LA PARTIDA
(Lorena P. Díaz M.)
Cuando Guillermo decía que el tren había acabado con la vida de su esposa, lo decía con un gran dolor en el corazón; pues aún recordaba a aquella mujer que le había echo compañía por tantos años, y no dejaba de sentirse culpable por todo lo sucedido.
Mientras se paseaba por la estacón de trenes Santa Ana, aun se sentía a tiempo para desistir de la invitación de don Juan Fernández a trabajar a su fundo. El verdadero problema no era viajar hasta allá dejando atrás casa y recuerdos; sabía que aquello estaría allí siempre, y que ahora que estaba viejo el trabajo en la zona ya no le sonreía, y en aquel fundo tendría una labor segura. Lo que realmente le hacía dudar y provocaba el gran problema en Guillermo era subirse al tren, sentarse en el asiento de algún vagón, y sentir el movimiento brusco y constante de la máquina al partir; mientras el ruido de los motores se hacía cada vez más agudo.
Hacía años que aquel hombre no iba a la estación; desde que le tren terminó con su esposa, Guillermo dejó el trabajo de maquinista y se refugió en su casa y en las solitarias calles de su pueblo.
Al pasearse inquieto por el lugar, con un par de maletas a cuestas, recordó el día en que consiguió el trabajo en la empresa de ferrocarriles, y cómo poco a poco se fue involucrando en el lugar y en las labores.
Con el paso del tiempo tanto su vida como la de su esposa comenzaron a cambiar, teniendo que adaptarse a los constantes viajes que el tren debía realizar. Al principio, Alicia lo esperaba en casa, pasando días sola, pero después, al hacerse cada vez mas constantes los viajes de Guillermo, Alicia, acomodándose a su esposo, empezó a viajar con él. Eran tiempos realmente hermosos.
Y así, mientras Guillermo conducía la máquina, Alicia le hacía compañía y amenizaba su viaje entre vagones, a los que, en más de una oportunidad hicieron cómplices de sus apasionadas noches en marcha. Cada partida, cada traslado, cada lugar, era una nueva luna de miel para aquellos enamorados, quienes sin darse cuenta iban sumando cada vez más años a su matrimonio.
Por eso Guillermo no se conformaba; a pesar de los años, nunca quiso aceptar la tragedia que presenció, la cual aparto a su mujer del camino que juntos habían tomado. Por lo que, buscando una forma de recordarla, había echo una gruta a un costado de la línea férrea cercana a su casa; lejana a la estación, donde llevaba flores casi periódicamente, y allí intentaba no culparse tanto por lo sucedido y recordar a su mujer así; como una gran esposa... Una gran amante.
Guillermo era un viudo muy especial, que jamás volvió a encontrar mujer alguna que ocupara el lugar de Alicia, o que al menos compensara un poco el vacío que aquel viudo tenía en el corazón. Guillermo solo un par de veces contó aquello a algunos hombres del pueblo; los más cercanos; quienes entre copas escuchaban y se conmovían de su gran tristeza... Él nunca más volvió a conducir una máquina.
Y así, mientras pensaba todo aquello, se paseaba por la solitaria estación. Estación campestre. Algunas veces se ponía a la sombra de la techumbre de adobes, y otras, al fresco de los árboles, pero el calor le penetraba igual. Era de aquellas calores de verano a las cuatro de la tarde, en donde el sol hacía dormir la siesta y deshabitar las calles aun ignorantes de pavimento. Era un sol implacable, que se había concentrado en Guillermo, uniéndose a su angustia e indecisión.
Con una camisa a cuadros, usada sólo en ocasiones, y un sombrero de paja oscura, el maquinista Suárez se debatía entre el pasado y un resto de presente futuro que le quedaba.
Y recordó aquellas veces en que junto a Alicia volvían a casa luego del viaje, y la limpiaban y habitaban nuevamente, y preparaban banquetes y se vestían distinto, y compartían la cama, y amanecían un poco más tarde. Y así esperaban hasta el próximo viaje, que podía tomar cualquier rumbo, con una máquina llena de pasajeros, quienes en más de una oportunidad se repetían y eran caras conocidas para el matrimonio.
Guillermo era feliz con la vida que llevaban, él sentía que se amaban más que nadie. Entonces con el tiempo, Alicia no fue sólo una simple compañía; con el afán de alivianar las tareas de su marido, aseaba algún vagón, e incluso aclaraba las dudas de algunos viajeros confusos. Ella pasó a ser casi tan conocida como Guillermo.
El maquinista, orgulloso de su mujer, adoraba su trabajo. El crujir de los motores añejos, y los carbones en las ardientes calderas eran su devoción, pero que no hubiesen sido lo mismo sin la compañía de ella; de Alicia, quien cada vez fue aportando más en la labor ferroviaria. Se paseaba entre vagones revisando que todo estuviera en orden, y ya no sólo aclaraba dudas; pues en aquel pueblo la empresa de ferrocarriles no daba para más de un par de trabajadores por máquina, y volviendo a la cabina o vagón de mando, comentaba a Guillermo lo que veía.
Un día, en que el viaje era hasta la cuidad, y el tren demoraba casi tres días, Guillermo intentó dejar a su mujer en casa. Era uno de los traslados más extensos que haría y no quería ésta se cansara, además tenía un presentimiento extraño dentro. Pero Alicia se negó a quedarse en casa, a diferencia de aquellas veces en que aceptaba esperar en el pueblo o por su cuenta desistía de algún traslado, ésta vez insistió en ir de tal manera, que Guillermo terminó por ceder...
La hora de la llegada del tren que llevaría al viudo al fundo La Torre se acercaba, y éste cada vez estaba más indeciso. El sol pegaba fuerte, y desde donde se encontrara alcanzaba a observar su par de maletas de material antiguo y uso abusado. Habían llegado una señora y un muchacho alegres, pero silenciosos, a la estación. Se notaba que no eran de la zona. Guillermo aunque con nostalgia, continuaba en sus recuerdos.
...Y aquel viaje comenzó pero a pesar de parecer una luna de miel más, y un noviazgo aun juvenil, con aquellos besos ocultos en las paredes de la cabina, o esas miradas delatadoras al separarse ; Alicia iba distinta; al menos eso sentía su esposo, quien aun albergaba dentro tan deslucido presentimiento.
El tren salió muy temprano, y ya estaba oscureciendo; llevaban el primer día de viaje y parecía que todo se había solucionado, ambos continuaban tan amantes como siempre. Fue aquella, la primera noche, cuando Guillermo sintió deseos de reiterar a su esposa lo mucho que la amaba y lo feliz que sentía en sus muchos años de matrimonio. Alicia emocionada, le pidió que siempre continuaran igual, que aquello que habían formado siguiera tan hermoso como en un principio.
Cuando llevaban dos días y dos noches de viaje, el maquinista se notaba cansado. La máquina, que sólo había echo una parada anterior, no estaba rindiendo lo que esperaban y en medio de la noche; la última noche, Guillermo quiso detenerse en medio de los campos para revisar las calderas y dejar que los motores se enfriaran lo suficiente como para seguir. Los pasajeros, casi todos ya dormían.
Aquella noche el tren con rumbo a la capital se detuvo por segunda vez.
Guillermo empezó a hacer una revisión general a cada parte del tren, y Alicia partió a los vagones a supervisar a los pasajeros y a comunicar el motivo de la parada.
Cuando la revisión estuvo completa y por fin al día siguiente muy temprano por la mañana. Al llegar a la cabina Guillermo, encontró una pequeña nota de su esposa, en la que decía que aquella noche se quedaría por un momento entre vagones sintiendo el aire golpear su rostro y contemplando la frescura y calma de las estrellas que los guiaban. Guillermo emitió una enamorada sonrisa; sabía que su esposa estaría muy luego junto a él.
Pero no fue así. Guillermo estuvo intranquilo todo lo que restó de viaje, cuando estaba a punto de llegar a su destino lo sorprendió la visita a cabina de un jocoso hombre; se trataba de un maquinista amigo que había subido al tren aquella noche, con el fin de llegar rápido y de forma gratuita a la cuidad.
Guillermo aprovecho aquella inesperada visita, y luego de un gran apretón de manos, fue en busca de Alicia... vagón por vagón.
Cuando llegó casi al último sitio, escuchaba voces que iban entre llanto y risas, frases amantes y ruidos extraños... casi todos los pasajeros dormían. Fue por eso que intrigado, y olvidando por unos instantes a Alicia, abrió la puerta sin previo aviso.
Juntos, en una habitación de las más acomodadas, se encontraba un muchacho ya adulto con una mujer; ambos semidesnudos. Guillermo sabiéndolos en intimidad cerró rápidamente, pero antes de irse escucho a aquella mujer que entre besos rogaba a su hombre que la llevara ésta vez con él. Guillermo no pudo creer lo que oía. Abrió la puerta nuevamente y casi inconsciente de sus actos se acercó hasta la pareja y la vio... Vio a aquella mujer. Encontró a su mujer.
En ese momento el tren conducido por el furtivo comenzó a frenar bruscamente, el lugar de destino ya estaba delante de ellos. Guillermo vio, con los ojos bañados en dolor, como su esposa, la amante y dama perfecta era arrastrada por las ruedas de la máquina mientras toda la gente se alborotaba a descender. Vio cómo su cuerpo y alma eran triturados por el filo de los fierros que se topaban con los rieles. La mujer lo miró atónita, intentó decir algo, pero no lo logró. Bajó la vista.
Guillermo en un acto de desenfreno corrió y bajo del tren, quería abrazar a su esposa, la que sus ojos enceguecidos se recalcaban una y otra vez sin vida.
Aquel amanecer su esposa; la mujer de Guillermo murió. La gente que se bajaba y se reencontraba con sus familias lo miraban confusos sin saber lo que ocurría...
Guillermo no recordó más, el tren se acercaba y sus ojos húmedos le avisaban su pronta partid. El viudo maquinista tomó sus maletas y aun con la indecisión rondándole se dispuso a partir. No sin antes mirar con recelo los últimos vagones del tren.
|