No somos comunes y corrientes, tampoco nos gustan las cosas comunes y corrientes, somos amantes de lo inexplicable, de aquellas cosas que suceden detrás de los espejos, en los claros de luna y a los pies de las higueras en una noche de San Juan.
Nuestra abuela no forjó el carácter y nos cinceló la imaginación, a pesar de no superar la altura de un metro y medio tenía un carácter y una fortaleza para espantar demonios, así nos educó en una ambiente que se catalogaba de malsano, pero con convencimiento digo que fue lo mejor que nos pudo suceder. Mi hermano y yo recordamos cuando por las noches juntaba nuestras camas y nos contaba historias, pero no esas historias de príncipes e histéricas princesas, a ella le gustaba el morbo, el terror, lo inexplicable y así fue que todas las noches nos dormíamos imaginando que aparecería “el hombre cerdo”, “la novia maldita”, “la guagua demonio de la acequia” y un sin número de personajes aberrantes e imposibles que salían de esa testa privilegiada. Cuando se iba y la habitación quedaba a oscuras nos dedicábamos a protegernos de la invasión de seres demoníacos que nos llevarían al mismísimo infierno, no nos era posible hablar pues si quedábamos en manifiesto el secuestro sería más fácil y rápido. Nos cubríamos con las sábanas y bajos éstas el sudor nos empapaba el pijama, sudábamos miedo.
Estas prácticas poco usuales de la abuela nos enseñaron a convivir con seres de fantasías y por sobre todas las cosas a enfrentarlos, años de inventar formulas para evitarlos nos hicieron perderles el miedo y aceptarlos como miembros de nuestra familia, la abuela siempre repetía: “A los vivos hay que temerles, los muertos nada hacen”.
Con mi hermano nos acostumbramos a caminar de la mano de los aparecidos, a jugar con los espíritus bonachones y a llorar junto a las almas en pena. Nos divertíamos persiguiendo tesoros de los improvisados piratas o dramatizando clásicos antiguos como “La Batalla de 1812” de Peter Ilich Tchaikowski representando a los franceses que perdían sus extremidades producto del frío, para nosotros son los mejores recuerdos de nuestras vidas.
De tanto deambular entre dos mundos, adquirimos el don de la intuición y de la hipersensibilidad frente a los hechos inexplicables, sabemos que no estamos solos, siempre hay alguien que nos acompaña.
La abuela murió sin conocerse ni a ella misma y cabalísticamente murió el día de mi cumpleaños, un seis de Enero y desde esa fecha en adelante es cuando más presente la tenemos. Se reparte entre ambas casas, nos vigila con el rabillo del ojo y nos reprende ante la menor burrada. Como siempre, nos socorre ante cualquier problema, tanto así que cuando padezco esas jaquecas espantosas ella viene y me coloca sus manos heladas sobre mi frente... el único remedio que siempre ha funcionado.
A pesar de estar “curados de espanto” frente a los hechos sobrenaturales, siempre habrá algo que vendrá a poner a prueba nuestro temple. Como en aquella ocasión en que vimos de improviso alzarse un sillón del suelo y luego de una corta levitación, derrumbarse estrepitosamente sobre el piso y sobre nuestras convicciones. Es ocioso tratar de encontrar respuestas a este asunto. Del mismo modo, es imposible que aquellos portazos que nos estremecen por las noches sean provocados por el viento, a menos que este se cuele por la cerradura para desmadrarse en huracanes caseros que soliviantan los resabios latentes de aquella madera cautiva en una forma que no le corresponde.
Somos perspicaces amigos de lo imprevisto, camaradas sempiternos de lo oculto y en más de alguna ocasión, inverosímiles participantes de secretas misas negras en que lo único negro eran las oscurantistas vestimentas que utilizábamos para invocar triviales padrenuestros a la luz de las velas. Como en aquella ocasión en que quisimos resucitar a la abuela y esta se manifestó espeluznante y contestataria, apagando de un escalofriante soplido todas las luces del vecindario. Desde entonces, sellamos un pacto de no agresión a las ineluctables reglas del más allá y se acabaron de una plumada las misas negras, las cuales fueron reemplazadas por sesiones de lectura de los grandes clásicos del terror. Estas fueron memorables jornadas en que revivimos aquellas aterradoras noches de sudor frío y palpitaciones galopantes.
Vivimos separados por los imperativos de la vida, ambos formamos nuestras respectivas familias y de algún modo se extravió el nexo que nos unía. Aún así, en aquellas noches de sosiego, conversamos a la distancia y no me adentraré en el terreno de lo extrasensorial, puesto que no es un tema que domine a cabalidad. Sin embargo aquel diálogo propiciado seguramente por la cercanía de la sangre, por los efluvios eléctricos que nos atan indivisiblemente o por una compatibilidad que ningún libro de ciencia sería capaz de explicar, aquel diálogo, repito, se produce armónico y suave con una musicalidad y fluidez que difícilmente lograríamos hablando uno frente al otro.
Nos acompañan seres prodigiosos que jamás creo que nos abandonen, la guagua aquella que emerge de las pantanosas aguas para berrearnos al oído con su lloro desgarrador, la novia maldita que recorre soledades mustias con su traje deshilachado y su rostro de momia egipcia, el hombre cerdo, mil veces menos repulsivo que millares de hombres cerdos de terno y corbata, el trauco chilote, enano de espantoso aspecto que se adentra en nuestros sueños para involucrarnos en sus andanzas amatorias y nuestra proverbial abuela presidiendo esta corte mitológica para guiñarnos un ojo mientras nos llena la cabeza de deliciosos y nuevos horrores.
Somos así, especiales y complejos, habitantes irresponsables de las antípodas de los espejos, sempiternos soñadores que se placen de escarbar en lo oculto, hermanos de sangre que se jactan de pertenecer a ese clan privilegiado de seres con dotes inexplicables. En nuestro caso, lo común acaso sólo sea ser eso…
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