Aquel día estaba feliz. Sería el primero de una serie en que lo dejarían salir al exterior. Tendría unas ocho o nueve horas de disfrute antes de volver a su aislamiento.
Cuando llegó el momento de traspasar aquel muro. Se sintió muy tranquilo. Los nervios y la tensión, que antes sentiría, no se le presentaron. Iba por buen camino. Notaba una tranquilidad rara en él. La reclusión a la que estaba sometido le estaba haciendo mella. Era uno de los motivos por lo que le estaban dejando salir. En las charlas que tenía todos constantemente en el interior, con sus “superiores”, le habían informado de que el argumento más a su favor, para gozar de la libertad, era no mostrar ninguna clase de sentimientos.
Al principio creyó que no lo conseguiría. Ya que el siempre había sido una persona emotiva. Hasta el día del accidente que lo había llevado allí. Del cual el seguía diciendo que no era el culpable. Que los otros cuatro chicos se habían metido en su carril en un adelantamiento indebido. Pero como pasa casi siempre el inocente se lleva la peor parte.
Salio a un espacioso jardín. Empezaba a anochecer. Las estrellas más brillantes ya comenzaban a asomarse en el cielo. La luna estaba ya en su esplendor por el este. Unas traviesas nubes jugueteaban con ella tratando de ocultarle su luminosidad.
“Casi un año” pensó él. Un año sin ver este paisaje. Bueno este u otro paisaje. Un año sin gozar de la libertad. Un año viendo siempre a sus familiares, cuando venían a visitarlo, a través de su celda. Pero ahora, si pasaba esta prueba, podría estar cerca de ellos, a su lado aunque sin poder tocarlos. Eso seria, muchísimo más adelante, si superaba las pruebas a las que tendría que ser sometido.
Empezó a caminar por el amplio, verde y frondoso jardín. Se fue encontrando con gente que como él estaba gozando de algún tiempo de libertad. Los saludó con un ligero ademán de manos. Fue correspondido con otros saludos similares.
Pudo observar la vegetación del jardín. Tullas, Sauces, Cipreses, algún que otro abeto y setos, muchos setos que separaban las edificaciones y que marcaban los senderos por donde caminar. Había también flores. Muchas flores. Podía verlas en sus innumerables colores; rosas, claveles, lirios, crisantemos, orquídeas.
Al fondo de esos senderos se podía ver otro muro. Pero este mucho más alto. Le habían aconsejado que no traspasara aquella muralla mientras no estuviera preparado. Las personas que traspasaban aquella barrera difícilmente podrían luego ser rescatadas. Al mismo tiempo que dejarían de gozar de todos los privilegios a los que podían ser merecedores.
Caminó por entre los setos. Se acercó al muro y vio que una escalera estaba apoyada en él. Miró para su alrededor y no vio a ningún superior a quien preguntarle si podía subir a lo alto del muro y echar una ojeada al exterior. Recordó que lo que le habían dicho era que no podía salir del recinto. No que no se subiera a ningún muro. Decidió entonces subir por la escala y asomarse, con sumo cuidado, por la parte superior.
Mientras iba subiendo echó una ojeada a su contorno y vio que alguna de la gente interna le estaba mirando pero no le decían nada, ni le hacían ningún ademán al respecto. ¿Seria buena señal? Pensó que si cuando vio que uno de ellos se acercó y comenzó a subir por la misma escalera.
Ya en lo alto del muro se sentaron en él con las piernas hacía fuera. Y empezaron a contemplar el paisaje nocturno que tenían ante sus ojos. Al fondo, a la derecha, podían distinguir las luces de la ciudad. De entre los copiosos árboles que había por los alrededores, se podía distinguir lo que eran la luces de una fiesta, una verbena de verano. Se podía escuchar música en la distancia. Había mucha algarabía y gente a lo lejos que iba y venia. Algunos niños y niñas correteaban por los caminos de piedra y arena. Otros jugaban, aparentemente al escondite.
A la izquierda de ellos, un pequeño arroyuelo reflejaba la luz de la Luna. Esos reflejos de plata en su ir hacia el mar marcaban la tranquilidad de la zona. Las sombras de algunas parejas de enamorados empezaban a buscar los rincones más idóneos para sus escarceos amorosos.
En una de sus recorridos visuales se encontró con los ojos de su compañero de visiones, mejor dicho, compañera. Era una joven de más o menos su edad. Rubia y muy bonita. Iba vestida con un vestido de color rosa de gasa. La transparencia de la tela dejaba ver su gracioso y joven cuerpo. Sonrieron al notar que sus ojos coincidían en mirarse.
Comenzaron a hablar. Se presentaron. Se dijeron de donde eran, porque estaban allí y así cosas y más cosas. Hablaron sin parar sin darse de cuenta que el tiempo pasaba. Que poco a poco se les iba consumiendo las horas y que se le estaba pasando a los dos sentados encima de un viejo muro de piedra.
Cuando más entusiasmados estaban en la conversación. Vieron llegar un automóvil que a duras penas podía seguir la marcha. A unos metros de allí se detuvo y el conductor se apeo del mismo. Abrió el capó del coche, encendió una linterna e introdujo la cabeza bajo de él. Paso un rato, sacó la cabeza y dando una patada una pobre ranita que pasaba por allí soltó una buena palabrota. Volvió a meter la cabeza de nuevo en el coche. Al sacarla se golpeo con el capo y volvió a decir una sarta de tacos. Alumbró con la linterna a la pareja que misteriosamente para él estaba encima del muro. Se les acercó y les preguntó:
.- ¿No tenéis miedo de estar en este sitio?
.- ¿Donde? Respondieron los dos jóvenes al unísono.
.- ¡Ahí en donde estáis! En el muro del cementerio. Volvió a decir el conductor.
.- Antes cuando estábamos vivos si. Ahora no
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