LA VIDA EN LA CALLE
–...Déjeme, joven, le cuento una historia. La mía. ¿Usted cree que una está aquí por placer?... Pues no, no crea esas cosas. Nadie denigra de sí propio ni a sí mismo se degrada por puro gusto. La vida en la calle es muy dura. Y para una mujer sí que es cierto. Ahora una piensa en atrás, lo pasado, lo que hizo o dejó de hacer, y se dice: “¿Qué carajo!”... Una no sabe para qué se cohibe tanto en esta vida. Después, cuando llega la hora última, de sorpresa, se arrepiente. ¡Ya para qué!... Si una no hace las cosas en este mundo es porque no le da la gana. No es por otra cosa. O, dígame, ¿cuántas veces se han reído de usted por algo que hizo o dijo? ¿Cuántas veces lo han mirado muchos ojos acusadores, como esperando el final de una historia, cuando usted hace rato que la ha contado toda? Esa es otra forma de sentirse humillado. Y, ¿qué ha perdido usted por eso?... Nada. ¿O qué?
–El que calla otorga, dicen. En fin: yo tuve otra suerte. Yo tuve otra vida. Estuve casada con un gran hombre. Con el mejor. Por eso le digo que una no alcanza a explicarse las cosas que suceden en este mundo. Se queda una cortica en todo, absolutamente. Buen esposo, “¡Pobre pero honrado!”, decía; buen padre, trabajador incansable. Era intachable.
–Esa noche mi hombre llegó del trabajo a la hora de siempre: pero estaba aburrido y cansado, y más cansado y aburrido que cualquiera otra noche. Mientras comía unas papitas y leía el periódico yo le calentaba las cobijas, esperaba que llegara a mi cama que fue siempre también su cama; estaba el calor de mi cuerpo para que él me quisiera como sabía quererme. Al rato llegó: él nunca se hacía esperar. Era como si adivinara los días que quería que me amara, que me abrazara con esos brazos suyos, grandotes, como troncos inmensos entre los cuales una se sentía segura. Y lo vi cómo se quitaba la ropa, cómo se desnudaba todo y quedaba hermoso y perfecto ante mis ojos. Entonces se me echó encima, y me besó, y me abrazó fuerte, y no quiso que importara el tiempo. De pronto se frenó como si hubiera visto algo por tiempo temido pero no esperado. Usted sabe; ¿no le ha pasado? A veces le toca enfrentarse a que las cosas son contrarias a lo que se quiere; entonces se las topa sin esperarlas, y se frena de una sóla vez, y es como si se chocara contra un muro invisible. No puede evitarlo. “¿Qué le pasa, mijo?”, le pregunté, mirándolo. Tenía la mirada perdida, como la mirada de un loco, la quijada apretada, los pómulos brotados, como si estuviera haciendo mucha fuerza para no gritar. Eso creí: que gritaba en silencio. “Me estoy muriendo”, me dijo, seco, sin mirarme. No supe qué decirle; apenas pude mirarlo con un miedo ya grande creciéndome en las venas y las arterias. Debí ponerme colorada, como si me estuvieran degollando. La mirada se me resbalaba por todas partes, pero no sobre él. ¿Puede comprenderme?... No, ya veo; no me comprende: Ese no querer mirarlo tiene su explicación: equivalía a salir corriendo, a pensar que él no estaba realmente allí, frente a mí, y que nada de eso estaba sucediendo. Entonces me miró como sin verme; trató de hablar, pero apenas un silbido le salío de la garganta, apretada y seca. Hubiera querido poder interpretar su silencio, su mirada, sus gestos, la forma de sentarse sobre los talones, con las manos cruzadas detrás de la cabeza, sosteniéndola, como si tampoco él supiera lo que estaba pasando. Al rato me habló; fue como si en un segundo una tonelada de cualquier cosa se me hubiera salido del cuerpo. “No me haga caso, mujer”, me dijo. Solo que no era el mismo hombre, ni esas eran las palabras esperadas, ni ese su tono suave, ni su voz querida. Después nos abrazamos, y su cuerpo era un cuerpo frío como un hielo viejo, y abrazados nos dormimos, pensando. Esa noche despertó y se fue yendo, triste y llorando. En la mañana, después del insomnio, se reventó el alma de un pistoletazo. Todavía lo estoy pensando. Todavía no lo comprendo.
–Cuando amaneció, un día después de su entierro, quería no saber de nada. Tenía el cuerpo bien metido entre las cobijas y sudaba y sentía como si me apretaran el pecho con fuerzas de macho fuerte. Debí haberme dormido con miedo: eso creo, porque sentía dolores que eran más dolores con los ojos abiertos, y penas que eran más penas estando tan sola, y recuerdos que no se iban ni siquiera echándolos. ¡No sabe usted lo que es eso! Sufrir y sufrir... y seguir sufriendo. Una quisiera no hacer nada o que la actividad más trivial consumiera todo el tiempo de la vida. Así no se siente el vacío ni el dolor ni las lágrimas que corren por los surcos del rostro envejecido en dos días.
–De eso ya hace dos años, y la espera duró casi uno, como si de la otra vida hubiera vía de regreso. Pero, ándele, tómese el aguardientico, y seguimos hablando, me sigue escuchando esta bocanada de desdichas, de desgracias amontonadas. Sí, joven, ¡qué cosa tan horrible es la vida para una cuando no se sabe hacer nada! Por esos días supe de un amor secreto; de un hombre que había odiado a su propio hermano porque quería la que él quería y no podía tener. Me dijo que nada iba a faltarme, que lo quisiera, en silencio, que él iba a ayudarme. No sabe lo que no me gustó eso, joven; lo que me dolió. Me sentía violada, ¡qué tonta! Y le dije, categórica, que quería nunca más verlo. Tenía mis razones; verá: una era que no podía olvidar al fantasma de mi hombre muerto. Era algo así como cuestión de principios. La otra, que entonces tenía con qué comer uno días, mientras conseguía trabajo. Además, desconfiaba de las buenas intenciones de los hombres: muchas veces lo había hecho...
–...Entonces empecé a empeñar lo poquito que tenía. Había que comer y alimentar a los muchachos. Primero puse un aviso en el periódico, decía: “Mujer de buena clase se ofrece para trabajar como secretaria. Llamar en horas del día. Tel...”. Una amiga me dijo que el trabajo de secretaria se pagaba bien y que era fácil. “Podrás conseguirlo”, me dijo, animándome. Entonces me dediqué a esperar. No, no se equivoque conmigo: aquí donde usted me ve yo también soy bachiller. Hubiera podido hacerlo; pero la plata escaseaba, y escaseaba el trabajo. Al mes tuve que poner otro aviso. Y mire usted, joven, cómo le toca irse rebajando una misma, decía: “Mujer de buena presencia y dedicación se ofrece para trabajos domésticos. Llamar a cualquier hora. Tel...”. Y, ¿sabe qué?... Me llamaron. Era una mujer soberbia la que me buscaba. Cualquier hombre se hubiera derretido por tenerla, por dormirse, aunque solo fuera una vez, a su lado, la cabeza sobre el pecho de ella, después de amarla. Pero ella no quería un hombre. ¿Sabe qué quería?... Quería una mujer; su cuerpo. Me dijo: “No tiene que venir todos los días. Solamente cuando yo la necesite. Le va bien”. Pero, ¿me comprende?, mis principios no me permitían hacer eso. Una amiga mía, en cambio, aceptó el trabajo. Le gustaba, ¿me entiende? “Paga bien”, me dijo luego. Al tiempo se murió en un accidente la mujer; y, ¿sabe qué?... le dejó a mi amiga un dineral impresionante. Sí, ya sé lo que me va a decir. Usted si cree que todo eso era para mí... Yo no sé...
–Me gusta ese disco. Escúchelo. ¡Qué canción tan bonita! ¿No le parece? Escúchela bien, lo que dice. Así mismo es la vida de una. Ingenua, se la consagra a un hombre, y el condenado sale y se va por el menor desagrado con una o con la vida. Así son los hombres: ustedes creen que serlo es zancar a las mujeres, es hacerlas caer, y abandonarlas luego a su solo destino, a sus penas y sus dolores solas, que se crecen adentro, que paren tristezas. Mírelas a ellas, todas: fracasadas por un miserable que no valió el dolor que su madre sintió trayéndolo al mundo. Mírelas... Sentadas en las piernas de todos esos desconocidos que pagan por pecar, y después se van. Una es una cosa para ellos. A ellos no les importa lo que una piensa o dice o siente. Quieren, simplemente, lo que una puede dar o hacer, para sus antojos, pero en silencio. Eso quieren. Y no me mire con esa cara de perro apaleado, con esos ojos currucuteros, que usted sabe bien lo cierto que es lo que le estoy diciendo. Los hombres se le arriman a una es buscando el pedacito. No, no se me ponga colorado que usted ya no es ningún culicagado. Así son ustedes; todos iguales, y siempre lo mismo; dos cucharadas al caldo y manos a la presa. Sí, ríase, encuéntrese usted mismo en lo que le digo. Créame, es serio y es sentido lo que digo; tanto como que tengo dos criaturas que comen gracias a estas noches. Dígame: cuando crezcan y sepan lo que hace su madre para que coman, ¿qué les diré? ¿Dónde los ubicará el mundo? ¿Quién los amará realemnte?...
–¿Dónde iba?...¡Ah, sí!...Al tiempo me coloqué en un bar, en otro. No se imagina lo que pagaban. Si usted viera, joven, ¡qué miseria! Pero la necesidad se me agigantaba a pasos grandes y, ahora sí, cualquier cosa era buena, y servía. Una noche entraron al bar dos hombres y una mujer. Los atendí, normalmente, y ellos me pidieron que los acompañara a su mesa. Al rato, entrado en tragos, me dijo, uno: “¿Sabe?... una de las amigas no pudo venir. ¿Por qué no nos ajusta las parejas?... No se arrepiente. Seguro”. No había mucho qué pensar. Hacía mucho que se habían acabado las opciones. Dije que sí, apenas pensándolo. “Tiene que hablar con el jefe”, le dije al hombre. “No hay problema”, me animó, incorporándose, y al rato nos fuimos. Estuvimos en un apartamento muy bonito. Yo pensaba que dónde rayos me había metido, y que con quién. ¡Qué vaina!... Una orgía fue lo que armaron allí. Y, ¡sabe qué?... tuve que hacerlo con los dos. Eran perversos. Unos pervertidos, los tres. Apenas poco les importaba. Sólo ellos mismos. ¡Así nos traiciona la vida!...
–Ya tiene los ojos rojitos, joven. ¿Será que se está emborrachando?... Yo no creo. ¡Tan ligero! Tómese el otro, más bien. Tome, tome. No se crea tanto las cosas. Y si se está aburriendo, me dice. Ni más faltaba. Es sólo que cuando una se llena de todas las tristezas de la vida, de todos los sinsabores, empieza a sentir grueso el peso de los recuerdos, y ya no queda sino una esperanza: Sí, la comprensión, joven. Que la comprendan a una, lo que hace, lo que quiere. También una es mujer, y siente. Cuando una se entrega a la vida de buena esposa y compañera, bien protegida, no se imagina lo que pasa en el mundo. Critica a las que caen en desgracia, a las que fracasan por amor o por ingenuidad. Eso es lo mismo. Ahora comprendo: a la mujer no hay quien la limpie de las faltas. Las debilidades del cuerpo y del alma sólo se le permiten al hombre, y hasta se le celebran. La mujer, en cambio, debe ser una Santa Teresa de Jesús... ¿me entiende?... como una boba.
–Al tiempo me botaron del bar ese. Y, ¿qué hace una?... Nada. Apenas irse, sumisa. Cuando ellos dicen “váyase”, es váyase ya. También eso es cosa de hombres, ¿no?...
–Una noche me fui a recorrer la ciudad en busca de trabajo. Usted sabe: rebusque. A eso había llegado. ¡Qué más daba!... Había que verle los ojos hundidos a los muchachos, los pómulos salidos a la fuerza, las ojeras crecidas, enormes. Tenían hambre. No sabe usted, joven, lo que es para una madre verle y sentirle el hambre a los hijos. No, no asienta; no lo comprende; no puede; usted es un hombre. Hay que ser mujer para ser madre y hay que ser madre para saber de los dolores de la madre por el hijo: hijo que crece con hambre, que crece con frío; hijo que se va, y no vuelve; hijo que se duele de nacer, malagradecido, y descree de una. Una, en cambio, no descree de lo que quiere; no se arrepiente de dar el corazón, amando. Y hay un dolor aquí, muy grande: dolor de mujer sola, dolor de hijo sin mucho, de hijo de bar, que es hijo de nadie, aunque pudo tener diezmil padres.
–y, ¿sabe con quién me encontré, esa noche?... con mi amiga, la lesbiana rica. La cosa para ella había cambiado, pero no del todo. Hay cosas en la vida que, definitivamente, una pierde al querer explicárselas. La naturaleza humana tiene sus cosas de no sé qué que una no comprende, y la vida es como un inmenso laberinto en el que nadie sabe por dónde camina, y si se encuentra una puerta, no se sabe si es de entrada o de salida, o si es por eso de la suerte, o por eso del destino.
–Mi amiga sabía de mujeres; había vivido y disfrutado con ellas. Le hacía falta un cuerpo de mujer, como a mí me hacía falta un cuerpo de hombre. Yo, la verdad, ya no digo nada por nada. Que cada cual viva su vida como pueda, como quiera o como le satisfaga más. ¡A qué aliñarse tanto, si cuando una menos piensa, todo se vuelve una mierdada, una perrada! ¿Sabe?... si hubiera visto unos ojos más fijos en mí, que los de ella, hubiera gritado. Seguro. Me invitó a su apartamento. Las cosas de la vida se repiten, dan vueltas. La vida es un eterno retorno, joven. Fue una noche larga junto a ella. Más “junto” de lo que hubiera querido. ¿Me entiende?...
–Así es la vida, joven. Una vez, por dignidad, rechacé acostarme con un hombre que me ofrecía una vida, a escondidas; después, por necesidad, tuve que hacerlo con dos al mismo tiempo. Una vez, por dignidad, dije ¡no!, a una mujer que me deseaba de la forma como yo desearía a un hombre; después, por necesidad, tuve que acceder a tal perversión con otra.
–Ahora una piensa en lo que es el amor de verdad. Ese amor en el que una entrega el corazón en cada beso, y el alma en cada caricia, y la vida entera en cada suspiro. Yo, a uno que me supiera querer, de verdad, lo mantendría como mantengo a uno de mis chiquitos. Así mismo. ¿Me entiende?...
–Hay quienes aman para encontrarse a sí mismos, y los hay que amando se pierden por completo en una entrega sin remedio ni propósito alguno. Pero siempre, el que ama, busca algo: la imagen nunca encontrada de lo siempre soñado. Ese es el problema: en los sueños pocas veces se ve el rostro de lo soñado. Sabe uno quien o qué es, pero no precisarlo. Irreconoce. Por eso muchas veces se está insatisfecho. Pero aún así, cada querer es un aproximarse más al verdadero amor. Porque hay diferencias: cuando se quiere se lucha por lo que se desea, ciegamente. Así es cuando una se enamora; empieza a ver por los ojos de la fantasía y del amor, y el amor es ciego. Es verdad, ¿cómo le parece?... Cuando se ama, en cambio, se debe sacar alma de héroe, porque el amor demanda esfuerzos y renunciaciones, y duele. De eso sabe bien la mujer que es madre, y quiere. Por eso sigo luchando: comprendo que la vida no se echa a perder cuando se hace algo, bueno o malo, siempre que el fin sea algo querido, y deseado, y esperado. ¿Me entiende?... usted está borracho... me mira como sin verme... yo no sé...
Albeiro Patiño Builes
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