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Inicio / Cuenteros Locales / JavierPsilocybin / Cuestión de perspectiva

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–Era un amigo de mi papá que se había ido con su esposa y sus dos hijos a Río de Janeiro a pasar las vacaciones. Le habían advertido que si quería ir a la playa, no llevara nada de valor, porque al atardecer bajaban unos cariocas que pasaban y se robaban lo primero que encontraran. Así que se fue con los niños a la playa sin llevar nada, excepto una toalla para tirarse mientras los niñitos jugaban con la arena.
»En un momento de descuido escucha un grito. Y cuando mira, ve que hay un negro que tomó al más chico de sus hijos (el de 3 años) y salió corriendo con él en los brazos. Desesperado, el papá toma a su otro hijo y se acerca a un quiosco que hay cerca y le pide al que atiende que por favor cuide a su hijo mientras va en busca del otro. El hombre le responde que no se haga muchas ilusiones, porque los ladrones están acostumbrados a realizar estas cosas. Haciendo caso omiso de la advertencia, el papá corre tras el negro para recuperar a su hijo. Tras cientos de metros por la playa, pierde el rastro del ladrón y se da por vencido. Así que vuelve completamente destrozado, llorando de impotencia, al quiosco. El tipo que atendía y su otro hijo ya no estaban.
»Con toda la desgracia, el papá va a la policía, dispuesto a lo que sea por recuperar a sus niños. Pero los policías no le dan muchas esperanzas: En Río de Janeiro estos sucesos son frecuentes. A los niños robados los desmiembran rápidamente. Sus órganos se comercializan en el mercado negro y lo que queda del cuerpo –si es que resiste con vida– se utiliza para transportar droga.

Bajo esta perspectiva caminaba por las calles de Providencia. El sol directamente sobre mi cabeza y yo relacionando conceptos forzosamente. Es el efecto del alcohol en la mente. Uno se abstrae con facilidad. Las ideas, en cambio, giran lentamente en la maquinaria cerebral. No cuesta sacar conclusiones, pero se duda de su veracidad. Mientras en el mundo pasan cosas terribles, uno estancado en dilemas absurdos que tienen únicamente dos soluciones: sí o no. Y el no querer escoger, no mejoraba en nada el panorama actual.

Lo que me abrió los ojos fue el incidente del sábado. Nos encontrábamos con unos amigos (y otros que conocí esa misma noche) en una plaza de Las Condes. Tomando vasos de vodka naranja uno tras otros, sentados en una piedra bajo la luz de un farol. Palabras iban, vasos venían. El contenido de la botella rápidamente se esfumó por nuestras gargantas y una caminata alrededor significaba reales capacidades circenses para no estrellarse con el suelo. En esas condiciones aparecieron tres personas más. Gente que no estaba invitada a nuestra reunión. Pero como estaban en un estado similar, y al acercarse descubrimos que sí los conocíamos de antes, se unieron al momento. Pues bien: se trataba de dos amigas y un amigo de ambas. Nos sentamos en una banca y continuamos aplicándole a la botella de vodka que ellos tenían. No pasó mucho rato antes de que todos estuvieran bajo el verdadero control del alcohol: Una de las recién llegadas se levantó de su asiento y comenzó a respirar entrecortadamente. Hacia unos ademanes como de incomodidad. Miraba alrededor y negaba con la cabeza extrañamente. Me levanté con un sentimiento salvador del mundo. Es como el destino manifiesto que se atribuyen los gringos, de nación rectora de la humanidad. Así que la acompañé a dar un paseo para que se calmara. Por supuesto yo tampoco estaba muy en mí, pero sabía representarlo como si sí. Al llegar a un sector con césped ella se detuvo y se sentó comenzando a sacar el pasto con ambas manos. La psicosis había llegado demasiado lejos. La intenté calmar poniéndole una mano sobre el hombro. Se inclinó hacia mí y yo la apacigüé. Pero el efecto soporífero del alcohol actuó de tal manera que entramos en un estado de semiinconsciencia. Fue así como dimos rienda suelta a nuestras pasiones perdidas (o a las mías por lo menos) en ese mismo lugar. Ahora es cuando debo admitir que me la serví como si no quedara otra mujer en el mundo. Es que si alguien me dijera que dispongo de la mitad superior de Jennifer Love Hewitt para hacer lo que yo quiera, hubiese hecho lo que esta vez hice con ella. (Sí, incluyendo eso).

Este hecho echó a volar bien lejos la vida asceta que había pretendido llevar hasta entonces. Esta no fue la primera vez. Cuando caigo en las garras del alcohol, soy presa fácil a traicionarme a mí mismo. Bien lejos se dispersan mis promesas de “nunca más me comeré a una amiga”. Incluso sobrio he podido superar esta prueba. Pero después de unas copas… no. En palabras de un amigo presente: «Lo tuyo es patológico». Y puede que tenga razón.

Así que caminando por la calle calurosa, todas estas verdades se revolvieron con el alcohol creando una mezcla muy evidente para mí: «Tienes que ir a ver a Agnes». Agnes es el amor inconcluso de mi vida. Esa relación nunca resuelta que uno siempre lleva stand-by en el corazón, esperando el momento preciso para revivirla. Ahora era ese momento. No obstante, necesitaba una excusa mayor para realizar la caminata. Una causa eficiente, como se diría. Lo concreto que serviría de móvil para encaminar mi trayecto.

Mientras caminaba iba elucubrando piropos de toda estirpe para reconquistar el corazón perdido de Agnes. «La frase es una unidad estructural con infinidad de combinaciones». Pensaba: “Agnes, si me aceptas, dejaré mi curso de tantra por correspondencia”. Pero más tarde lo deseché, porque era posible que ella no supiera lo que era el tantra y ese no iba a ser un buen momento para explicárselo. Entonces, doblé una esquina. Un hombre que regaba el pasto me habló. Me di vuelta porque no le había entendido, pero en el fondo de mi ser yo sí sabía lo que quería.

–¿Sí? –Pregunté ingenuo. Pero ya estaba preparando mi reloj para decirle la hora. Antes de que el abriera los labios siquiera. Para él era una acción normal y cabía dentro de las posibilidades de que aun pensara que había sido idea suya preguntármelo. Yo sabía que esto no era así. He adquirido cierto matiz citadino en mi carácter y yo sé que cuando me preguntan la hora no es porque realmente quieran saberla. Ellos son manejados por fuerzas urbanas misteriosas que los obligan –digamos coaccionan– a sentir que quieren saber la hora cuando me ven. No por nada gente se baja de la micro para preguntarme la hora. Gente en el metro me pregunta la hora a mí –y siempre a mí– y no al que está al lado. En los conciertos las personas pueden atravesar grandes distancias de multitud en mi dirección, sola y únicamente para realizar una acción que yo preveía antes de que ellos supieran lo que iban a hacer.

Eran un cuarto para las cinco cuando llegué a la placita. Una vez llegara al edificio del otro extremo, podría deshacerme de la carga de mi bolso. Dentro llevaba un libro de programación ASP que ejercía dos kilos de presión extra sobre mi hombro. El destinatario sería un ex compañero de curso. Para muchos: el weón que me quitó la mina. Para mí: un sujeto con halitosis.

Al llegar al edificio vi a un tipo pelado tocando algún citófono. Se dio vuelta y me miró con cara de “¿crees que soy muy viejo para hacer pitanzas?”. Mientras omitía esa pregunta en mi mente, marcaba en mi celular el teléfono de Gabo. El tipo calvo se fue avergonzado y a mí nadie me contestó al otro lado del teléfono. Me acerqué a la puerta de vidrio y llamé al conserje.

–Hola, venía a dejarle este libro a Gabo Balboa que vive en el departamento seiscientos…
–…cuatro.
–Sí, y como no hay nadie, me pregunto si se lo puede pasar usted cuando lo vea.

Todo arreglado con el sujeto, me di media vuelta y salí triunfante del edificio con mi hombro más descansado. Diez pasos más adelante estaban los papás de Gabo llegando.

–Hola –los saludé–. ¿No está Gabo en casa?
–No, salió –dijo el papá–. ¿No te atendió la Vale?
–Ehh… no. Llamé pero no contestó nadie –me quedé parado mientras ellos avanzaban–. En todo caso, tenía que entregarle un libro que le dejé ahí con el conserje.

Miraron al conserje y por mientras me escabullí hacia la calle. Me giré solo para despedirme y poder dirigirme hacia mi verdadero objetivo.

Mientras me devolvía por el camino comencé a improvisar rutas hasta el lugar que yo buscaba. Sabía que estaba cerca, pero no sabía cuánto. Hice lo que podría llamarse una operación rastrillo en busca de la cuadra exacta. Barriendo el plano de manera que en cada esquina tomaba un nuevo rumbo para no perder ni una sola calle sin revisar. Si me pasaba, tal vez no volvería atrás.

Fue cuando llegué a la intersección que según mis cálculos tenía que ser. Yo en la esquina; ella frente al edificio. No era Agnes, pero sí una mujer con ropa de secretaria en la plenitud de su juventud. Mis ojos la saborearon de pies a cabeza y una sonrisa innata se me dibujó en la cara. Cuidado –pensé– traigo alcohol en el cuerpo. Respiré hondo y caminé por la acera mientras ella aguardaba a la salida del edificio. (Traducción: Al primer movimiento le salto encima. También: Estoy dispuesto a dejar mi epopeya romántica por un revolcón con la secretaria).

Pero como todo héroe que debe enfrentar las adversidades que le depara el destino, ella me habló. (Traducción: ¡Oh my god! También: Ahora cagaste.)

–Oye, ¿tienes este celular? –Me preguntó mostrándome el clásico Nokia, acompañando todo con una sonrisa picaresca.
–No, pero tengo este otro –le dije mostrándole mi aparato.
–Ah, no, no me sirve.

Eso fue un golpe bajo a la moral de un hombre como yo. Que una mujer te diga que tu aparato no le sirve es como para hacerse todo un replanteamiento de tu condición sexual.

–Si quieres puedes usar el mío –pregunté esperanzado.
–No, es que no me sé el número de memoria y lo tengo sólo aquí –me dijo meneando entre sus dedos el aparato afortunado.

No estaba dispuesto a darme por vencido tan rápidamente y le lancé una sonrisa de complicidad.

–A ver –dijo como recordando algo y a mí el rostro se me iluminó de alegría–, el número de la casa sí me lo sé.

Así que le pasé el artefacto y lo manipuló entre sus gráciles dedos con una maestría que sólo podía esperar de ella. En unos instantes sentía como se comunicaba con aquél lugar exacto; mi dicha habría sido eterna.

–¿Aló? ¿Está la Camila? –Preguntó. Y tras unos instantes:– ¿Ah no? ¿Puedo hacer un puente contigo?

¡Sí, sí, el puente!

–Llámala al celular y dile que estoy afuera de su casa esperando a que llegue. Porque un niño súper amoroso me prestó el celular para llamarte –me lanzó una sonrisa mientras yo me deshacía a su lado.

Así que un niño, la muy desgraciada. Eso era para ella: un niño. Espérate no más cuando este niño crezca y añores tener de nuevo su aparato entre tus pedofílicas manos. Será demasiado tarde para ti, porque yo estaré con Agnes gozando de sus placeres y no de los tuyos.

Tras esto tomé mi celular y me fui. Yo sabía que estaba cerca. Podía sentir que la casa se hallaría al final de mi horizonte. Giré la cabeza y me topé con el lugar. Todo estaba tal cual como yo lo recordaba a excepción de ese cartel gigante que ponía: e-management.

Al parecer el lugar donde di rienda suelta por primera vez a mis pasiones adolescentes ya no era lo que había sido. ¿Y qué pasó con la terraza donde exploramos juntos nuestras posibilidades? ¿Qué sería de la azotea donde descubrimos en secreto nuestras virtudes más íntimas?

Pues el lugar había sido vendido. Literalmente. Ahora era una casa destinada al comercio. Qué asco. El comercio virtual más encima. Nada más falso. Yo que no vendería por nada del mundo el recuerdo de mis experiencias en ese lugar. Ahora no había posibilidad de repetir esas vivencias. Y la última pista de Agnes que me quedaba: perdida al igual que la casa.

No quise entrar al lugar, ni acercarme siquiera. Seguí por la acera del frente hasta una avenida. Me dirigí al metro como escapando a la dura realidad. En esas circunstancias me volví a mi casa. Mañana sería otro día: mi primer día de universitario. Y bajo esa perspectiva no había nada más que hacer.

Texto agregado el 02-12-2004, y leído por 137 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
02-12-2004 viejo, tus problemas y solucion a ellos (cuando ibas caminado por provi) son marihuana pura, si me equivoco ta bien si no, no. Prueba dejar este cuento en 10 lineas y quedar mucho mejor, hay cosas que sobran, otras que faltan, 10 lineas es el maximo de lineas para este cuento (historia), bueno saludos y date una vuelta por los mios, lee los ultimos. t-bonnes
 
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