Divorcio.


El día es la manifestación gracias a la supervivencia de la noche. La noche es el sueño de lo que en realidad se vivió, y se seguirá viviendo.

Un cielo rojizo, tranquilo y lleno de energías se colaba entre el solo y la luna. De ellos una luz verde que esperanzaba un atardecer infinito sin grandes sobresaltos. Y risas, muchas risas.
El amor le daba cabida al olvido gracias a la presencia de un fruto, y a un amanecer que con tan sólo dos miradas, el cielo continuaba siendo rojo. Intenso, brillante.
Una duda, que fue duda gracias a la existencia de lo incierto y de la rutina, separó un mundo en dos, separó el día en dos, y ya no fue un atardecer la unión, ni el verde la esperanza, sino que el sol y la luna.
Estos dos astros se encontraron en un rozado atardecer, y por el estruendoso sonido de una gota amenazadora de llantos, irrumpió el silencio y comenzó el arrebato. El atardecer ya había perdido su color y se separó en noche y en día, en luna y sol, en sólo eso, dejando un fruto perdido que al principio no se conformaba con vivir y soñar.
La lluvia entrecortaba el sol. Truenos y relámpagos denunciaban un día triste y oscuro con ganas de recordar lo irrecordable, pero ya era su odio. Tarde.
El relámpago iluminaba la noche, y de paso a la luna. Iluminaba recuerdos, heridas, y un poco de nostalgia porque en sus ojos el atardecer se nubló.
El día es día y la noche, noche, el verde es negro, el sol orgulloso, la luna un abismo que en su alma pedía el rojo.
De a poco todo volvió a ser tranquilo, a su normalidad, el sol brilla ahora más que nunca y hace los días hermosos. La luna ilumina la noche y la hace parecer un lugar místico, lleno de sorpresas, pero ya no llueve en ese lugar, la luna ahora ilumina hasta al día, hasta al sol.
Para el fruto hay una experiencia, gracias al atardecer, pero más que nada al sol y la lluvia, porque sin ellos el ya no sería lo mismo, sin los sueños que tiene, ni el verde en su mirar.