Marina, la pequeña, buscaba consuelo debajo de un sauce llorón. Eran las cuatro de la mañana y aún lloraba. Sus lágrimas formaban un río que arrastraba el veneno de su pena. La confusión se apoderó de sus ojos hinchados, lánguidos y luego fríos. Su vestido de raso blanco cubría el compendio de pedazos, lo que quedaba de ella. Violentamente sintió el poder del mar rozando su tímpano; el correr de un tren atravesando sus entrañas; la velocidad de la luz degollando su frágil espíritu y su terco mirar apuntando al cielo, objetivo implacable. Marina se sentía extraña, ajena a su cuerpo, a sus labios, a sus órganos, a su realidad, a su imaginación incluso. Sentía un raro ventarrón, el alma gélida. Un presentimiento, quizá.
Se le acercó un amigo suyo, un niño de ojos celestes y cabellos ceniza, más o menos de siete años, pequeño y volátil, un pan de Dios como dicen por ahí.
- ¿Qué te pasa, Marinita?
- Pequeño, sabes, te amo.
- ¿Me amas? Estás loca. A mi edad. Tú ya eres una adoles…
- Pequeño, te amo.
- Amas más a tu… príncipe forastero que a mí.
- Pequeño, acércate, por favor.
- Marinita… ¿por qué tan melancólica?
- No sé. Pero no importa. Solo quiero decirte que te amo y punto- Marina abrazó al Pequeño y lo besó en la frente. El abrazo fue largo. Parece despedida, le dijo el crío. La chica no le hizo caso y se fue.
Sentada bajo los árboles del San Borja, Marina lloraba más que nunca. De pronto, un brazo la acogió. Esa fragancia y esa potencia de amor le eran familiares. Era su príncipe forastero. Con su manta y su sombrero, le preguntó a Marina qué le sucedía. Ella le dijo, textualmente:
- Eres el hombre más maravilloso que he conocido en toda mi vida. Me has llenado de vitalidad, de risa, de calor. A tu lado he pasado las mejores horas de mi existencia. Sólo quiero decirte que te amo demasiado, te amo hasta derramar la última gota de sangre… Te amo hasta la saciedad.
- ¿Te estás despidiendo? Marina, no quiero perderte, ahora…
- No. No lo sé. Sólo quiero sentirte, acariciarte, besarte, amarte…
El príncipe forastero se quedó coagulado con las melancólicas palabras de Marina. La luna iluminaba el vestido de raso blanco, compitiendo con esa llanura y esa pasión de madrugada. Marina se tendió en el pasto y miró las estrellas. El príncipe se colocó junto a ella, le acarició el vientre y la besó como si fuera esa noche la última vez. Le secó las lágrimas con su manta. Cuando le bajo el primer tirante de la vestidura, la piel de Marina se convirtió en seda brillante. Su sonrisa era la constelación propia de una mujer. Sus manos acariciaban las palabras de su amado. Marina se sentía plena. El hombre que amaba ahora dormía en sus brazos. Su respiración era su elixir, su ponzoña suave. Mientras él calmaba ese pecho que gemía de tanto latir, Marina tocaba el cielo con la retina, formando figuras y corazones rotos. Quería huir de ese minuto, no quería, sí quería. No sabía nada. Eran ella y él.
De pronto, dos borrachos buscaban satisfacción personal para que las botellas consumidas no se desvanecieran. Marina se había levantado para pensar a solas y se topó con estos hombres. El escalofrío se enterró en su espinazo.
- ¿Y usted, damita? ¿Qué anda haciendo a estas horas?- dijo uno.
- ¿Por qué lloras? Ven aquí. Te consolaremos de tus penitas- remató otro.
Marina intentó correr, pero uno le tomó las piernas y el otro de los brazos. Le flaquearon las fuerzas; no pudo más. El resto lo sufrió ella: sentía que algo le desgarraba por dentro. Intentó usar sus poderes, pero fue inútil. Mientras la penetraban sus energías se veían consumidas en aquella danza de copulación. Trató por todos los medios de defenderse, hasta que se acordó de su príncipe y sus fuerzas regresaron como por arte de magia. Eso sí, cuando trató de escapar le amainaron las revoluciones y se rindió. Pero su príncipe batallaba contra esos maleantes. Un golpe aquí, patada por allá. Y la fiesta acabó cuando uno sacó un arma de fuego. Marina reaccionó antes que ellos. El portador del arma dejó escapar un tiro que tenía como blanco el costado del forastero, y terminó la bala alojándose en el de la muchacha. En sus últimos sopores, ella apuntó con el dedo hacia los corazones de los delincuentes y los hizo explotar. Usó toda su potencia de mujer ardiente, mujer de noche.
El forastero la sostenía. La sangre de Marina empañaba su manta. Trató de ayudarla, pero retener a un moribundo sin remedio es un adefesio.
- Marina… Marina, te amo. No sabes…
- Viviré como un espíritu, te visitaré en tu cama y serás feliz. No me tendrás en cuerpo, pero mi alma vivirá contigo… mi príncipe… mi amor…
La “r” ya no sonó. Marina, la pequeña, murió con la pasión en sus labios. El forastero sonrió, no sabía por qué. Sus lágrimas bañaban el frío rostro, ahora convertido en un ánima de pasión. Yo lloraba junto con él, en el mismo parque, pero de día. Marina había muerto en mí. Ya no está mi dulce camarada. Pero yo estoy aquí para darle amor a mi príncipe forastero, que vive en el cuerpo y en el aroma de Niko. La bala atravesó mi costado, en forma imaginaria. Aunque el amor tiene su propio chaleco antibalas, porque Marina y su príncipe forastero se amaron y se siguen amando aún después de aquel incidente. Sabía que todo era un sueño. Marina no había muerto. Debe tener algún problema, digo yo. Raras veces la Muerte me visita en forma de ánimas. Niko dormía entre mis brazos, tendido en el pasto. Me preguntó por qué lloraba.
- Porque existo, porque Marina no ha muerto… y porque te amo.
El dijo lo mismo. Y con la misma sonrisa de mi Marina. Lo besé, feliz.
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