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SOLEDADES ACOMPAÑADAS


En la opinión de su padre Goyo estuvo loco durante esos días. Fueron cuatro, largos, durante los cuales se empecinó en hacerle pasar el mal rato a don Maico. En teoría, quería que el viejo se fuera lejos y dejara a la Desi, sola y libre, con pertenencias.
Así se lo hizo saber a su modo, creyendo que no lo delatarían las evidencias. Eso pensaba el chico en su ingenuidad de mozuelo. Y a la postre don Maico olvidaría lo ocurrido, porque consideraba que era mejor no alargar sometimientos a venganzas propias y ajenas que dañaban el alma.
Todo empezó la tarde en que Goyo se alejó del juego de billar, dejando a los hermanos y a Carlos Pacheco, sin decir a nadie más que lo que su ausencia dejó presente en el lugar que llenó su vacío.
Debió pensarlo mucho; o poco, según la opinión de su padre, quien dijo que lo hecho por él era cosa de inconscientes.
Fue largo el trayecto que hizo a pie limpio al menos dos noches. Fue duro, porque como quería no ser visto, debió no usar el camino, sino irse metido entre la maleza, a veces entre el pantano y el agua con lodo, hasta llegar a la finca del hombre de la Desi.
Fue un jueves cuando apareció, pegado a la puerta de la casa de don Maico, el primer aviso que le decía, categórico:
–”Déje a la Desi, y váyase”.
Y fue precisamente don Maico quien encontró el aviso. Había sido escrito en un pedazo de papel azul, con letras arrugadas salidas de un lápiz de punta ostensiblemente roma.
Don Maico lo leyó, y no le gustó para nada lo sabido. Y no sospechó de inmediato de ajenos, sino de la misma Desi. Se dijo que debía ser su estrategia para vengarse de él por cualquier palabra dicha dejando heridas en alguna noche pasada, para dejarlo y acaso se olvidaran así, para siempre.
Al verla, sin embargo, no le dijo nada. La miró detenidamente a los ojos, sin malicias desmedidas, queriendo que por cualquier destello no previsto ella misma se delatara.
Para él era factible todo; pero no lícito. Le resultaba además toda una bajeza ese acto no medido en razones ni consecuencias, de principio a fin completamente injustificado.
Pero la Desi no delató ninguna culpa. Y es que si bien es cierto que en los últimos años la familiaridad entre ambos había decaído por los muchos anteriores de compartirlo todo, también lo es que aquella noche no fue ella más amigable que las inmediatamente anteriores. Y eso decía mucho: don Maico sabía que cuando uno se siente culpable ante alguien, lo menos que hace es mostrarse generoso en todo, empezando por casi cien palabras triviales. Nada descubre tanto como eso. Así se dijo a sí mismo don Maico, y por eso descartó a la muchacha. “El aviso viene de otro lado”, pensó.
Entonces empezaron sus conjeturas. Leía y releía el panfleto y concentraba todas sus atenciones en la palabra “váyase”, que dolía.
Dos noches pasó casi sin dormir. Lo asustaban los más quedos ruidos, y se sentía indefenso y temeroso. Le molestaba que alguien quisiera disponer así sobre su vida, sobre su destino que siempre había sido suyo y de nadie más, y que tal vez en todo sitio y a toda hora lo observaran con ojos inquisidores sin que él se diera cuenta. Un delirio de persecución se apoderó entonces de su alma antes tan libre. Apenas si consentía tras él presencias despaciosas; si eran bruscas y rápidas esas compañías de retaguardia, se daba la vuelta veloz y amenazaba y lanzaba golpes desesperados. No se consideraba un hombre valiente, menos se veía como un pendenciero, pero supo entonces que no se trata en estos casos de ser una cosa o la otra, sino solamente de estar vivo, y conservarse así. El instinto lo vuelve a uno un tigre bravo para la pelea.
Al día siguiente, convencido de la inocencia de la Desi, se apresuró a contárselo. Ella lo escuchó, atenta, y guardó silencio después.
La Desi no amaba, al menos no con pasión de mujer, a don Maico, pero de alguna forma la unía a él un viejo afecto aprendido, lo necesitaba, y con él había decidido vivir la compañía, deseándola y agradeciéndola. Y nunca pensó en dejarlo, así su unión hubiera obedecido únicamente al pago de deudas contraidas en el pasado por sus padres, con ese hombre que ella despreció y odió hasta el tremendo grado de aprender a soportar a fuerza de la costumbre. Entre sollozos y lágrimas, ella le dijo:
–No me diga mentiras, Maico. Si dejó de quererme, admítalo. Dígame que todo no es cierto. Es mejor para los dos.
Para el hombre las palabras fueron como el respiro último que necesita el moribundo para por fin y de una vez por todas resucitar. Y aún así, no era tanto por las palabras. Era por las lágrimas.
Una vez, tiempo después, cuando todo se había aclarado, don Maico le preguntó:
–Dígame la verdad, Desi: ¿lloraba porque me quiere, o porque tenía miedo de quedarse sola?
A ella le indignó la pregunta, a pesar de que había implícita en las palabras toda una verdad aterradora. Así se lo dijo, y le puso la cara seria, como de animal herido. Lo estaba. La dañaba hasta hondo la pretensión que había detrás de lo dicho. Esa misma que ella interpretaba como la confirmación de un hecho que para nadie, desde que se casaron, era un secreto: que más que conquistar a la Desi, don Maico la había heredado.
–Yo a usted lo quiero, Maico –le respondió–. Y lo querría aunque fuera pobre, y lo seguiría queriendo aunque se marchara. Usted comprende lo que le digo, comprende bien lo que tantas veces antes le he explicado, pero se hace el de los oídos sordos. Y no es bueno.
El hombre bajó la cabeza, y calló. Y es que comprendía que en aquel momento, en aquella circunstancia, cualquier palabra sería vana. Como vano sería llorar, desvelarse a la luz de una luna roja que prometía el cielo, repetir muchos pasos, uno sobre otro, buscando que no hubiera más caminos que los necesarios. Levantó de nuevo la cabeza, y en los ojos de la mujer que le miraba no encontró más que el afecto propio de cualquier corazón femenino.
Pero la Desi tuvo claro que los mensajes eran reales y que iban decididos, porque dos días después de aparecer el primero, fue ella la que halló el segundo, pegado también a la puerta, igual papel azul, idéntica letra roma. Decía:
–”Yo quiero a la Desi. Para mí o para nadie. Váyase. Váyase ya. Solo”.
Y fue la luz que echó encima la claridad sobre el asunto. No que llegara de una, como llega la carrera de un perro al azuzo. Don Maico fue conjeturando, armando estructuras basado en detalles, retrocediendo en el tiempo para no dejar cabos sueltos.
Ahora no fue tanto ver el “váyase”, categórico, sino lo que sobre la Desi se decía, con ese descaro oscuro que él vio rayando en el pecado: “Yo quiero a la Desi. Para mí o para nadie”. También la muchacha lo estaba sospechando, y así se lo dijo a don Maico:
–Debe ser Goyo. No sé por qué. Se enamoró solo. Debe estar loco. Deseperado.
–A usted le gusta, Desi. Admítalo.
–También me gusta el atún. Y el aguacate. Pero no me los como porque me hacen daño. Yo soy su esposa, Maico. Y respeto ese compromiso. Y a usted.
–Pero no lo suficiente. La última mañana que vino Goyo a recoger mercado a la finca la vi tomarse de su mano y besarse con él. ¿Por qué lo hizo?
–¡Cómo que me vio, Maico? Explíqueme...
–Yo no debo explicarle nada. Usted sí.
–Usted me espía. No es correcto.
–Usted me engaña. No me respeta. Eso es menos correcto. Además no la espío, Desi. Iba por el otro lado del riachuelo. Buscaba el puente cuando los vi. Ese muchacho no me agrada. Ahora menos. ¿Por qué lo hizo, Desi?, dígame...
–Hay cosas difíciles de decir, Maico; imposibles casi de explicar, porque se tornan embarazosas; se salen hasta de las propias entendederas. Pero llega la hora de las palabras claras y es mejor hablarse con la verdad, aunque duela; dígame usted mismo: cómo explica una que el cuerpo le reclame una caricia, que los labios pidan un beso, que las manos quieran amarrarse a otras manos, que la piel quiera sentir otra piel al lado y caminar así y así dormir. Nosotros no somos pareja, Maico. Fue un error casarnos. Usted lo sabe. Sabe que no lo amaba; que no lo amo así; que me debía a usted por economías. Por eso me casé. Usted podría ser mi padre. Y aunque sea mi esposo, se podría decir que es como a un padre como lo quiero.
–¿Por qué quiere dañarme, Desi? Para Usted he querido lo mejor, lo mejor le he dado. ¿Qué le falta?
–Amor, Maico. Amor de verdad. También otra piel, otro cuerpo. Yo a usted lo quiero, pero no así...
–Usted es mi mujer. Ante la ley, ante Dios. Usted es mi esposa, Desi.
–Lo sé. Y no lo niego.
–Si lo sabe por qué hace esas cosas. En qué quiere convertirse; en qué quiere convertirme.
–Usted no me entiende.
–Si entiendo. Usted ya escogió cuando decidió casarse conmigo. Hablaré con el muchacho. Tiene que comprender
Ella no dijo nada. Vio simplemente cómo con sus manos viejas y rechonchas abría la puerta y volvía a cerrarla de un sólo tirón fuerte.
Un cometa cruzó despacioso la despejada lejanía de Belmonte.
Don Maico caminó presuroso por los corredores exteriores de la casa, y era como si contara el tiempo que se iba–iba, buscando nada. Estaba odiando los momentos que vivía y por eso se puso a llorar, dejando como prueba de su cansancio agrio uno tras otro los pasos tristes de su vida sin amor. Entonces pensó en una mujer de su pasado que le dijo:
–”Cuando lo hagan comer mierda, en cantidades, va a acordarse de mí”.
Y así se fue yendo sin afanes por la calle estrecha, esforzándose por no desesperar. Era difícil, sin embargo, conservar la calma, y no ir más aprisa de lo querido. Hacía calor.
En un quicio una mujer le pidió una limosna. Estaba vestida de blanco, sucia y desgreñada, la piel casi tostada, las piernas largas y flacas, formando una débil horqueta. Don Maico le tiró una moneda, y empezó a alejarse; y por mirarla una última vez con un gesto de vana conmisceración chocó con un hombre negro que lo miró, triste.
Y es que hay un dolor en el alma de cada hombre que crece con la soledad, que aumenta día a día sin que nos demos casi cuenta, hasta que cualquier noche, bajo la luna, comprendemos que es un escollo que nos carcome el cuerpo además del alma. Entonces buscamos en las calles, detrás de ventanas abiertas, recostados a las paredes, en las bancas de las iglesias, una ilusión que llene vacíos viejos, nuevos espacios hechos para el grito. Y encontramos como sin darnos cuenta que en cada corazón hay algo de soledad y silencio, y al cabo unos vacíos se llenan con otros, y unas soledades se acompañan con otras, de forma que lo único que encontramos en el alboroto de nuestras premuras es un nudo de soledades acompañadas y de vacíos profundos llenos de miedo.
Don Maico se paró recostado a una pared, y observó cómo el hombre se alejaba. Lo siguió con los ojos hasta que ya no fue más que un bulto sin formas perdiéndose entre las sombras de la tarde. Se secó el sudor de la frente, del bozo afeitado, del cuello grueso y colorado como el de una gallina degollada.
Minutos después llegó a la tienda de Pedro Troyano, y se sentó a esperar el momento indicado. Goyo estaba, también, y jugaba billar con un grupo de amigos, cuando lo vio, a don Maico.
Goyo era arrogante y soberbio, pero sabía ser discreto. Sobre todo cuando creía en las conveniencias de serlo. Y este, por lo visto, era uno de esos momentos.
Don Maico lo vio acercarse a la barra y pedir un refresco y conversar todas sus palabras con la moza que lo atendió. Después se fue, copa en mano, a sentarse en la parte más alejada del salón, a oscuras medias, como quien pretende saborear la soledad.
Justo allí le vio bien vistos los ojos, don Maico, y la primera vez que se encontraron en esa maraña de miradas duras, fue como si cada uno encontrara en el otro la parte de sí mismo que odiaba.
En cierta forma la fatalidad hacía de las suyas y para hurdir historias sabía bandearse, y escoger, y presionar.
Se quedaron mirándose directo a los ojos los dos hombres y cada movimiento era como una palabra pronunciada, como un gesto de dolor y rabia, como la hora dictada para el cumplimiento de una cita vencida.
En puridad, ninguno de los dos estaba seguro de que el otro conociera los secretos propios y ajenos que los enfrentaban. Por eso no se aventaron al instante: porque había que guardarse para el momento justo.
Y eso mismo debieron pensar los dos cuando se llamaron con los ojos, cuando chirriaron las sillas al movimiento de sus cuerpos levantándose, cuando los acercaron los pasos. Pasos quedos de pronto, de pronto largos. La alegría se convirtió en tristeza muda, en muda esperanza terminada en rabia.
A don Maico lo asustó el modo de Goyo apretar los labios, de mirar con calma, como si mirara hacia adentro de sí mismo. Era como si con sus gestos hiciera muecas malhumoradas. Y era su manera de callar, también, la que crecía su poderío. Entonces Goyo le preguntó a don Maico:
–¿Vino a buscarme?
Al hombre le pareció ajeno al muchacho su tono tremendo, pero sobre todo no pudo dejar de notar el odio que se le enredaba en las palabras furiosas. Don Maico no comprendía la obsesión de Goyo para con él, y pensó que tras de toda esa pantomima debía haber algo más que un simple amor platónico inspirado por la Desi. Le dijo:
–Vine a encontrarte, muchacho. Porque conozco tus lugares.
Goyo no respondió, y a don Maico no le gustó verlo parado junto a la mesa, las piernas abiertas, patas–de–tijera, apretando con una mano el vaso, la otra mano metida en el bolsillo de la guerrera, ocultando quizás un revólver o un cuchillo.
Goyo le dijo, sin quitarle los ojos de encima:
–Mi padre nos dijo que no nos le quedáramos callados.
Don Maico no lo entendió, y por eso le apresuró la pregunta:
–¿...Y a qué obedecían sus palabras?
Goyo no le hizo caso, y siguió su monólogo como si obedeciera más bien a un relicario de recuerdos:
–Así de chispas va a ver un día. Le prometí a mi padre rastrillando el machete. Nunca el viejo agiotista se quedará con nuestra tierra. O la tendrá con cinco tumbas incluídas.
Guardaron silencio unos segundos. Don Maico observó cómo muchos hacían un redondel esperante. Goyo le dijo aún:
–Se lo advierto: no se meta con nosotros, y no me meto con la Desi. Ya sabe.
Transcurrieron entonces unos rápidos milisegundos, y nadie en el lugar se dio cuenta qué ocurrió inmediatamente antes del golpe. Fue como un rayo, apenas notándose un increible casi invisible destello en el movimiento del brazo. Después se vio a Goyo que se iba con prisas de condenado.
Pudieron ser muchas las palabras, muchos los gestos, hartas las miradas que en ese lapso, veladamente, se dirigieron. Debieron dibujarse en los ojos las iras que se apoderan de los que se pierden.
–¿Sí ven lo que hizo este muchacho? –Reclamó don Maico tocándose con dos dedos la frente sangrante.
Entonces todos se volvieron a mirar a Goyo alejarse con paso presuroso, mirando de tanto en vez atrás para asegurarse pasos seguros adelante luego de haber dañado.
–¿Duele? –Preguntó Pedro Troyano a don Maico acercándole una mano a la cabeza. No lo tocó. Debió temer no tener la medida justa de acercamiento y lastimar su herida. O su orgullo. O que tras de esos dedos generosos se dejaran venir unas lágrimas grandes por el dolor sentido. Don Maico dijo:
–Será del susto que no duele. Todavía.
Entonces Goyo se estaba perdiendo en una curva. Y cuando vieron que de él no quedaba ni su sombra bajo la luna clara de Belmonte, todos miraron a don Maico que tapaba con un pañuelo la herida sobre el ojo. Se incorporó dispuesto a marcharse.
–Berriondo eso de morir entre filos –dijo uno que tras el remolino de curiosos debía temer que otra botella picada volara por el aire tenso.
–Berriondo eso... –dijo don Maico, como sin querer, yéndose.


Albeiro Patiño Builes

Texto agregado el 02-12-2004, y leído por 108 visitantes. (0 votos)


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