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Ese agosto me acostumbré a cambiar nuestros ritos de los viernes por la noche - cocinando macarrones, fumando algo, viendo películas clásicas - por la desoladora manía de sentarme frente a una máquina de café. Conocía todas las opciones, sabía el color y la ubicación de cada uno de los botones - el de cappuccino era el cuarto a la derecha, andaba gastado y el de café expreso era el primero y estaba hundido – cincuenta centavos más si es que se quería con crema, y si la luz estaba encendida se tenía que echar el precio exacto. Los bolsillos los llevaba repletos de monedas. La sala se hacía poco a poco más chica, y todos nos mirábamos las caras como si intentáramos rescatar algún gesto, alguna mueca, un abrazo de su rostro entre nuestros múltiples rostros cansados de esperar una respuesta. A veces dejábamos que se nos perdiera la mirada entre las losetas celestes del suelo, los ojos saltando entre los vértices y los rombos que se formaban simétricamente en el pasillo, y luego el olor a pinesol y alcohol nos hacia regresar de golpe al borde de la realidad. Asimétrica. Sin embargo, que bueno hubiera sido que al sentir ese olor, ese aséptico y asqueroso olor a todo perfectamente desinfectado, se despertara preguntando si habían huevos revueltos o tostadas con miel.

La sala se hacia mas pequeña conforme pasaban los fines de semana. Llegaban tíos y primos de todas partes, amigos del colegio, del instituto, del intercambio, de la universidad y del trabajo. Llegaban extraños que simplemente querían visitar a sus parientes, pero al ver la salita abarrotada por una misma congregación de ojerosos, huían tímidamente hacia la ventana al lado de la recepción. Por alguna extraña convención, mi sitio siempre estaba reservado, por más que la tatarabuela estuviera parada y en andador o el tío Benito estuviera desmayándose de sueño, mi silla nadie la tocaba. Nunca. Y la maquina de café tampoco la movían (ni la arreglaban y a veces el cappuccino salía como agua sucia con ocho cucharaditas de azúcar). Si alguien iba por un café tampoco volteaba a mirarme, a menos que fuera Francesca, que siempre venia risueña y con la boca llena de chocolate a analizar mis zapatillas y hacerme dos o tres preguntas. Mi esquina estaba protegida, sagrada, como cubierta por algún halo mágico. O tal vez estaba vetada. No recuerdo haberle caído bien a nadie de la familia como para que me guardaran el sitio, pero así sucedía.

Como era obvio, no podíamos fumar durante toda la noche a menos que se fuera la enfermera de turno y nos agazaparamos al lado de la ventana, pero en general siempre nos encontrábamos unos tres o cuatro “miembros” de la ya capturada salita cruzando nerviosas miradas en la puerta de emergencias. Volvía a aparecerse Francesca levantándose las medias hasta la rodilla y se colgaba del brazo de su papá para pedirle un chupete, y de regreso entre baba y picolin aclaraba que había encontrado un pequeño chanchito en el jardín, que estaba muy bonito y tenía frío, que en lenguaje chanchito le había pedido entrar en una caja de fósforos para visitar a Jota. Ante la muda respuesta de todos los que se hacían llamar adultos, le dije que me la entregara y que yo se la podía dar en la madrugada, sin que nadie se diera cuenta, sería nuestro secreto de cajita. Sonrió.

Los domingos la sala se anchaba un poco. Encontraba ciertos espacios de luz entre las losetas, y era el día que bebía más café. Sorteaba mi suerte entre los moccacchinos y los cafés largos, para terminar desayunando un agradable café con leche mientras miraba mi reflejo en la luna de la máquina, la correa salida o tal vez el pantalón muy ancho de la cintura. Doctor Ganoza acercarse a sala de partos o Doctora de La Puente la solicitan en cirugía. El botón del cappuccino cada vez más gastado y el agua por las mañanas parecía mas caliente. Agosto pasaba igual que julio y después de mayo ya cualquier otro mes dolía. Pero no dolía tanto. Y no era lo mismo cogerse la mano izquierda con la derecha y querer pensar que era su mano (clavada por esa mariposa y atravesada por ese tubo de plástico por donde se iban sus ultimas gotas de vida) y no era lo mismo cogerse la nuca y pensar en que soleado esta el día, que panza de burro o que llovizna sucia, no, no era lo mismo tomarse un café y mirar como pasaban los turistas por Larco, que andar mirando como pasaban las almas y los muertos a mi lado mientras trataba de mantener la fe en esa absurda y asfixiante salita. Los domingos la fe se anchaba muy poco.

El mes de la primavera hizo su entrada al desfile del año mediante un viernes tibio y apenas naranjón. Me tomó por sorpresa la primera luz del día rebotando en una esquina de la máquina de café, pegándome en el centro de la cara y dividiéndome exactamente el cuerpo a la mitad. Repentinamente, toda la sala olía a café pasado, a esencia pura, a despertar cálido y familiar, y el pinesol y el alcohol estaban escondidos debajo de las losetas, donde nadie podía encontrarlos. Muchas, muchísimas gotas inmensas de café derramado decoraban toda la sala. Como en las películas, me froté los ojos con la manga del polo para ver si estaba soñando o no. Me pareció estúpido que alguien me viera pellizcarme el brazo a falta de resultados efectivos de la sobada de ojos, pero antes de hacerlo me encargue de mirar a ambos lados. Nadie. No recordaba haber botado mi vaso de café, no recordaba haber compartido la sala con ningún visitante el jueves por la noche. Extrañamente, tampoco recordaba porque me había quedado un jueves por la noche, si durante más de tres meses había tenido el ritual (subir a la combi, pasar por toda La Marina - Javier Prado – Musa – Los Parques, bajar en el puente y quinto piso cuidados intensivos, botón rojo cappuccino silla en el rincón, y que a la sobredosis de Rimbaud, Baudelaire, Gelmán la rematamos con Ciorán, globos metálicos de It’s a boy o It’s a girl y el menú de cinco soles que venía con refresco y postre era más rico que el de seis que venía solo con entrada, otro cappuccino, taparse con la colcha, esperar la respuesta) todos los viernes, sábados y domingos. Tal vez había tenido un exceso de cafeína y eran mis poros los que despedían café como llanto contenido por meses, tal vez me había meado entre sueños y estaba patética y sola en medio de la sala tapada con mi colcha azulita, apestando a orina y café. Pero no, no era ni una ni otra teoría.

Las piernas las tenía muertas y me pesaban para pararme del asiento e intentar buscar que era lo que había traído tanto café. Irónicamente, hasta el hospital parecía muerto. Ni enfermera ni doctores, ni altavoz dictador, ni ascensores expectorando visitantes. Irónicamente, también, necesitaba un cappuccino. No debía suponer mucho esfuerzo encontrar en mis bolsillos las monedas exactas para meter en la máquina, sin embargo no tenía cambio y la luz de “exacto” andaba encendida. Un bolsillo, otro bolsillo, y otro más sin respuestas de sencillez y que es esto que rayos que caja que Francesca que sonrisa. El chanchito seguía pataleando dentro, muy a pesar de los días que lo habría tenido dentro del bolsillo caminando sus tres centímetros cuadrados una y otra vez como un laberinto sin salida y tu puerta Jota, finalmente abierta, la ventana con las persianas corridas, tu rostro quieto entre tantos armatostes y plásticos y tubos y tu mano en mi mano a un lado, sosteniendo la cajita.

Las losetas resbalaban, parecía que no iba a llegar nunca hasta el umbral de tu puerta, y realmente estos tubos no te sientan bien, me gustaría que preguntaras si es que hay huevos revueltos o solo hay jamón, o solo hay el pan de ayer con la mantequilla de hace un verano. Me gustaría sacarte esta mariposa de la mano y decirte que Francesca te mandó este chanchito, que ya no sabe que hacer para salirse de su perímetro, y me gustaría sacarlo de la caja pero que antes lo puedas ver y me puedas ver a mi también y le pueda decir a Francesca que se lo agradeces y que yo se lo agradezco, y que más tarde la llevaremos a dar vueltas en el gusanito o en las tacitas, y que la dejaremos enmelarse el pelo con el algodón dulce. Que las losetas resbalan Jota, y el chanchito casi se me va por encima de tus vendas y tus tubos y tus armatostes, y no se en que momento se cayó tanto café al suelo y tiñó todo de negro y también de púrpura y carmín, y no se que sentirá este bicho de estar encerrado tiernamente en una caja de fósforos en vez de estar en su jardín, pero creo que debe ser exactamente lo mismo que estas sintiendo tú y lo mismo que estoy sintiendo yo. Y mira, te lo dejo aquí en tu mano, tu mano con esta estúpida mariposa que cada día vuela menos, te lo dejo tapadito y tu veras que hacer con él, pero yo tengo que ir a averiguar que pasó con tanto café, y que pasó con el resto del hospital porque no hay nadie Jota, y creo que ya empieza a oler a pinesol de nuevo. Aquí esta, te lo dejo, y también te dejo dos besos en la frente y uno en la boca como todas las noches, y mañana te prometo que haré los huevos revueltos en el desayuno.

Y dos cappuccinos, claro.


4 de diciembre 2004

Texto agregado el 06-12-2004, y leído por 148 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
17-12-2004 este cuento es la prueba de que el cuento y la poesia son como catdog que no se sabe donde acaba uno y empieza otro. talvez el avion que mas parece avion es el que parece carro. osea tu entiendes no? a lo que me refiero es a que está de bravazo aunque no tenga cuatro patas para decir que es perro. eso no? ya me hice bolas. sduv31
06-12-2004 Te dejo todas las estrellas, perdona que quede callada, volveré a por él burbuja
 
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