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Inicio / Cuenteros Locales / JavierPsilocybin / Odisea en los pastos

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–Llegas tarde.
–Disculpa –le digo tendiéndole la mano–, estaba un poco lejos.
–¿Haciendo qué? –me pregunta.
–Estaba con una ayudante en Bachi.
–¿Bonita?
–Mm… no particularmente.

Estamos en las canchas. En Machupicchu específicamente. Mi amigo saca un cigarrillo y caminamos rodeando la pileta hasta el sauce.

–¿Entonces qué hacías con ella?
–Le estaba cambiando la vida... O sea, al menos eso intentaba.

Me negó con la cabeza mientras prendía el cigarrillo. Masculló algo como: «No entiendo».

–No sé –le dije–. Cuando la vi por primera vez, supe que era mi deber cambiar su vida.
–Tú y tu deber –acotó lamentándose.
–Bueno, sentí que “quería” cambiar su vida.
–Me suena muy a Amélie. Te quedaste traumado con esa película.

Le eché una mirada, pero no dije nada. Sus vestimentas tan añosas me dieron una excusa absurda para desdeñarlo por un instante.

–Presentí que esta ayudante necesitaba que alguien irrumpiera en su vida. Que se diera cuenta que existen más personas en este mundo. Y que la gente se preocupa por otra gente. Que no somos islas… –no terminé la idea. Me sentí como cuando uno habla de sí mismo, pero refiriéndose a otro. Esa especie de proyección en los demás de los problemas que uno tiene.
–Oye, sentémonos aquí.

Nos pusimos bajo el sauce mirando hacia la pista.

–¿Y qué onda la Beba? –preguntó antes de aspirar el cigarro. Después me estiró la mano ofreciéndome–. ¿No sabe?
–No tendría por qué saber –le dije. Rechacé el ofrecimiento–. Además que no estoy haciendo nada malo. O sea, yo nunca hablé de algo serio con la ayudante.
–¿Y algo en hueveo?
–¡Tampoco! –alegué–. ¿Cómo siempre viendo las cosas en términos sexuales? Aparte que pateé a la Beba.
–¿Qué? –Preguntó frunciendo el entrecejo–. ¿Cuándo?
–El viernes, en el carrete del Lalo.
–¿Y cómo se puso? –siguió inquiriendo.
–No se ha puesto todavía –le respondí–. No le he dicho.
–Se va a querer matar cuando lo sepa. Esa mina sólo vive por ti. No tiene más vida. ¿Por qué la pateaste? ¿No ves que se va a suicidar? Tu deber se fue a la cresta.
–Tuve que hacerlo –le comencé a explicar–. Cacha que estábamos en la pieza del Lalo, muy entretenidos en la cama. Y cuando estábamos en la mejor parte, empiezan a tocar la puerta.
–Ya, ¿y?
–Weón, la mina me dijo que fuera a abrir. De hecho me obligó. Y estábamos en la mejor parte. ¿Sabís lo angustiante que es un coitus interruptus?
–O sea que abriste la puerta –me preguntó retóricamente.
–Sí po. Eran otros calentones que venían a hacer la gracia adentro. Y ahí se fue a la mierda todo. No estaba ni ahí con compartir mi lecho con unos adolescentes necesitados.
–Igual está bien. Total es para mejor. La Beba era fea.

Ese comentario me dolió un poco en el orgullo.

–Siempre reduciendo a las minas a su belleza –le contesté.

Una niña rubia con shorts pasó trotando por la pista.

–Me agrada ella –me dijo apuntándola y casi terminándose el cigarrillo.
–¿Viste?

Tiró la colilla al suelo.

–Ya, ya, basta de cháchara y a lo que vinimos –dijo y sacó de su bolsillo un paquetito de papel de diario–. Pero antes, vamos a fumarnos este manso lucazo que te tengo. Hay que darse ánimos. ¿Papelillo?

Saqué mi billetera. Me la arrebató de las manos y empezó a hurgar.

–Esto nos servirá.
–¡No! Mi foto de la Daniela Castillo no. Es lo único que tengo.
–Ah, de veras que ahora ya no tienes a tu Beba –me devolvió la foto–. Y a todo esto, ¿qué pasó el sábado con la Oblonga?
–Se supone que no puedo contarte.
–¡No! ¡Te la comiste, weón! Estái cagao… ¡Oh! Aquí tengo un papelillo.

Se inclinó y empezó a liarse uno.

–¿No sabía que estabas pololeando con la Beba? ¿O a esas alturas ya habías decidido patearla?
–Weón –le dije–, nunca nadie sabe que estoy pololeando.

Se rió: –Eres un asco de ser humano. ¿Dónde quedó tu deber?
–Es lo que tengo que hacer. Soy el único espécimen que va quedando en este mundo que cree en la amistad hombre-mujer.
–Esa weá no existe –dijo categóricamente.
–Sí sé que no existe. Pero es como Dios. No importa si existe o no, lo que importa es si crees o no crees.
–¿Qué tiene que ver todo eso con que le digas al resto que pololeas?
–Las minas no quieren ser amigas de un weón pololeando –le dije.
–Quién te dijo esa mentira.
–Déjame creer lo que a mí se me ocurra, ¿ya?
–Bueno, pero qué tiene que ver eso con que te hayas comido a la Oblonga.
–Porque es mi amiga y me lo pidió –respondí.
–Sóplame este ojo. ¿A eso le llamas creer en la amistad entre hombre y mujer?
–Obvio. ¿A qué más si no?
–A mí me suena a todo lo contrario. Si te andas comiendo a tus amigas por ahí, te compro la “amistad”. A mí me suena a calentura.
–Mm, yo no lo veo tan sexualmente. Si ella me lo pide y yo soy su amigo estoy en el deber de hacer lo que esté al alcance de mi mano, ¿no?
–¡Tú y tu deber! El mundo no es un reino de fines, weón. Además que no te creo nada. Es obvio que hay toda una cosa turbia entremedio.
–Las minas lo único que quieren es que las quieran. Después de tirar con ellas te das cuenta. En sus gestos, en sus miradas. Están dispuestas a mucho con tal de que al final las abraces y se sientan refugiadas. Donde tú ves sexo, ellas ven cariño y apoyo.

Se metió el pito a la boca: –No te creo.

Lo prendió.

Y nos lo fumamos entero.

–¿Te volaste? –me preguntó después.
–Sí –le dije–. ¿Sabes? Después de que nos robemos el pato voy a cumplir mi sueño.
–¿Cuál es tu sueño?
–Casarme con un helado de manjar con tres leches. De los que venden en el Hall.
–Weón. Estái volao.

Nos reímos.

–Ya –me dijo–. Manos a la obra.

Y nos saltamos la reja.

Texto agregado el 04-12-2004, y leído por 133 visitantes. (0 votos)


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