Cerró los ojos por enésima vez y en tal cantidad los volvió a abrir lentamente. Por más que quería cambiar las cosas, todo seguía igual. Estaba mareado de tanto intentarlo y un fuerte dolor de cabeza le impedía ver claramente. Ese era el problema. La vista. Se veía en todos lados, en el techo, en el piso, en las murallas, toda la habitación estaba tapizada de siniestros espejos que le mostraban su ser interno más macabro y escondido. Por largo rato había buscado alguna salida, pero en el reducido espacio, al parecer, no había ni puerta ni ventanas. Entonces. ¿Cómo había llegado ahí?
Se acercó a una de las paredes de cristal y palpando en ella quiso encontrar esa salida-entrada mágica que lo llevó a ese desesperante lugar. Se miró fijamente y se percató del paso del tiempo en las fisuras de su rostro. Un grito le brotó del pecho, pero como siempre, lo ahogó, callando con ello sus emociones.
Se acercó a los espejos e intentó romperlos. Los golpeó con tal fuerza, que sus nudillos comenzaron a sangrar. Estaba desesperado, no sabía que más hacer. A esa altura ya había perdido la noción del tiempo.
Los espejos giraban en su cabeza y la imagen que se proyectaba en ellos, su propia imagen, le sonreía maquiavélicamente, consciente que la situación le era agobiante. Quiso vomitar. Todo giraba a su alrededor. Y las risas eran cada vez más estruendosas. Se tiró de bruces al piso, para callar la voz y cesar la visión. Con la mirada al suelo volvió a abrir los ojos y se encontró con su pupila negra que lo miraba sin piedad. Esta vez no ahogó el fuerte grito, ya no podía contenerse más. Un gran alarido salió de su boca, que dado estrechez del espacio, se repitió infinitamente en un eco ensordecedor, con lo que sólo logró aumentar su cefalea.
Respiró profundo, pudo escuchar sus pulmones agitarse por el miedo, sintió el sudor frío que recorría las células de su rostro, palpó el cristal helado que reposaba bajo su cuerpo. Giró sobre si mismo, mirando esta vez al techo de la pieza. Y se vio ahí, tendido de espaldas, con los brazos y las piernas abiertas, esperando que todo terminara. Pero todo recién había comenzado. Cerró con calma sus ojos y meditó por unos segundos cómo era que había llegado ahí. Ciertamente no recordaba nada, y eso le angustiaba y le ponía más nervioso. Abrió lentamente sus ojos, los párpados le pesaban ya de tanto llorar. Eran las siete y media de la mañana.
-Pensé que no iba a poder despertar.
-Tú sabes perfectamente que siempre podrás despertar.
Se levantó medio sonámbulo hacia el baño. En el camino, se tropezó con los zapatos que había dejado la noche anterior. Al abrir la puerta, ésta se quejó sordamente, despertando a quien estuviera durmiendo a esa hora. Al entrar al baño, lo primero que tuvo frente a sus ojos fue el espejo con bordes blancos que tanto le desagradaba. Se miró atento y apoyó una mano en el cristal. “Estás horrible”, dijo melancólicamente. Su cara se veía más ojerosa de lo normal y la luz matutina, lo hacía verse más delgado. “De verdad te ves horrible”, le respondió el nuevo rostro que aparecía tras el suyo. Enorme fue su sorpresa al ver que las dos caras presentes en el espejo, eran la misma persona: él mismo. Dos sonrisas espontáneas le hicieron sonreír.
Sacó algodón y alcohol del botiquín y comenzó a curarse la mano, que le ardía y le dolía más que hace unos instantes. Varias gotas de sangre habían marcado el camino desde su pieza al baño. Con una venda, una vez que se cercioró que estaba limpio y desinfectado, cubrió la herida que nunca en vida le cicatrizó completamente.
-Eso te pasa por ser tan impulsivo.
-No tienes que recordármelo a cada rato- y con un ademán le dijo adiós al espejo.
La ducha estaba más fría que de costumbre, y sólo unos segundos le bastaron para despertar completamente. Era jueves, al fin era jueves, faltaba menos para el fin de semana y para no ir al liceo. Que gran suerte.
El desayuno fue somero, lo atrasado que estaba no le permitió completar la dosis nutritiva que su madre le aconsejaba comer antes de irse a clases. El timbre sonó antes que terminara de beberse el albino y tibio vaso de leche. Dejó el recipiente sobre la mesa para ir atender a quien llamaba a esa hora. No tenía que preguntarse por quien debía ser. Sabía que era ella. La niña de pelo de fuego, su amiga, su mejor amiga.
-¿Vamos?- y le regaló la primera sonrisa de ese día.
Él le asintió con la cabeza y se fueron los dos acompañándose mutuamente en el silencio.
El sol que aparecía a esa hora entre las nevadas cumbres montañosas, ofrecía sus mejores rayos y entibiaba la fría mañana, cargada de una leve brisa primaveral. Los árboles que empezaban a florecer se mecían con fragilidad: aún sus ramas y troncos se encontraban desnudos. Una brisa más fuerte que las demás se levantó desde el sur y estremeció la mañana, arrancando algunos retoños y florcitas de los árboles más cercanos. Una lluvia blanca y sutil cayó sobre ellos. Los azahares parecían gotas en una tarde invernal, eran cientos los que se desprendían de sus refugios e iban a parar al suelo hostil. Una de las flores blancas se depositó en su rostro y Paola, con la feminidad que la caracterizaba, la sacó y la puso en una mano.
-Para ti con todo mi cariño- y le sonrió tiernamente.
Sin embargo, no recibió respuesta. Su amigo se remitió sólo a guardar su regalo en uno de los bolsillos de su pantalón. Ella intentaba romper el incómodo silencio, pero al ver la cara de tristeza y los ojos ansiosos de lágrimas de él, se debía tragar sus ansias por dirigirle sus más cariñosas palabras de amor. Llegaron a muy buena hora.
Desde que puso un pie en el liceo, las risas burlonas se hicieron oír a su alrededor. Cabizbajo las intentó evadir, pero a medida que caminaba, las miradas y las ironías eran más notorias. Paola se encontraba al borde del colapso, fue entonces cuando, con una voz ronca y estereofónica, el inspector general, calló a todos y los envió a sus respectivas salas. Aunque a la mayoría de los alumnos, le desagradaba la presencia del perro Estuardo, a él en más de una ocasión lo había salvado de una situación embarazosa, por lo que no podía tenerle algún tipo de rencor.
Con el peso de las burlas y del día jueves, subió las escaleras con gran dificultad y lentitud. Al verlo, parecía una persona anciana y no un joven de diecisiete años. Paola, como siempre desde hacía mucho tiempo, lo acompañaba en silencio.
Su sola presencia causaba estragos en el colegio. No era precisamente el chico más popular y querido del liceo. Era un niño tímido y algo solitario, si no fuera por la presencia de Paola, hubiera pasado por alguien autista.
Cuando entraron a la sala de clases, su llegada fue evidente: todas las voces, que conversaban amenamente e intercambiaban comentarios y las noticias del día anterior, se callaron y lo miraron fijamente. Sólo atinó a mantener la vista al suelo.
-¿Andamos en pelotas? ¿Tenemos monos en la cara?- le increpó Paola a sus compañeros, que por cierto mantuvieron el silencio despiadado y cómplice-. ¡Entonces, porque mierda nos miran así!- y tomándolo del brazo, se fueron a sus puestos.
Mientras avanzaban por el pasillo que formaban los pupitres, las cabezas y miradas se giraban para verlos pasar. Paola, digna como siempre, mantuvo su frente en alto. No así él, que la vergüenza y las humillaciones de toda la vida, le habían bajado la vista. Lo único que pedía a esas horas de la mañana, que el día no se hiciera tan largo, que esa condena, que la tortura de ir al liceo, pasara lo más rápido posible.
Se sentaron en silencio, él aún con la mirada perdida al suelo y con la respiración agitada por la tensión del momento. Mentalmente contó sin parar hasta diez, para intentar calmarse. Pero era en vano. Iba en la octava secuencia, cuando el olor mágico y maduro que respiraba hasta durmiendo, le hizo reaccionar y alzar la mirada. Paola lo miró sin decir palabra, lo conocía bien y ya sabía lo que pasaba: era ella. Sin embargo, nunca supo que a quien quería de verdad no era a la mujer de olor maduro, ya que ése no era sólo un amor de niño pequeño (¿amor platónico?) y que a quien dedicaba sus más intensos suspiros, era a ella misma. Por todo el lugar se expandía el olor que más le gustaba. A la sala entró la profesora de historia, con esa dulzura, aura de niña, mirada de ángel, que lo enloquecían por completo. En la cara de Paola se posó la expresión que más sensible la hacía. Veía como su amado amigo se deslumbraba con la treintona mujer y no era capaz siquiera de acercársele para que ella supiera de su existencia. Él quiso detener el tiempo, pero su imperfecta y débil humanidad se lo impedían. Por desgracia, la clase se le hizo muy corta, más breve que en otras ocasiones y La campana sonó como un puñal clavándose en un corazón destrozado por el amor. Se puso de pie de prisa y el ruido que provocó la silla hizo que todos lo miraran. Sus deseos de seguir y de hablar a la profesora se desvanecieron en un segundo.
Lo único que quería, como siempre al terminar las clases de historia, era volver a su casa. Sin embargo, la jornada aún continuaba y faltaba más de una hora para terminar ese día estudiantil.
No salió a recreo, no tenía a que, se quedó en la sala mirando a través de la ventana cómo los demás jóvenes de su edad llevaban una fructífera vida social. Ni Paola se quedó con él, porque también tenía su grupo de amigas. Ahí estuvo, sin pensar ni decir nada esos diez minutos, hasta que nuevamente sonó la campana.
La siguiente hora y media se le hizo eterna. Entre números contaba cada segundo que pasaba. Las fórmulas que la profesora de matemáticas explicaba y anotaba en la pizarra con tanta energía, no lo contagiaba ni siquiera un poco. Estaba absorto en sus pensamientos y en los extraños sueños que había tenido desde hacía una semana.
-¿Qué miras?- se sonrió por la ventana que daba al patio.
-¿Para qué preguntas, si ya lo sabes?- y se quedó impávido un momento-. No se te olvide que mis ojos son tus ojos- y girándose un poco, apartó la vista del vidrio y esfumó con ello a la impertinente imagen.
A Paola le encantaba esa clase, sin embargo, su atención estaba puesta en su amigo, que tal como lo hacía desde aquel marzo en que se conocieron, acostumbraba a conversar consigo mismo.
Miraba su reloj cada dos minutos y parecía que el tiempo no pasara. Miraba al cielo pero ni nubes habían como para entretenerse viéndolas pasar, o en última instancia, darse el ocio de contarlas. De verdad el liceo no podía aburrirle más. “Ya falta menos, ya falta menos”, y menos pasaba el tiempo. Tilín, tilín, tilín, y se dispersó el sonido una y otra vez en el interior de su cabeza fantasiosa. No supo cómo se puso de pie, ordenó su mochila y bajó corriendo las escaleras, desde donde pudo escuchar las risas generalizadas en su sala de clases. Como siempre sus compañeros se estaban riendo de él. El rubor apareció en su cara inevitablemente y para calmarse un poco, se dirigió por inercia al tétrico baño de hombres. Se encerró en uno de los inodoros y se apoyo en una de las paredes con las manos en la cara. “No llores, no llores”, y con ello intentaba calmar su respiración y ahogar su pena. Estuvo un par de minutos encerrado, en silencio, esperando que la agitación de su cuerpo volviera a sus ritmos basales. Abrió la pequeña y sonora puerta gris (¿no era blanca?) y abrochándose el pantalón, quiso disimular la verdadera razón de su tardanza. Se acercó a los lavamanos y al instante se formó un silencio a su alrededor: todos los alumnos lo observaban con crueldad. Con su débil dignidad los evitó por varios segundos, tras los cuales, todos los muchachos salieron del baño entre murmullos. Una vez que comprobó que estuvo solo, suspiró profundamente y se lavó la cara, espantando de este modo los temores y vergüenzas de ese día. El agua caía fría y libre, cosa que nunca él había podido lograr: la libertad. Tantas veces se había sentido imposibilitado de salirse de sus zapatos y volar por el cielo despegando los pies del suelo hostil, que ahora se sabía un preso más de la vida rutinaria. Dejó que el agua limpiara tanta corrupción presente fuera de sí y tanto malo pensamiento que existía dentro de sí. El vendaje ya estaba de color púrpura y la humedad de esos segundos le dio aspecto de putrefacción, por lo que sacó otro trozo de su mochila.
- ¿Todavía te duele?
- No estoy para ironías- y se miró sin pestañear-. Mi dolor es tu dolor.
Una sonrisa cómplice se oyó en todo el baño: ¡cómo no se dio cuenta que había más gente!¡cómo! Eran los demás muchachos que habían entrado mientras se cambiaba el vendaje y que se reían al ver a ese loco hablando con un espejo. Se retiró muy avergonzado, tembloroso y veloz, mientras las risas subían de volumen e intensidad. Los sarcasmos no se dejaron esperar y una lluvia de mordaces palabras cayó en sus espaldas, cargándolo con el mismo peso con el se iba a su casa todos los días. Corrió con la cabeza dirigida al suelo. No podía más, la situación era insostenible. No quiso llorar, quizá por la vergüenza o por el temor a que le lanzaran más burlas.
Salió del liceo sin el rumbo de siempre. Unas cuadras más allá se daría cuenta que por la aflicción del momento se había equivocado de camino. A esa altura le preocupaba muy poco. En aquel desagradable instante sólo le importó huir, escapar de las risas, e irse lo más lejos posible del lugar que tantos sufrimientos le había llevado a su corta y funesta vida. Sintió unos pasos que iban tras los suyos. Ignoró el sonido, como muchas otras veces había ignorado cada día que pasaba. Los pasos se escuchaban cada vez con más fuerza y cercanía. No quería mirar atrás. Una de sus filosofías de vida era ésa: no mirar atrás, pero los pasos se seguían acercando. Se agitó en forma desmesurada y como si fuera movido por una fuerza ajena, comenzó a correr sin voluntad propia. Los pasos de quien lo seguían se convirtieron en una vertiginosa carrera. Quería que la tierra lo tragara, quería que algo ocurriera para que el asfixiante momento terminara. Mil y un pensamiento cruzó antes de llegar a la siguiente esquina. “Tal vez era uno de sus compañeros que le estaba jugando una broma. ¡No! Nunca lo habían hecho fuera del liceo y no sería ahora la primera vez. ¿Y si lo querían asaltar? ¡Ojalá que no! Muchas veces había visto en las noticias la brutalidad y frialdad de esas personas. ¿Quién sería? ¡Quién era!”. El semáforo de la esquina cambió y tuvo que detener su correr. Un peso sobrehumano se puso en sus hombros. Giró la cabeza para ver quien era y sólo pudo ver el fuego que desprendían los cabellos de la niña y sus ojos del cielo despejado en el verano.
―¿Por qué no me esperaste?- y recién entonces su ritmo cardiaco, su respiración y presión arterial, comenzaron a decrecer.
Tal cual lo habían hecho en la mañana, retornaron a sus casas en el más rotundo silencio. Al llegar a la esquina de la separación, de la dolorosa separación para ambos, Paola se despidió con un cariñoso beso en la mejilla:
―Te paso a buscar en la mañana- sin embargo, fue la última vez que se vieron.
De esta manera nuestro amigo siguió el camino solo, tal como le gustaba estar. Aunque esto hubiese cambiado si Paola le hubiese pedido que compartieran los días, de la mano y haciéndose cariños, tal como lo hacían las parejas en los parques, en los livings de sus casas, en los cines. Hubiese dejado su placer por la soledad en manos de Paola, pero nunca, ninguno de los dos, fue capaz siquiera de decir que sentía por el otro. Nunca lo habían hecho y nunca lo harían tampoco en el futuro.
El calor era sofocante, por su cara rodaban mezclados el agua y el sudor. Lo único que quería era llegar a su casa. Cuando estuvo en ella, se percató que tal como todos los días, se encontraba solo. Fue a la cocina a ver si había algo para comer y como era costumbre desde que él era un niño, en el refrigerador su mamá le había dejado unos tallarines, los que, tal como lo hacía en su infancia, botó a la basura. Vio un programa en la televisión para jóvenes superficiales, de aquellos donde bailan más de media hora y el tiempo restante, lo dedican a formar falsas relaciones amorosas. Sin embargo no lo toleró mucho tiempo, de verdad era mucha estupidez humana la que se veía a través de la pantalla, por lo que se fue a su dormitorio a descansar, a estar en la intimidad de su mundo. Estuvo varios minutos si hacer nada, estaba estático, sólo sus pulmones y su corazón se movían y lo mantenían con vida. Tras largo rato de reflexiones lloró libremente, desahogando las lágrimas que había contenido durante todo el día.
―No te preocupes, ellos, nadie de este mundo te comprende, sólo yo.
―Si sé, pero por lo menos me gustaría tener un amigo- y nuevamente el silencio retornó a la casa.
Las lágrimas lentamente dejaron de caer y poco a poco fue cerrando los ojos.
No podía dejar de verse en todos lados, junto con las imágenes, había vuelto la sensación de encierro y los mareos. Cerró los ojos y contó obsesivamente hasta tres. Al abrirlos vio que estaba en una loma cubierta de pasto y unas minúsculas flores blancas, que desprendían el olor de la mujer que amaba. Un claro y celeste cielo veraniego se alzaba sobre sus hombros con toda su majestuosidad y soberanía. Una que otra nube se desplazaba silenciosa, impulsada por la leve brisa, la misma que le refrescaba el cuerpo, agitaba su pelo oscuro y hacía bailar las florcitas que había por alrededor. Tomó un montón de ellas y se echó a rodar por el césped. “Por fin soy libre”, pensó mientras se desplazaba por la tierra y se impregnaba de su sabiduría. Se reía, era la risa más verdadera, franca que podía haber, y que nunca tuvo. No era su cuerpo el que estaba feliz, era su alma.
Al llegar a la falda del cerro se puso de pie y tras limpiarse los residuos que se habían adherido a su cuerpo, vio que ya no tenía las flores en la mano. El pasto se tornó de un color café, mustio y empezó a endurecerse. La sutileza y el aroma que recién estaban, fueron reemplazadas por las piedras, y los rayos del sol quedaron ocultos tras la majestuosidad de los álamos. El aire se impregnó de flores muertas, una de las cuales le cayó en el rostro (Para ti con todo mi cariño).
Se acercó la mano a los ojos y se levantó. Con un ademán se sacó el resto de pasto que le quedaba en la espalda. En la cómoda había una bandeja con su once.
―Te la trajo la mamá.
―Estoy cansado.
―¿Con quién estás hablando? ―se escuchó de la cocina.
―Con nadie mamá. Sólo estamos mi espejo y yo- y se miró en el cristal.
Se tomó solamente el vaso de leche con frutilla y los demás alimentos los dejó intactos.
―No estés así, tu vida no siempre será igual.
―Sólo espero que ese día sea pronto.
Lo que quedaba de día lo pasó en su pieza, encerrado y solo como siempre, no decía nada, solo estaba ahí, meditando, esperando con paciencia que las horas pasaran y que llegara el momento en el que cambiaría su vida.
Cuando vio el reloj, eran las diez de la noche y antes de acostarse para ir a clases al otro día (por fin sería viernes), fue a despedirse de su madre, pero ella se encontraba durmiendo, por lo que fue a dormirse sin su bendición.
Le dolían las piernas de tanto caminar y su calor aumentaba de manera muy extraña. El suelo ardía y le quemaba los pies. Bajó su mirada y se dio cuenta de que no caminaba sobre las piedras, todo se había vuelto fuego, un fuego abrasador que lo envolvía todo. Los álamos estaban negros y el cielo se llenaba de humo, ni el sol se podía ver por lo denso que estaba el aire. Estaba dentro de un verdadero horno, y al parecer, él era la comida que se estaba cocinando. Frente a él, un sendero estrecho se extendía unos cien metros, al final de los cuales, una enorme muralla de adobe impedía ver que había al otro lado. Con cada paso que daba se acercaba más y más al final del camino. Llegó al fin y ahí estaban las dos puertas, las dos salidas, los dos caminos. Las dos puertas, quejumbrosas, arcaicas y misteriosas, que le permitirían ver los enigmas que se ocultaban tras la enorme pared. Tomó la manilla de una de ellas y entró.
Desde hacía una media hora que el reloj no paraba de sonar. Se sentó en la cama, todavía estaba durmiendo. Lentamente fue abriendo sus ojos, en los que ya no se encontraba el brillo de la vida. Parecía un zombi. Se paró y empezó a caminar en forma tambaleante. Iba sin rumbo, lo que se reflejó en las repetidas ocasiones en las que chocó con la muralla.
―Ven, apúrate, ya es hora.
Puso sus manos sobre el espejo y una angustiante expresión de sorpresa se puso en su cara de niño.
―Ya es tiempo de que estemos juntos por fin.
―Si ―se respondió por inercia.
Un hecho insólito comenzó a suscitarse. Su alma empezó a salir de su cuerpo y lentamente le fue dando la mano a la mano de su alter ego que se encontraba encerrado en el espejo. Los vellos que tapizaban todo su cuerpo se erizaron al unísono. Su alma se estaba metiendo al espejo y no hallaba explicación para el hecho. Tomó con firmeza sus manos.
―Que es esto- dijo dubitativo, con la incertidumbre que le producía el no saber que le esperaba al otro lado del espejo, al otro lado de la gran pared de adobe.
―Este es nuestro destino.
Cayó pesadamente sobre la alfombra. La sangre que fluía de su cuerpo ya no tenía el calor humano, ya había perdido esa calidez que emanaba de su corazón. Su pelo se volvió canoso, su piel se arrugó, envejeciendo más de treinta años. Las uñas se desprendieron de sus dedos y los dientes de sus encías. El espejo se partió en dos, dejando de verse en él toda clase de imagen.
Su madre entró al dormitorio, movida por el desgarrador grito. Musitó algo que no se pudo entender. No daba crédito a lo que sus ojos, medio cerrados por la edad, le enseñaban.
Desde hacía un rato se sentía golpear la puerta, y con cada minuto que pasaba, el llamado era más fuerte, continuo y con más insistencia. La mujer caminó a la entrada de la casa por inercia, en su mente no había nada, sólo la imagen de su hijo tirado en la alfombra manchada de sangre. Al abrir se encontró con la cara llena de alegría de Paola.
―Hola tía, ¿ya está listo el Andrés?
Entonces la mujer no pudo más y comenzó a llorar amargamente. Paola, como si hubiese entendido ese lenguaje entró a la casa y se dirigió a la pieza de su amigo. La puerta estaba abierta, por lo que entró sin pedir permiso. Al interior de la pieza todo era oscuridad. Entonces prendió la luz y mirando al suelo se puso a gritar. Ahí yacía tirado Andrés en la ahora roja alfombra, con los nudillos ensangrentados, las muñecas entreabiertas dejando fluir, salir, escapar la vida en cada gota de sangre.
-Este es nuestro destino- dijo Andrés con evidente dificultad y miró al espejo-. Ahora soy libre- y tras decirlo, la vida abandonó su cuerpo.
La niña no dijo nada, no gritó, no lloró, no comprendía que pasaba y tampoco comprendía por qué lo había hecho. Entre toda su tristeza, notó algo raro, al lado del cuerpo de su amigo había un espejo roto en varios pedazos. Se agachó para recogerlo y un extraño resplandor surgió de la mano del muerto. Entonces, abriéndola con especial cuidado, vio un trozo de cristal, completamente ensangrentado, que reflejaba la luz que entraba por la puerta. Entonces entendió que había sucedido y cómo lo había hecho.
Desde ese día, que en esa pieza no entra la luz, pues todo resplandor que pase por aquel lugar es absorbido por el misterioso espejo sin imagen y de extraño color negro.
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