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Don Llanos, el Diablo
Hace algunos años yo tenía veintiséis y la costumbre de pasar los veranos en las sierras de Córdoba, en el modesto y mal mantenido chalet familiar. A algunas cuadras de distancia de la casa, en el centro del pueblo, haciendo esquina, se levantaba un bar casi mitológico, el Quitapenas.
Sus paredes estaban cubiertas desde el zócalo hasta el cielo raso con viejas marquillas de cigarrillos pegadas pacientemente, una a una y a través de los años, por su dueño original. El bar, sagrado templo del cigarro armado y la grapa en Huerta Grande, era menos visitado que nombrado por los habitantes de esa parte del Valle de Punilla. En fin, una especie de ícono comparable, salvando las distancias, con el Café de los Angelitos en Buenos Aires. Seducidos por la magia de su fama montaraz, callada y discreta, en el otoño de 1993 decidimos comprarlo con Mariano, mi socio. Nuestra idea era conservarlo tal cual era, introduciéndole acaso un par de mínimas mejoras para reciclarlo como un pub sofisticado. En fin, reemplazar la escasa clientela actual de borrachines viejos y cuatreros jóvenes por un público algo snob de intelectuales y chicos de buena familia, turistas ocasionales en busca de un lugar tradicional y pintoresco donde tomar el té por las tardes y unas cervezas por la noche al compás de una mezcla de folklore, tango, jazz y blues. Tampoco nos disgustaba la idea de conocer unas cuantas mujeres interesantes, ganar un poco de dinero y, sobre todo, beber al costo con nuestros amigos. Tan sencillo como eso eran nuestros proyectos para el Quitapenas.
A poco de hacernos cargo del bar caímos en la cuenta, sin embargo, de que aquel plan solo sería una mera expresión de deseos. Los borrachines ajados por el moscato fueron más fieles al Quitapenas que la próspera clientela que habíamos imaginado y que nunca se dignó a atravesar su puerta vaivén. El techo siguió filtrando humedad añeja y ese primer invierno nos encontró a Mariano y a mi tiritando y maldiciéndonos mutuamente detrás del mostrador de madera crujiente y apolillada.
Una de las pocas cosas que nos ayudaban a olvidar de a ratos la penosa realidad y los pasados sueños de éxito eran los personajes que habitaban el bar. Entre ellos sobresalía Don Llanos, Llanitos, ó mas sencillamente El Diablo, como lo llamaban burlonamente a sus espaldas el resto de los parroquianos. Llanitos era el prototipo del hombre mayor, curtido, enjuto, arrugado y empobrecido de las sierras cordobesas. El tipo malvivía extrayendo arena del río, a razón de cinco pesos el día. Esto le permitía pagarse de vez en cuando un vaso de tinto en nuestro bar.
Don Llanos tenía una especie de fijación con una historia en particular que de tanto repetirla a lo largo de los años ya había aburrido al resto de los ásperos habitués de nuestro bar. Sin embargo a nosotros nos maravillaba escucharlo relatarla una y otra vez, como una melopea. Invariablemente esto nos costaba un par de vasos de tinto que el viejo bebía con tanta sed como ruido, pero pagábamos el precio con gusto. Hay que entender que Mariano y yo éramos jóvenes y aún creíamos en un cierto sentido romántico de las cosas.
Don Llanos era el diablo. O por lo menos eso era lo que el afirmaba sin que se le moviera un solo pelo del jopo blanco y abundante. No solo era el diablo: De tanto en tanto se encontraba con Dios en un claro de la Quebrada, al pie del cerro. Y el Creador invariablemente lo desafiaba a pelear. Y Llanitos, el diablo, ganaba casi siempre. Salvo cuando de pura lástima le dejaba creer a Dios que habían empatado. “-Anoche, en el claro, me lo encontré de nuevo al barba-“ solía comenzar su relato mirándonos alternativamente a Mariano, a mi y al vaso vacío que tenía cerca de su mano morena y flaca. -Estaba vestido como siempre el muy chambón-, proseguía mientras Mariano llenaba el vaso. –Bombacha de paño oscuro, pilcha de criollo. De repente, saca el rebenque y se me enfrenta, mirándome con unos ojos como tizones encendidos, pero se tropieza con una tosca. Antes de que se vuelva a afirmar, le cruzo la cara de un talerazo y le digo “¿Querés más, ó con eso te alcanza?”. Me mira embroncado y me dice “Ya vas a ver, Satanás. Un día de estos te voy a volver a encontrar acá en el abra y no te van a dar ganas de enfrentarme mas nunca”.- concluía Llanos encogiéndose de hombros al mismo tiempo que se tomaba el último trago de tinto y nos volvía a acercar tímidamente el vaso, empujándolo con el canto de la mano por encima del mostrador.
Lo que mas nos atrapaba eran los detalles de cada pelea. A veces a puro rebenque, otras con un palo, otras a puño limpio. Y era preciosa también la forma descuidada, inocentemente blasfema con la que nuestro cliente se refería a su contrincante celestial. A veces era simplemente “el barba”, a veces “el tumbao” ó “el viejo”. Según su propia teoría, Dios sería de origen bonaerense. Porteño mas precisamente. Por “lo inútil pa’ peliar”. De acuerdo a los relatos de Llanitos, Dios era un anciano de barba entrecana, mas bien petizo, flaquito y con ojos claros y refulgentes. Y de puro peleador nomás, gustaba de andar de noche por el monte buscándole lío al diablo.
Por ese entonces tenía yo una hermana varios años mayor viviendo en la ciudad de Córdoba. Sobrellevaba una leucemia que la iba consumiendo de a poco. En abril del año siguiente a la compra del bar, su salud había empeorado. Al anochecer del 1º de mayo recibí un llamado telefónico de mi padre: Mi hermana estaba muy mal, internada de urgencia y quería verme. Tomé el auto y salí enseguida, sin tiempo de avisar a nadie. Decidí viajar a Córdoba por el camino de La Calera. Era el camino más corto y a esa hora de la noche no habría casi tránsito. El auto iba comiéndose el asfalto, rápido y sin ruido. Yo no podía pensar en nada. Tampoco quería hacerlo. Nunca supe como hacerme cargo de las cosas definitivas. Mientras tanto, aceleraba. Pasé el puente del paredón del lago como una ráfaga y encaré a fondo la recta antes del primer giro cerrado. Entrando a la curva alcanzo a ver, parado en medio del asfalto a un paisano casi anciano. Instintivamente reduje la velocidad lo suficiente para apenas esquivarlo. El viejo no se movió un milímetro. Boina escocesa, chaleco negro de pana, pañuelo rojo al cuello y bombachas oscuras. Solo se limitó a mirarme fijamente durante esa fracción interminable de tiempo que parece preceder a todas las catástrofes inminentes. No atiné siquiera a insultarlo. Casi al final de la curva cerrada, un camión averiado y sin luces estaba cruzado sobre el camino, ocupando todo el ancho de la ruta. Gracias al anciano suicida que me obligó a bajar la velocidad unos metros antes, pude evitar por centímetros el choque con la mole inerte del camión. Miré hacia atrás, pero el hombrecito de barba había desaparecido de la ruta angosta: A un lado el precipicio y la pared empinada del cerro al otro, en el medio el asfalto oscuro y desierto. Algo en ese momento me hizo recordar la descripción de Dios que hacía Don Llanos en el Quitapenas. Un escalofrío ácido me lamió la espalda. Con las rodillas todavía temblando, apagué el motor, esperando a que los ocupantes del camión lo hicieran a un lado y se me serenara el corazón. En el tablero de mi automóvil el reloj digital marcaba las 21.16.
Estacioné en el Hospital Privado algo más de una hora después. Tarde. Mi hermana había muerto. Encontré a mi padre sentado en la recepción, con la mirada perdida en algún horizonte imaginario, cerca del suelo. Apretaba entre sus manos el certificado de defunción. Me senté a su lado y sin palabras pasé el brazo por encima de sus hombros tristes. Miré el certificado: “Hora del fallecimiento: 21.16”.
Vaya uno a saber porqué, pero hasta hoy preferí no comentarle a nadie nada de lo sucedido. Ni lo del viejo en medio de la ruta, ni del accidente que evitó, ni de su desaparición, ni la coincidencia entre la hora de la muerte y la del milagro. Mucho menos lo del parecido de mi salvador con el dios buscapleitos y perdedor de un borracho de pueblo que se creía el diablo.
Un par de semanas más tarde, al regresar a Huerta Grande, lo primero que hice fué pasar por el Quitapenas. Vale aclarar que a esa altura ya le había vendido mi parte a Mariano, quien aceptó comprarla demostrando una vez más cuanto tienen de incondicional algunas clases de amistad. Al entrar al bar, veo a mi amigo acodado en la barra y, como no podía ser de otra forma, charlando con Llanitos. Me acerqué a recibir el abrazo cálido del ex socio, pero en realidad yo tenía urgencia por hablar con Don Llanos, el diablo. Apenas Mariano nos dejó solos para buscar una damajuana en el depósito, me enfrenté al viejo: –Digame Llanos, ¿Cómo es la pilcha de Dios?- le pregunté como al descuido. –El ladino usa bombachas de paño marrón, chaleco negro, pañuelo y boina...- contestó sin dudar. Temblé un poco todavía mientras trataba de servirme un trago de ginebra fingiendo una tranquilidad que ya no sentía. Como en un sueño volví a preguntar: -¿Y de que color son el pañuelo y la boina?- -Rojito el pañuelo. La boina es a cuadritos- respondió, esta vez algo fastidiado. Y agregó: –Ah, y la última vez que lo crucé al viejo en el monte me contó que se lo encontró a usted en el camino-. El Diablo se tomó el último trago del vino color sangre y remató: - Y dijo que no se preocupe usted, que su hermana está lo mas bien-.

M.R. Gorenstein


Texto agregado el 21-10-2002, y leído por 635 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
24-10-2002 ¡Qué hermoso cuento!, he recorrido tantas veces ese camino de La Calera que la nostalgia me ha hecho ver cada piedra y cada recoveco y, si me apurás, te digo que también lo encontré alguna vez al viejo de la boina. soysoloyo
 
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