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Inicio / Cuenteros Locales / guvoertodechi / Los primeros rosarinos eran indios (circa 1700)

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A la ciudad de Rosario, en cuanto a su evolución histórica, podríamos ubicarla en la antípoda del sino estequeño del que hablamos en la Gragea anterior. En poco más de 100 años, Talavera de Esteco dejó de ser la pujante ciudad colonial que se conoció durante el siglo XVII para convertirse en un “montoncito” de ruinas que, por obra de una leyenda maldita y de atávicos temores, son pocos los que se atreven a investigar, incluso a mencionar. Rosario, en cambio, si bien de oscuros, modestos y controversiales orígenes, es hoy una de las urbes más importantes del país. En un caso, la legendaria ciudad norteña sucumbió de modo tan abrupto y misterioso que no queda nada que testimonie su pasado esplendor; en el otro, casi de la nada surgió una ciudad enorme y poderosa que conforma el más activo y populoso enclave económico, social y cultural del litoral argentino.

Se ha sostenido que Rosario no tiene acta de fundación y que no hay constancia fehaciente de que dicho trámite haya ocurrido alguna vez. Se dice, que la que ahora es gran urbe, primero fue un lugar de paso y un paraje apenas conocido; a continuación, se convirtió en un caserío ribereño; luego devino en un villorrio que fue adquiriendo el perfil de pueblo extenso; finalmente, promediando el siglo XIX, sería reconocida como ciudad cuando ya constituía un hito insoslayable en el mapa de la nación en ciernes.

Pero, la falta de fundación (y, por consiguiente, de fundador y de fecha registrada de erección del primer mojón) no es un dato historiográfico menor. Téngase en cuenta que los españoles, en su infatigable labor colonizadora desplegada en América entre el 1600 y el 1700, hicieron de la creación de ciudades uno de sus objetivos principales. Es así que la tarea urbanizadora era revestida de las más estrictas formalidades legales, cumpliéndose con los requisitos notariales de rigor, y procediéndose, con profunda unción católica, a consagrar el lugar elegido al santo patrono o a la virgen objeto de su devoción. Por ello, reviste indudable veracidad histórica y constituye uno de las imágenes más representativas de la vida americana de aquella época la viñeta que encontramos en los libros donde se observa al conquistador, espada en mano, leyendo el acta fundacional clavada en un poste plantado al efecto, rodeado por su séquito de soldados, funcionarios y sacerdotes, todos en solemne actitud. A veces, según grafican las ilustraciones alusivas, participan de la ceremonia algunos grupos de aborígenes locales que asisten perplejos a la puesta en escena de dichos fastos iniciáticos.

Por lo que se sabe, con Rosario no ocurrió nada de eso. No existe evidencia o testimonio de ningún episodio por el cual se instalara el primer mojón citadino, como exigía la pompa hispánica vigente. Tampoco nadie dibujó, al menos al principio, el plano urbanístico con el típico trazado en damero de calles, accesos, manzanas y demás medidas ejidales, tomadas desde la plaza principal, como fue práctica habitual en otras experiencias americanas. La semipenumbra de disponer de datos fragmentarios, algunos menos confiables que otros, ha contribuido a alimentar toda clase de conjeturas acerca del momento exacto y de los participantes que dieron nacimiento a la ciudad que hoy cuenta con más de un millón de habitantes y se recuesta orgullosa a la vera del caudaloso río Paraná. En suma, para desconcierto de sus habitantes, que desearían detectar el origen ancestral del terruño, habitualmente se dice que en el caso de Rosario no hubo ni fundador, ni acta protocolar, ni monolito o piedra basal, ni plano distributivo de parcelas, ni fecha cierta de instauración, ni tampoco, como es obvio, hubo viñeta recordatoria que perpetuara el acontecimiento.

Pero, de la nada no surge un poblado destinado a ser gran ciudad, por ínfimo que éste sea en su primera etapa de vida, y Rosario, como cualquier otro lugar habitado del mundo, tuvo su instante primigenio, por desapercibido que éste haya pasado. Revisando la opinión de diversos historiadores y comentaristas, tanto epocales como contemporáneos, nos encontramos con que, o bien el puntapié inicial de la urbanización de Rosario es trasladado décadas después cuando el Pago de los Arroyos (o la Capilla del Rosario, como también se denominó el paraje) ya se encontraba consolidado; o bien, se describe un lugar algunos kilómetros al norte o al sur de su actual emplazamiento; o bien el inicio, tal como ocurrió en realidad, es rechazado en aras de cierta vanidad localista impregnada de prejuicios racistas. Porque, digámoslo de una buena vez: a Rosario de Santa Fe la fundaron los indios calchaquíes.

En efecto, resultado del constante hostigamiento que ejercían las tribus de abipones y mocovíes sobre Santa Fe de la Vera Cruz, allá por los crueles tiempos del siglo XVIII, los indígenas pacíficos que habitaban los asentamientos y reducciones del norte de la provincia comenzaron a migrar hacia el sur cruzando el río Carcarañá, en busca de paz y de tierras adecuadas para el desarrollo de sus labores rurales. Así fue como un pequeño contingente de indios calchaquíes (serían unas 10 familias, a lo sumo) dirigidos por Francisco de Godoy, encomendero conocido como el “cacique blanco”, al cabo de una forzosa peregrinación, se instalaron en el lugar donde hoy se ubica la plaza principal (25 de Mayo) de la segunda ciudad de la República.

No hubo rito fundacional, ni podría haberlo. Estos indígenas, si bien asimilados a la cultura española dominante, carecían de la impronta greco-romana que, durante la Antigüedad, había consolidado el progreso de sus respectivas civilizaciones por medio de la formación de ciudades, tanto en el hinterland del Mar Mediterráneo como en el desértico Cercano Oriente, como lo hizo Alejandro Magno en su periplo conquistador. En la baja Edad Media, la propia España había experimentado dicha “fiebre” como recurso estratégico de consolidación territorial durante la campaña militar de reconquista de la Península Ibérica en poder de los moros, proceso que duró varias centurias. Los indios de esta parte de Sudamérica, en cambio, seguían hábitos nómades y sus asentamientos eran tolderías precarias y móviles, adecuadas a las costumbres trashumantes de los pueblos cazadores y recolectores. Sin embargo, entre las excepciones a este estilo de vida, se ubica, precisamente, la instalación del precario caserío de agricultores aborígenes que habría de constituir el basamento de la futura ciudad, suponemos que en 1723 o un par de años antes. Es decir, que fueron indios nativos quienes erigieron las primeras paredes de adobe y paja y pisaron los senderos de las que, siglos después, serían las bulliciosas calles rosarinas de hoy.

También debemos a ellos nada menos que el nombre de la ciudad, el cual, cargado de connotaciones religiosas, habría de identificar de modo unívoco el enclave urbano a partir de entonces. En efecto, los primeros moradores, provenientes de la reducción indígena del Salado Grande ubicada al norte de la ciudad de Santa Fe, que fuera desbaratada por los agresivos abipones en 1706, al migrar conservaron una imagen tallada en madera de la Virgen Nuestra Señora del Rosario, a la que veneraban. Los españoles del vecindario carecían de un icono de calidad estética semejante y de tan alto valor litúrgico como el que exhibían los mansos calchaquíes asimilados. Es más, hasta la llegada de Godoy y sus indios “amigos”, la Virgen de la Concepción era la patrona de la región (una zona imprecisa que se encontraba, bordeando el Paraná, entre los límites naturales fijados por el río Coronda al norte y el arroyo Arrecifes al sur).

Por ello, consustanciados con el significado simbólico de la Virgen recién llegada, los españoles se las ingeniaron para apoderarse de la preciada imagen de modo de entronizarla en la capillita que habrían de construir a tal efecto. Parece que el padre Ambrosio Alzugaray, nombrado a cargo del curato local, consiguió que las autoridades eclesiásticas de Santa Fe negaran a los indios el derecho de propiedad de la impoluta figura, la que quedó en custodia de los estancieros españoles y de dicho sacerdote. Otros afirman que los calchaquíes entregaron voluntariamente la Virgen sin que se apelara a artilugio o a intimación alguna.

Lo cierto es que puede sostenerse que los aborígenes no sólo fueron los primeros rosarinos 130 años antes de que el Pago de los Arroyos se convirtiera en ciudad portuaria de importancia, sino que, al instalar la preciada imagen religiosa en lo que hoy es el centro institucional de la población, le dieron el nombre que habría de perdurar hasta nuestros días. Esta doble circunstancia les otorga a los nativos una indiscutible paternidad fundacional, tanto material como simbólica, que debería ser reconocida con amplitud y franqueza por parte de los actuales habitantes de la ciudad. La hipótesis, sin embargo, ha sido combatida denodadamente.

Don Pedro Tuella y Monpesar, cronista que formuló la incómoda teoría del comienzo indio en las páginas del periódico porteño “El Telégrafo Mercantil”, fue recaudador de impuestos para la Corona y se estableció en la ciudad de Rosario en 1789, o sea, apenas 64 años después de la llegada del mencionado clan de calchaquíes sedentarios a la región. Mucho tiempo después, cuando ya este centro urbano lucía orgulloso su vertiginoso progreso, Juan Álvarez, hijo dilecto de la ciudad, se ocupó en desmentir el argumento de Tuella y llegó a la conclusión de que, si bien no se cuenta con acta de fundación ni se conoce al fundador, de seguro fueron españoles quienes hicieron la ilustre faena. Postura que, de todos modos, es más racional que la que todavía circula por determinadas congregaciones católicas, que atribuyen la gesta fundacional a la mismísima Virgen.

Con posterioridad a la formulación de la tesis de Álvarez, con similar intención se sucedieron las réplicas a la conjetura indigenista y, hace apenas tres años atrás, con el auspicio del gobierno municipal, la universidad estatal y las "fuerzas vivas" locales fue publicada una nueva historia de la ciudad (1), en la cual los autores se burlan de Tuella y de su "inverosímil" intención de atribuir a los indios tan magno acontecimiento. El texto reserva el mérito colonizador a Gómez Recio, Cardoso, Lucena y, en especial, a Montenegro, estancieros españoles que, o se radicaron unos cuantos kilómetros más al sur (en proximidades de Arroyo del Medio, hoy ciudad de San Nicolás), o lo hicieron en el predio que ahora ocupa la Plaza 25 de Mayo (bordeada por la Catedral, la Intendencia y el Correo), pero con posterioridad a la llegada de la tribu inauguradora. Por su parte, sea cual fuere el punto exacto, se trató de establecimientos rurales no de un incipiente casco urbano. En este caso, como en el de otros refutadores de la “hipótesis calchaquí”, se confunde la apropiación jurídica del lugar por medio de concesión real formalizada en escritura pública, de la cual fueron pioneros Luis Romero de Pineda y Antonio de Vera Mugica, con el efectivo poblamiento urbano (algo más que una chacra o una estancia aisladas) del lugar preciso donde habría de desarrollarse, con el correr de los años, la vida cotidiana rosarina.

Por lo visto, ya nadie se atreve a defender la otra vertiente historiográfica. Incluso, se ha difundido la opinión de personas representativas del quehacer local que proponen cambiar la denominación de la avenida y del barrio Godoy, cuyo nombre hace referencia al encomendero que capitaneó a los calchaquíes. Por lo pronto, la tradicional Plaza Pinasco, en el microcentro, ahora se llama Plaza Montenegro, en homenaje al terrateniente que, según la interpretación de moda, habría sido el primer habitante del lugar.

Creemos, con Pedro Tuella, no obstante las descalificaciones académicas y periodísticas, que Rosario de Santa Fe estuvo entre las pocas ciudades americanas -la única, quizás- que, no obstante trasuntar en su denominación la fuerte impronta colonizadora, no fue fundada por blancos europeos de origen ibérico sino que, por el contrario, concretó su nacimiento urbano gracias al accionar de un pequeño núcleo de aborígenes americanos cobrizos, en la actualidad injustamente ignorados, quienes, además, fueron artífices del nombre con la cual se conoce la urbe litoraleña.

Este singular origen que, según puede colegirse, por las resistencias que ha motivado, es interpretado por ciertas mentalidades como un antecedente escarnecedor, probablemente sea la explicación de por qué, a lo largo de los años, tantos cronistas e historiadores han participado de tantas discusiones acerca de la “no fundación” de Rosario, sin que hasta la fecha se haya conseguido esclarecer (más bien, todo lo contrario) cuándo, cómo y quiénes protagonizaron el trascendente evento histórico.

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(1) “La Historia de Rosario”, obra colectiva dirigida por Ricardo Falcón y Myriam Stanley, no obstante ser de reciente edición, ha sido redactada en “dialecto dialéctico”, trasuntando sus páginas un arcaico barroquismo conceptual, algunas obsesiones temáticas excluyentes y, por ende, un endeble rigor analítico. A las autoras de la parte vinculada con los orígenes de la ciudad (Marina Caputo y Analía Manavella) pareciera que les molesta la “hipótesis calchaquí”, dado que le otorgaría un protagonismo ”indeseable” a la devoción hacia la Virgen del Rosario y, por carácter transitivo, a la Iglesia Católica. Torcer la verdad histórica en aras de desmerecer determinada institución o postura ideológica, constituye un mecanismo habitual entre quienes practican el dogmatismo fundamentalista.


GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS

Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la tarea investigativa fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía:

· Álvarez, Juan: "Historia de Rosario"; Univ. Nac. de Rosario, Rosario, 1985
· Campazas, Alberto: “Rosario, historia y desarrollo”; Pago de los Arroyos, Rosario, 1991.
· Capitano; Hilda Josefina: “Aquella aldea de la que muy poco se sabe”; El Eslabón (web), 2004.
· Carrasco, E. y G.: "Anales de la ciudad de Rosario"; fragmentos citados, 1897.
· Del Frade, Carlos: "Rosario virtual"; web, 2002.
· De Marco, Miguel Ángel: “Rosario desde sus orígenes hasta nuestros días”; Fund. Ross, Rosario, 1996.
· Falcón, Ricardo y otros: "La Historia de Rosario – Tomo 1"; Homo Sapiens, Rosario,2001
· Frutos de Prieto, Marta: “La polémica fundación de Rosario”;
· Gutiérrez, Gerardo: "La fundación de Rosario"; Ed. Abril, Bs.As., 1988.
· Linares, Roberto: “Un aporte sobre la controvertida fundación de Rosario”; Diario La Capital, 2001.
· Montes, Alberto: "Santiago Montenegro, fundador de la ciudad de Rosario"; Ed. IEN, Rosario, 1977
· Tuella, Pedro: "Relación histórica del pueblo y jurisdicción del Rosario de los Arroyos" (Fuentes fragmentarias).





Texto agregado el 03-12-2004, y leído por 370 visitantes. (1 voto)


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