LA MUERTE DE LOS RATONES
Mi padre dijo que íbamos a matar ratones. Y es que la casa se había vuelto el corredor de su mayor agrado, y fastidiaban. Uno los veía pasar, precipitados, y eran como rayos oscuros, como flechas disparadas a lo lejos. A veces, cuando había reunión en el patio, la gente se tiraba al piso, espernancando en las baldosas vitrificadas sus cuerpos como cansados y relajaban el ánimo hasta donde el cuerpo lo permitía. Y de pronto, así como uno sólo lo piensa, se dejaba ver venir uno, como asustado, y ese cuerpecito gris era como un niño inquieto que no sabe dónde desazogarse, perdido en el laberinto de tantas y tan largas piernas. No faltaban los gritos, las carreras, las expresiones de desprecio y asco por la nimia criatura. Y alguno hasta se montaba alto, sobre una mesa o una silla, y esa aparición momentánea, ese paso veloz de tan pequeño ser, armaba realmente una zarabanda.
Pero la ira de mi padre contra los roedores se desató dos tardes atrás. Sucedió que un joven matrimonio con su hijito nos visitaba. Era una pareja novata en las venidas a la casa, y su pequeño un monín inquieto y juguetón con toda la gana. Y siempre presta a las atenciones, fue mi madre a remover donde estaban las gaseosas y las cervezas en envase, y con su mover unas cosas y otras, movió también los miedos ligeros de los intrusos, y un pequeño animal salió corriendo. Y cuál no sería el susto de algunos, que la joven madre brincó como apremiada, y pegó un chillido. Iba por el hijo. Con tal su mala suerte en la carrera, que Tony, el perro pastor cazador en las noches y cuidador de sueños trasnochados en las mañanas, confundió el olor de toda situación y el saber no le alcanzó para comprender qué pasaba. Debió sentir en el cuerpo de la mujer que corría el jugo extraño que se alborota en los humanos con el miedo. Así lo azuzó; debió ser eso: la gula de animal cazador que no quiere perder una presa. Y de un sólo golpe saltó Tony varios metros, y tapándole el camino con los colmillos la sujetó por el brazo. Sobra decir que la mujer habría de no volver por la casa. No regresa uno a donde en un sólo día dos sustos le cuajan el alma.
–Es el colmo –dijo mi padre–. Al diablo con los estorbosos.
Y nos dimos a la tarea de cazarlos.
Mi padre quería ver su casa hecha otra vez el lugar seguro, el campo tibio donde venían a descansar los cuerpos los amigos, a desperezar el alma los sabidos de cansancio. Entonces buscó el lugar en donde se daban los roedores a la comunión salvaje.
–Donde más cosas haya, ahí están ellos –dijo, y se fue, pensando, a buscarlos.
Y atrás, en lo hondo del solar, entre la basura y el rebrujo y la madera seca, encontró el nido. Y lo miró, largo, y era como si pensara: “Sí, éste es el sitio”
Y limpió el lugar de cosas inservibles, y barrió del espacio las chamizas y ramas, y se notaba en su empeño que quería que la vista se hundiera en el hueco, y se pudiera ver profundo y lejos lo descubierto. Y allí puso una tabla que dispuso de plato, y en ella arroz que sabría a muerte, porque estaba envenenado, y lo dejó, y apartado, se dio a la espera. Mi padre era paciente, y era sabio. Conocía que pequeñas orejitas, como antenitas de radar, comenzarían pronto a divisar los ALERTAS; que después ojos de ratón que son bellos, redondos y negros e inconfundibles, saldrían a ver los alrededores y a dar luz verde. Y así fue: un cuerpecito gris oscuro fue el primero. Así son: pueden ser mil y sólo uno encabeza el desfile. No sale más de cuarenta centímetros de su hueco, y da la vuelta veloz, y se esconde. Es como un ritual, pero finalmente es instinto de supervivencia. Puede o no haber peligro. Y eso tiene su finalidad: hacer que la precipitación de su regreso remueva en el cazador las ganas de atraparlo, a él y a los otros, y así, si nada sucede, si ni una hoja se mueve, saben, y bien sabido, que a menos de un metro no hay peligro. Y la segunda vez salen más ratones: dos o tres, pero nunca una montonera. A menos que haya muchos huecos de escape, muchos caminos para dispararse si hay ataque.
Y apareció el primero entre dos ladrillos cocos, y se fue luego despacioso hasta que llegó a la tabla. Mi padre no se movía. Ni yo tampoco. El dijo que hablar se podía, pero con voz muy queda; y que ni los brazos ni la cabeza una pizca se movieran, porque se asustaban.
–Son muy ariscos, y conocen –aclaró mi padre.
Era un animalito precioso, después de todo. “Si no fueran tan dañinos”, pensé. “Si no dieran tanto miedo a tanta gente”.
Parecían formados de dos triángulos tridimensionados: uno era la cabeza, que terminaba en una minúscula nariz negra, y de la cual nacían dos puntas de caracol, sensibilísimas, que eran las orejas. Y a partir de allí, y hacia atrás, empezaba a ampliarse otro que terminaba en una especie de bola y que se hacía bruscamente otra vez un hilo extendido, la cola, más oscura, casi siempre, que el resto del cuerpo. Tenía su gracia. Y su cuerpo era tan pequeño que inspiraba dos cosas: una era ternura; una inexplicable gana de cogerlo y jugar con él hasta el cansancio; la otra, risa, no tanto por lo que era, sino por lo que hacía con esa nimiedad de cuerpo...
Y detrás de ese vino otro, y ya no era sólo un explorador, sino dos pequeños juguetones, estrujándose los cuerpos como si se mecieran los ánimos, uno contra el otro, como si fueran dos jóvenes enamorados.
Olían el arroz con minucias, como presintiendo. Son animales astutos: no se lanzan nunca sin estar seguros. Tampoco así en el ataque. A no ser que estén rabiosos.
Y en una espera de más o menos diez minutos, unos ocho minúsculos animales se dieron el gran banquete.
–Es toda una cría –dijo mi padre–. No lejos estarán padre y madre.
Y los seguimos mirando, empecinados y estáticos.
Todos comían. Todos arrimaban su hocico recién nacido y olían y se llenaban la boca y se alejaban centímetros del lugar a degustar tranquilos.
Hasta que el veneno empezó a surtir efecto.
Uno de ellos, que debió ser el primero en llegar, dejó de pronto de lanzar sus patas con velocidad suprema. Las suyas empezaron a ser zancadas pequeñas, torpes, de lado, como malabariadas; y viéndolos uno pensaba en el caminar desordenado de mareos y bregas de los borrachos. Sin embargo, parecía cebado, porque a pesar de sus maluqueras no olvidaba sus ganas de más arroz en el estómago, como si algo más fuerte que la fuerza que perdía en su debilidad lo empujara.
Y uno tras otro, ocho veces este ver de nosotros se repitió. Fue una espera de menos de quince minutos. Entonces todos estuvieron muertos. Nada más se movía por esos lados. Todo silencio. Todo calma. Sólo los grises allí tirados, como botados, cuando mis ojos, clavados en los de mi padre, pidieron aprobación para acercarme. Su mano se puso en mi pecho, suave. Después un dedo selló sus labios, y el suyo era un decirme:
Ssssshhhhhhhh...
Esperamos.
Un día entero había pasado mi padre entregado a la más minuciosa observación, contemplando. Unos minutos más no serían un problema. Entonces era que quería saber cuál era la ruta que más hacían, y de dónde salían, y a dónde iban. Quería estar seguro. Quería colocar veneno en lugares estratégicos del solar y la casa, y esperar dos o tres días a lo sumo para que el uno y la otra se llenaran de olores a ratón muerto en lugares donde no se los encontraba. Y eso se convertía en un problema: por lo incómodo, por lo desagradable, por la fetidez gigante que pueden generar esos pequeños cuerpos, la cual enferma las narices y enferma el alma.
Y así supo cuáles eran los alrededores más queridos por ellos, y dijo que no era raro:
–Resultan bastante previsibles. Siempre están entre madera seca, entre papeles, cosas viejas y poco movimiento. Se los encuentra cerca de la comida, y su comida es casi todo lo que pueden morder: papel, cartón, granos, cualquier basura –dijo.
Mi padre era el típico macho hecho a golpes de vida, ido de la casa desde tierna edad a recorrer el mundo, a desentrañarlo. En ese andar aprendió que la vida es un querer lograr lo que se sueña, sin temer tenerlo. Y buscando, yendo de tumbo en tumbo, vio amaneceres con ojos de desvelo de noches enteras y morir los rayos del sol sobre su cuerpo, trabajando. Y aprendió cosas que el sino se tiene bien guardadas, y que sólo descubre para el que, luchando, hace caminos en una ruta bien lograda. Que no hay que olvidar las compensaciones del destino, porque estas son las que hacen el equilibrio. Que todo es importante. Hasta lo nimio. Que lo grande no se hace a sí mismo, ni de una sola vez, y que las cosas queridas se tienen yendo tras ellas, y no de otra forma. Y aprendió y supo más: cosas que hacen grande el cuerpo, como el trabajo a mano limpia, y otras que fortalecen el alma, como la oración, envarneciéndola, haciendo de ella un templo inmenso de infraestructura firme.
Tenía un alma sensible, también. Por eso le dolía, y mucho, acabar así con los ratones. Pero era necesario, decía. Y que no debía haber diversión en ello, porque no es bueno. De pronto un animal grande dejó ver su hocico oledor de cosas raras a los lados y adelante, y sin los propios preámbulos propios de su rutina dejó ver el cuerpo entero que era enorme. La cabezota sería más que todo el conjunto de cualquiera de los chiquitos, y una barriga gigante le daba el aspecto de animal bien alimentado y bonachón.
–Es toda una señora madre –dijo mi padre, y en sus palabras había un algo que cualquier conocedor hubiera dicho que era tristeza.
La vimos entonces recorrer el gran círculo que era el cementerio de sus hijos recién muertos, y arrimarse, oliendo, a cada cual. Parecía buscar señales de vida, signos particulares, movimientos propios de respiración. Pero nada. De pronto empezó a chasquear los dientes, golpeando los de arriba contra los de abajo, y un caminar en círculos repetidos, rodeando a los hijos, la hizo como marearse, quedarse allí, como sin ganas de vivir.
–Esa es suya, mijo –me dijo mi padre–. No la deje escapar.
Nunca antes vi animal ni ser humano tan abandonado a la suerte, tan dejado al hacer de otros sobre sí propio, al decidir de la naturaleza sobre su destino.
Mi padre dijo que le cubriera la entrada, que apareciera sin más por encima de su guarida, y la obligara así a salirse a campo abierto.
–Donde no hay huecos para meterse la muerte es segura –dijo.
Así lo hice.
Blandiendo una gran cepa como un vaquero el cuchillo o la pistola, me fui sobre ella con cautela. A un lado aguardaba mi padre con una lanza de punta de irse hondo, y más atrás, sujeto por él, Tony, el gran pastor que ansiaba revolcar, para reivindicarse con los amos, a la terrible bestia, creadora de sus vergüenzas, hacedora ella con sus críos del mal que generó su mal hacer.
Y la gran madre, herida de muerte y doliéndole el corazón, ni siquiera se movió. Me vanagloriaba de mi rapidez. El mío fue un golpe certero en el cráneo del animal. Nada difícil. Ni un sólo movimiento de éste, ni un chillido, sólo dolor sumando al dolor, iterando, falleciendo en sus ocho penas de madre. Quería morir y por eso se entregó.
Y uno se pone a pensar en cosas que difícilmente sucederían, pero que serían todas unas escenas de terror: que cómo se verían miles de ratones juntos, que qué harían. De pronto pasearse por todas partes en un ir y venir sin dirección, en montoneras, pisoteándose unos a otros, y comiéndose, en alguna suerte de canibalismo animal. Entonces unos serían las presas de otros, y después los más grandes, esos que quedan además porque son los más fuertes, empezarían a roer cuanto encontraran, y a destruirlo todo. ¡Qué cosas! Y es que deben ser así; en algo semejantes a los hombres: solitos no son tanto, pero juntos son mucho, y destruyen. Mejor acabar con ellos, ¡carajo!..., pensé.
Fue cuando lo vi, al gran macho. Ese sí que era un animal diferente. Yo pensé luego que un gato angora le hubiera corrido. Me quedé mirándolo, fijo.
Por el rabillo del ojo vi cómo se acercaba a él Tony. Fueron dos pasos lentos y cortos, como tanteando. Pero fueron mucho. El gran roedor debió ver a un gigante imponente y temerario, y de un sólo brinco, más parecido a la rapidez de un rayo, se colgó de su cuello, clavado con una ira desbordada, la misma que el perro debió sentir con fuerza en los colmillos hiriendo sin piedad.
En esas el perro se sacudió con precipitado afán, así como se sacuden los animales cuando se han bañado para escurrirse. Y el roedor se zafó del cuello gigante y fue a golpearse contra la pared que debió devolverlo rápido, de un sólo ¡Zas!, como si le dijera: “¡Quieto, ratón, que de aquí no te vas!”.
El animal estaba acorralado. De un lado mi padre, del otro yo, y tras nosotros Tony. Todos a la espera, prestos a desatarnos sobre él, como si fuera un trofeo.
Parecíamos una acción detenida en el tiempo. El animal estaba quieto, y sólo sus ojos, que habían pasado del amarillo al rojo intenso, se paseaban de un lado a otro, como si buscaran refugio. El sabía que era el momento último; que con él desaparecía, no sólo su vida, sino también su pasado; que cualquier acto ahora era inútil, pero que era honroso, porque equivalía a no morir vencido, a no caer los ánimos cuando aún no cae el cuerpo. Entonces se movió sendos pasos atrás y se encontró con el muro. Y el sentir el frío en el cuerpo debió ser como un aviso preciso de muerte. Abrió las patas posteriores ligeramente, parado firme, dispuesto, sabiendo que estaba solo, que estaba atrapado. En la boca medio abierta le brilló un colmillo. Se puso frenético. Y es que en el último momento, no sólo del animal sino también del hombre, no cabe el miedo. Todo es valentía, una ceguera terrible que a veces, de tanta, lo empuja a uno hacia la muerte.
Mi padre tomó la lanza, y se dispuso. Pero antes de que pudiera atravesarle el cuerpo en su primer golpe de saeta, vio lanzarse al perro sobre el roedor. Era como un desquite.
Mis ojos y los ojos de mi padre buscaban bajo el pastor avorazado la masa de cuerpo de la rata, cuando este levantó la cabeza y lo lanzó por los aires. El menos grande describió una parábola que tuvo su máximo en unos ciento cincuenta centímetros. Mucho golpe de caída para el animal. Cuando estuvo en el piso pareció no saber dónde estaba, ni qué pasaba. Tony quiso seguirlo, pero mi padre se lo impidió, atravesándose. No quería que el perro se ensuciara la testa con la sangre y los sesos del gris, con las tripas que empezaban a salirse por el trasero desgarrado. Eran unas bolas grandes, como pelotas enormes, y mi padre dijo que ese ya estaba medio muerto.
–Aquí lo acabamos –dijo, disponiéndose, clavando en los ojos del animal sus ojos que no creían lo que veían. Cualquier otro hubiera buscado el rincón, y se hubiera ido bordeando el muro, protegiéndose. Este no. La cabeza más levantada que cualquiera otra vez, el cuerpo herido alejado de todo resguardo, descubierto, firmes las patas, y empinadas, como un lobo feroz dispuesto a defender la vida, cuando yo pensaba en un toro que espera la estocada final.
–Es bravo este macho –dijo mi padre–. Cualquier palco antiguo lo hubiera perdonado...
Mi padre levantó la lanza. Se veía enorme, como un gladiador. También el animal. Entonces fue un duelo de dos, con salida rápida para mi padre, que levantó también su pecho cuando descargó todo su peso concentrado en la punta que se hundió por un costado y salió por el otro, filo lancinante.
Albeiro Patiño Builes
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