El dolor, sobrecogido de espanto al saberse dolor sin remedio, se elevó por el firmamento y cual globo aerostático, se encumbró por sobre las montañas, incluso por sobre aquellas cuyos picachos servían de cuna para algunas estrellas terrestres. El dolor, encogido sobre si mismo, doliéndose desde siempre o sin desdolerse desde nunca, rompió las nubes más lejanas y pronto dejó atrás la atmósfera dulce de nuestra tierra y ya sin ella se transformó en el frío dolor que traspasa los corazones de los cometas sin destino, se impregnó de notas monocordes, discursos vibrantes, voces de la vida diaria, que de tan vida diaria, quisieron trocarse en pétalos celestiales, en himnos monocordes, en infinitud flamígera, en cualquier evento que no fuera de la vida diaria. El dolor, a horcajadas de un planetoide ambiguo, que a veces era estrella, a veces planeta, a veces un insignificante satélite, investido de peñasco, agradeció al dolor por darle sentido a su existencia mutante. El dolor, el dolor, el dolor, cabalgando en sus preces demoníacas, en sus cadencias atizadas por el acero de un espanto, despidiéndose en resaca esperanzadora para contragolpear con sus timbales de fuego sienes de galaxias y axones espaciales que lo irradiaron por el cosmos como la peor de las especies. Viajó millones de años, años humanos de hojas y minuteros, estaciones pretéritas soldadas a la memoria. Una curva, un torbellino, el Universo no sabe lo que es ni conoce sus límites y prefiere revolcarse sobre si mismo antes de conocer la aterradora respuesta. Y he allí que el dolor regresa a su destino como boomerang milenario y recorre de vuelta las voces, los caminos y las centellas. Regresa, regresa con sus latidos ardientes, con su marimba solapada, regresa, regresa, una vez más regresa…
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