumir, M fue a la recámara a vestirse; abre el closet y saca su uniforme, unos pantaloncillos, unas medias, el desodorante, el talco y la colonia que le dieron con tanto cariño pero que nunca olió su fragancia alguien que realmente valiera la pena.
Come rápidamente su desayuno, se arregla bien la corbata y sale corriendo de su apartamento. 1,2,3,...,29 escalones para llegar al primer piso. Corre un poco más lento pues el frío penetrante le entra por los ojos y no le deja ver muy bien; llega a la calle donde, todas las mañanas desde hacía 18 años de trabajo, esperaba el bus que lo llevaría al lugar donde laboraría por unos cuantos años más.
El reflejo de su rostro se podía observar en la ventana por donde vio las mismas cosas siempre; las mismas casas, las mismas calles, la misma gente. –Hoy si le digo pues, ...¡sobretodo!, hace tiempo que la conozco y somos amigos todavía- reflexiona M. En el bus estaba sentada una señora lívida con cabellos casi tan blancos; desde hace unos años Mateo la veía en ese bus. El bus paró y mientras se bajaba Orozco, el conductor y su único pasajero le veían.
Antes de llegar a su trabajo, Mateo tenía que caminar varias calles, cada una más larga que las anteriores; había recorrido esos lugares muchas veces pero todavía le parecía desesperante tener que ver agrandarse la ciudad como si le fuera a devorar.
Llegó Mateo, esta vez un poco tarde, al edificio donde trabajaba porque se tomó su tiempo pensando en lo que le iba a decir a su compañera de trabajo, mientras caminaba. 1,2,3,...,27 escalones para llegar al segundo piso. Ana trabajaba un piso más arriba; 27 escalones más y una muestra de valentía le impedían seguir subiendo a desahogar su alma; pero igual que todas las veces, la vida no le dejó avanzar; muy arriesgado para el futuro, muy poco monótono. – Después voy, primero tengo que hacer lo que debo hacer-.
Se sentó en su pequeño cubículo y fue allí donde ocurrió, el pecho le empezó a doler, luego una lágrima recorrió su mejilla. La cara de sorpresa era exagerada, la última vez que Mateo lloró fue por un muñeco que no le quiso regalar su madre. Otra lágrima se derramó y luego se desencadeno una lluvia de dolores, almacenados al cabo de los años.
Ojos rojos, dolor de cabeza. – Al menos me ocurre de vez en cuando- ríe estúpidamente M. Sale de su cubículo para echarse agua en la cara, pero sorprendido se da cuenta que nadie notó lo que había pasado. -¿te molesté con el ruido que hice?- le pregunta M a su vecino del trabajo. –No- dice, moviendo la cabeza, aquel ser sin parecer estar escuchándole, por estar concentrado trabajando. – ¿En serio?-, insiste Orozco, -no- le vuelve a contestar éste como si fuera alguna clase de máquina. –Bueno, al menos nadie se dio cuenta-.
Bastidas, aquel ser repugnante, mentiroso, hipócrita, perezoso y de muy mal carácter, a simple vista parecía ser el mejor jefe que una persona podría tener, amable y gracioso, comprensivo y eficaz al hablar; lástima que Mateo era el único que sabía realmente quien era; 18 años viendo a una persona es suficiente para predecir comportamientos. Bastidas había sido el tormento de M en todos estos años y los que iban a venir; es imposible deshacerse de una persona tan ligada a otra persona.
-Hola Mateo, ¿cómo estás?- habla Bastidas al frente de Mateo, el cuál despertó de su embobamiento reflexivo habitual, sobre el piso de arriba. –Bien y ¿usted don Bastidas?- responde M. –Pues no tan bien porque usted es el único inútil que no es capaz de hacer nada, gracias por preguntar-. Bastidas sale y sigue saludando a la gente que tanto lo odia, pero que no son capaces de decirle lo que piensan de él, en la cara.
-Ana....., Bastidas....., ¿por qué amigos?- Se lamenta Mateo. Sucede que Ana y Bastidas son muy buenos amigos desde que esta mujer se sintió segura abriéndole el corazón sin saber que no estaba siendo escuchada; en cambio Mateo, con unas ganas tales, de dirigirle la palabra, que hasta cuentos escribía pensando que así algún día, aunque fuera leído, ella lo escucharía. -¿Por qué a mi?- repite algunas veces M.
El día pasa como siempre; la misma digitación, el incansable computador taladrando el cerebro; todo lo mismo, nada fuera de lo común. Mateo pensaba lo mismo de siempre, -¿Quién me quiere?-. La única persona que realmente le apreciaba como una persona con valores era Nadia, aquella chica de extraños rasgos, muy fuera de lo común. Comprendía tanto a M que le daba tristeza no poderle hablar. Nadia trabajaba tan lejos de Mateo que rara vez le veía.
Terminó el día, y como siempre el vigilante del local tenía que sacar a M de su cubículo, pues se quedaba horas extras terminando el trabajo que bastidas le ponía para no tener que hacer el propio. 1,2,3,...,27 escalones y a esperar el bus. Ese día, como era habitual, la lívida señora estaba sentada en el bus; sólo que esta vez el conductor le llamó por su nombre, -señora soledad, ¿cuándo se va a bajar?-. –Cuando sea necesario- respondió.
1,2,3,...,29 escalones; el dolor de Mateo crecía al pasar por la puerta y moría al prender el televisor. –Ring, ring- el telefono; Mateo contesta y se queda con el auricular pegado a su oído por horas y horas, sin hablar, ni que le hablaran. Come y se lava los diente; perfecto momento para dormir.
Tirado en la cama reflexiona, -mañana si le digo-... –Patético- dice en voz alta y temblorosa; luego duerme tranquilo.
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