Marina nació de mis labios con el deseo de besar a aquel ser de ojos homicidas. Marina escribe conmigo en el primer mes de pololeo, en un día feo pero clemente. Marina no era más que un par de ojos corriendo por el bosque de mi imaginación, frondoso y oscuro, con el brusco contraste de la luz, la zona donde viven mis amores. Marina era lo que conservé de ángel mientras no tuve uso de razón, cuando construí con mi lengua un país que quemaba al pisar sus veredas. Un reino sin límites ni mapas que avalaran su condición. Y solamente renació un 10 de septiembre de un negro año 2003, cuando me transformé sin querer en una adolescente, de golpe y porrazo, al enamorarme de una doncella quince años mayor que yo, de ojos almendra y cabello de sirena, quien se fichó como mentora. Era la madre de un ex mío. Al conocerla no sólo choqué contra una pared, sino con el distrito de los ángeles. Su boca en mi mejilla, su voz, sus ojos, despertaron en mi persona a un insecto carnívoro, que se hizo polvo tiempo después. Ella me elevó al amor místico, a la pasión efímera de los amores platónicos. En resumen, a la nada misma. Ese día 10, cuando se separó de mi lado y nos reencontramos siete meses después, cuando me dejó tirada en la calle desolada del olvido. La última vez que la vi me sonrió sin odio, mientras cruzaba la reja para irme de compras. Me hizo llorar. Su sucesor ya estaba gestándose a velocidad asombrosa, aunque se trataba de un niño de ojos verdes y alas de bailarín, quien durante diez meses me mantuvo en el limbo de la espera. Ese ángel me torturó hasta dejarme ciega de palabras. Su encanto me dejaba perpleja, mis cinco sentidos fuera de control.
Al final, Marina encontró a su amado en una danza que no todos conocen más los que vivimos en un terreno largo y angosto, los que vivimos al sur del mundo. Le enseñó una pasión que no se crea en la imaginación a menos que se obtenga en la realidad. Marina ya no era un monstruo pequeño que vagaba entre los largos cabellos de una mujer, sino en el filo de la mirada de un hombre. He aquí su historia. Y mi sueño. Ocurrió no hace mucho.
Marina es sólo la copia de mí, el lado B. Una noche caminaba por las calles sin más ropaje que su vestidito de raso marfil y su sonrisa de oreja a oreja. Los cristales de los negocios se rendían ante su figura de hada madrina, más bien una bestia estética. Al tocarlos, se quebraban, porque sus manos conservaban la pasión encarnada. Flotando por el ambiente de botillería de estos rincones céntricos, se hallaba Marina, sumergida en la excitación de su soledad, pero también en el sufrimiento de sus dientes, buscando a un dentista que los blanqueara con buenos sentimientos y no con ilusiones bacterianas. Los maleantes, botella en mano, perseguían a Marina. Ella corría, corría, sus piernas se alentaban, caía, se levantaba, volvía a caer. A veces veía a esos bulbos florecer fuera de los cierres de los pantalones, acechando su privacidad; el miedo transformaba lo más natural del ser humano en un espectáculo de terror. Pero ella tocaba con los dedos aquellas víboras que chorreaban ponzoña blanquecina y el tiempo se congelaba. La entrepierna de los malignos ardía con el aliento del diablo, no pudiendo concretar su misión biológica. Terminaban desmayados en plena acera o partían acelerados a refugiarse de esa fiera mano que despedía el poder de la venganza. Así Marina aprendió a superar los traumas de la niñez, cuando un viejo de arrugas firmes le besó el cuello sin piedad o cuando otro viejo de lentes se atrevió a tirarle besos y tomarle la mano. Para ella eran leyendas de magos tontos que se comían la manzana de Blanca Nieves o se pinchaban con el huso de la Bella Durmiente.
Después de que intentaron abusar de ella, siguió su recorrido, curiosa de ver qué encontraría en los arbustos de los parques. Quizá un gnomo que la bese en silencio o un minotauro que aspire su fragancia a vitalidad. Se recostó en el pasto al poner el primer pie en el lugar. Se revolcó a su manera, bañada por el polvo de estrellas. El vientre se contrajo al primer contacto con una constelación, que le facturó recuerdos de sus amores antiguos, desempolvando esos besos que dejaron huella en sus nutridas neuronas. Un choque entre labios sacudió al cielo. La brisa nocturna arrastró sus penas; quedó sólo su alegría y embriaguez juveniles. Cerró los ojos.
Un príncipe con ropas de forastero puso una mano sobre su abdomen. Luego, examinó las curvaturas con la ternura que los maleantes no demostraron jamás. Esos dedos turistas se posaron sobre sus labios, mariposas de carne. Turbada, Marina abrió de a poco sus ojos y después los volvió a cerrar. El oído del forastero escuchaba los latidos del corazón, contándolos. Ella le sacó el sombrero de ala ancha, le revolvió los cabellos, él la miró. El beso fue largo, intenso, concreto. Ya no eran besos mentales. Eran besos suaves, sumisos. El príncipe forastero la abrazó, abrigándola con su manta balsámica, buscó su cuello. Marina se lo entregó no con el miedo de ese viejo de arrugas firmes. Marina sonrió, tomó su rostro, los dos tocaron el cielo, arrancándoles las alas a los ángeles y volando con ellas. Se sumieron en el sueño. Marina quería dormir pensando en que al día siguiente regresaría a mi cuerpo para contarme esa experiencia al amanecer.
Y no regresó hasta mucho después. Sentada en el andén de Santa Lucía, a las cuatro y media de la tarde, repetía esta historia. Si el amor de Marina era un príncipe forastero, el mío era igual, exactamente igual, nada más que con uniforme y sin sombrero más que sus historias y su ternura. Frente a mí se hallaba aquel individuo con quien cumplía el primer mes de pololeo. Su espíritu vivo se enamoró del mío. El lado B de Niko se enamoró de Marina, la pequeña. Y precisamente le hacía el comentario, cuando me preguntó quien era Marina, la pequeña. Me limité a responderle, mirándolo inquietamente a los ojos:
- Pregúntale al príncipe forastero.
Marina nació otra vez, besando a aquel ser de ojos indomables.
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