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VIDA PERDIDA

Se veía bien Pécora en su traje negro. La decisión y el coraje ya no era algo que no se viera. Él lo lucía en forma de brillo en los ojos. A los míos él sería un Sly en Rambo o un Chuck Norris en Fuerza Delta. Nadie se le parecía. Ni nada. Por eso me gustaba Pécora. “Así se gana el respeto, Chinga”, me había dicho. “Uno aprieta el gatillo y se convierte en un duro”.
No me sorprendió ver la calle a esa hora. Me sorprendió, sí, su blancura de estrella nueva. Más parecía una gran avenida en una urbe inmensa, que una calle bruja en una ciudad bohemia, en una ciudad de días largos, y tardes largas, y noches espesas. “Aquí nos quedamos, Chinga”, me dijo Pécora, y se acuclilló en el piso, inclinada la cabeza, junto a la tienda del Zurdo. “Por aquí pasa el hombrecito. Aqui lo pescamos”.
Entonces sacó de un bolsillo la matancera y de otro hojas secas de mariguana, y polvo blanco, y ladrillo molido, y dispuso todo esto en aquella, y la suya era una concentración venida de adentro, como los recuerdos. “Así se hace, Chinga”, me dijo echando candela. “También esto es un arte, para que lo sepa”. Y un olor a demonio rojo se nos metió en el cuerpo, y una ilusión, como la yerbatera que sabe sacar los anhelos de la muerte, nos hizo morir un poco, y descender profundo, hasta los infiernos.
Eran lámparas nuevas las que iluminaban la calle; eran lámparas arañas con sus patas de luz por todas partes. Todo lo abarcaba esa blancura que se hacía masa gigante y que se regaba omnidireccional desde cada una de las fluorescentes. Había una en cada esquina, y entre cuadras, intercaladas, una o dos más, cuando esas eran del tamaño grande. Y parecía que la luz tuviera manos y que agarrara como con largos brazos de medusa verde. Yo pensé que tanta luz iba a ser un problema, y así se lo dije a Pécora, que seguía avorazado, fumando y fumando, “Fresco, Chinga”, me dijo, y yo creí que esos ojos perdidos no sabrían medir la dirección ni la distancia. “Lo cascamos de una, y nos pisamos. Así: ¡Tas! ¡Tas! ¡Tas!.”
Y eran carros raros los que pasaban por esa calle. Todo, hasta las sombras, desbarajustaba esa imagen por mí conocida y bien sabida desde siempre. La veía como una imagen mutilada, como si ese cuadro no se hubiera presentado de pronto, asi como era, ante mis ojos, sino como si hubiera estado cambiando en sí mismo, mutando despacioso, desde lo simple hasta lo complejo. Eran carros horros de todos los tamaños y colores, deslizándose perceptiblemente, como roedores acechados, como bestias crecidas y atrapadas, tediosas y trémulas en su grandura de miedos. Asustaban a quien no las hubiera visto. Y es que no eran normales. Eran como presencias extrañas venidas de lejos, con colores raros y apariencias soberbias que uno veía y no quería seguir mirando.
También las gentes iban cambiando al pasar las horas. Y es que no son las mismas gentes las del día y de la noche. La noche desinhibe y permite esperas sin desesperanza. Y es que al fin, siempre, alguien llega. Y llega sin miedos ni complicaciones.
El día se traga todo ese nocivo acervo que nos llena el cuerpo, que nos carcome y es una comunión sin ganas ni convencimiento. La noche es una diabla inmensa que cubre con su pálido manto encendido la ventana que conduce al pasado, que despotrica las tristezas sin remedio. Nos cubre a nosotros mismos de algo que nos pertenece, y no aceptamos. Algo que no queremos. En ella se busca, cuando se quiere buscar, y se está, con los ojos húmedos, sólo mirando, cuando la idea es estar, mirando y estando. Es una vida de suertes esperando la muerte. Vida–ida. Vida–perdida...
A las 6 p.m. se ve el brillo de ojos de muchos ellos, de muchas ellas, de muchos todos, desconocidos. Y a las 12 p.m., cuando el día se quiebra en la noche, cuando se rompe todo, empieza a verse la nada del mundo. Cambia el color de ropas mugrientas y acaloradas, y desaparece el olor de mugre rancia de los cuerpos, y en un segundo comprende uno lo que es el nacimiento y la muerte. Muchas veces se muere en la vida. Cada vez que se duerme se vive una muerte pequeña, una espera sin horas de volver a ser al día siguiente. Y un día esa muerte es definitiva, y la rueda noche y su magro negro sigue rodando con su tic–tac–tic–tac... y sigue... y sigue... y se va.
A punto de morir la noche en la madrugada, lo vimos acercarse, al Negro ese. Un miedo terrible y grande se iba metiendo adentro, y sacarlo iba siendo tarea de muchos esfuerzos y hartas bregas. Unos eran más fuertes y más largos; otros, como nimios miedos, llegaban y se iban yendo, despaciosos, y se iban del todo, y no volvían. Y la sombra del Negro se expandía y se comprimía, como un gas opreso, y se alargaba y se encogía, y esa sombra, tambaleándose, era una manta negra en la noche entrada, y asustaba. Entonces saqué, de un bolsillo, la matancera. Casi inconscientemente había decidido usarla. Me maravillaban los efectos de su eficacia, penetrante y aguda, y con gulas desmedidas saboreaba el gusto de la pipa, cuando Pécora me miró, como sin verme y me dijo: “Lo cascamos de una, Chinga. Primero yo, por delante. Después usted. No me falle.”
Y ese Negro que parecía quieto en su negrura. “Negro marica”, dije entre dientes. Un temor a cosas raras me amarraba, como cadenas largas, las piernas, y yo me sentía como con caca untada en el cuerpo, y pensé que así debía sentirse uno cuando lo alcanzaba a uno la muerte, indefenso, y uno se cagaba de miedo. ¡Qué vaina! Y ese miedo era de verdad un miedo raro. Como un miedo a cosas que no vienen porque nunca fueron realmente, a cosas que dejaron esperando porque no alcanzaron a ser...
No quería yo que pasara lo malo, ni nada no previsto. “Usted se está quieto en la esquina del frente, Chinga”, me dijo Pécora con voz queda y manos firmes. Manos de cascador duro esas manos. Manos grandes de peleador hecho a la fuerza, de tomador de hembras de buen frente, a las malas. “En su puesto. Si algo pasa, si fallo, lo remata. No se equivoque, Chinga: es mi vida o la del Negro ese.”
Rompí, entonces, las sombras, y me resbalé como una lombriz muy grande por la ancha calle, y me apeé, anhelante, bajo la noche oscura, matancera en mano, y fumando. El frío del fierro en el cuerpo limpio me erizaba la piel. Vi brillar el 38 en las manos escondidas de Pécora. Bajo un umbral yo miraba con maña apretada y dura y larga y pensé que ese Negro iba a tener dolores bastantes y penas crecidas, y que al cabo del rato estaría desnudo, tieso y frio en el piso, y que nunca sabría de dónde vino la candela brava, ni porqué, ni nada...
La de esa hora era una soledad que espantaba, que hacía temer, y querer gritar y correr al mismo tiempo. Sólo estaban las estrellas, y una luna recortada en una mitad cóncava en lo más alto, y algún recuerdo que no se iba, y un afán que no cesaba...
Y el Negro se fue llegando como remolcado, sin prisas, y el suyo era un caminar momificado, jalando de frente hacia la muerte... (Yo siempre creí que la muerte era una cosota rara que se llegaba en silencio, mirando con los ojos cándidos cada espacio sin tiempo, y buscando. Que recorría reparando, y que veía, y se acercaba y recogía. Y que se iba, y se quedaba ida, con uno... Y me daba miedo esa cosota rara...)
Y el Negro se llegó. O se regaló. O se entregó. Y daba muchas penas mirarlo.
“Te vas a morir, Negro”, dijo Pécora saliendo, presuroso, disparando como un toro loco un tiro largo que pasó derecho. Tiro desafortunado ése de mierda que pasó rozando. El Negro salió corriendo, y era un alma veloz, blanca y azul, como alma que lleva el diablo. Entonces saqué el fierro de entre la pretina del pantalón y dos truenos se hicieron en un sólo eco, en dos huecos en la nalga del Negro, que cayó y rodó, sobre sí mismo y en el silencio.
“Se tiene que morir ese Negro, Chinga. Maldita sea”, me dijo Pécora, y ambos nos fuimos yendo sobre el líquido rojo que derramó el hombre en su huída de perro. Alma guerrera la de Pécora. Alma loca para muchas cosas. Y alma pobre la pobre alma del Negro que se estaba muriendo sin llegar a viejo.
Me dió tristeza de él cuando estuvimos encima. Parecía querer asirse del aire, como si estuviera cayendo; y en su acaloramiento, empecinado, era como si pretendiera meterse en los huecos de paredes que no tenían huecos. Y cuando ya no tuvo escapatoria, rendido, porque supo que estaba perdido, también él quiso morirse: “Máteme, hijo–puta. Máteme”, así pedía. Pécora lo miró con una mirada de muerte, y con un barbarismo, también de muerte, le dijo: “¡Cómo que te mate, Negro, si ya estás muerto!.” Y los dos soltamos, en ráfagas, balas delgadas, como rayitos que traspasaron con facilidad el grueso cuerpo.
Fue una muerte a dos manos la del Negro. A dos bocas de fuego, pequeñas.
Y fue un boquete grande el que le hicimos al hombre con esa camandulada de ¡Tas–Tases! El mismo se baqueteaba en el hueco. De su interior se deprendía ese olor a mosquete caliente. Ese olor a muerte. Ese olor dulcete que salió corriendo...
“Vámonos, Chinga. Ya este no tiene arreglo”. Y nos fuimos...
En el rostro le quedó ese gesto raro, como de sorpresa. Ese gesto de haberse querido mirar a sí mismo, tendido, y decirse, tristón: “¡Te mataron Negro!”.
¡Qué vaina!!!

MODISMOS EMPLEADOS EN ESTA HISTORIA

Duro: Que no se rinde. Invencible.
Pescar: Atrapar. Capturar.
Matancera: Pipa en forma de pistola que fabrican los reclusos.
Mariguana: Marihuana.
Fresco: Tranquilo.
Cascar: Matar.
Pisarse: Irse.
Fierro: Arma de fuego.

Albeiro Patiño Builes

Texto agregado el 02-12-2004, y leído por 99 visitantes. (0 votos)


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