LLORON
Muchos años han tenido que pasar para sentirme en condiciones de romper el juramento y hablar de este tema. No me interesa en realidad la credibilidad que le puedan asignar, si estoy retomando esta experiencia, es sólo porque el paso del tiempo me ha hecho sentir tan egoísta, que no puedo dejar de verlo como una oportunidad para establecer en mi conciencia esa tan ansiada sensación de paz.
Siempre los domingos fueron sagrados en nuestra familia, pues era el único día que podíamos gozar la bendición de almorzar juntos y compartir los pormenores de la semana, del trabajo, la rutina y de nuestras vidas. El domingo que todo empezó no tuvo nada de especial en comparación a los demás. Estábamos sentados degustando un contundente plato de cazuela de ave que mi madre había estado preparando desde la madrugada, no porque le costase trabajo hacerlo, sino porque las píldoras contra la depresión la mantenían casi todo el tiempo activa.
De pronto, la puerta se abrió dejando entrar a mi padre. Sin saludar a nadie y con un extraño semblante, pasó en dirección al taller que estaba al fondo de la casa. En su brazo derecho traía un paquete que nos llenó de curiosidad.
- Hola, papi, ¿qué traes, un espejo nuevo para el baño? - Alcanzó mi hermana a preguntar, más intrigada por su expresión que por el objeto. Elena contaba entonces el séptimo mes de embarazo de quien sería su segunda hija.
- ¡No toquen eso hasta que vuelva! – Respondió con agresividad, totalmente fuera de foco a su pacifista actitud de siempre. Perplejas fueron las miradas que intercambiamos, incluso Aída descartó la idea de abrazar a su abuelo.
- Seguramente perdió la Unión Española – Argumentó mi madre, tratando de convencernos a nosotros y a sí misma.
- Pero mamá, la Unión juega hoy a las siete, además mi papá siempre ha sido fanático, pero que yo sepa, jamás ha sido huevón.- Dije, con una mirada que anunciaba el inicio de una preocupación
Martillo en mano reapareció el viejo Miguel. Sin el permiso del público presente, tomó un oxidado clavo, que con cinco golpes incrustó en la pared. Cogió el paquete, sin mayor delicadeza arrancó el envoltorio y buscando un riguroso punto de equilibrio lo colgó. Nosotros, que mudos presenciamos cada uno de sus movimientos, no pudimos esconder el espanto al ver su nueva adquisición.
Se trataba de un cuadro que representaba el rostro de un niño de no más de tres años, cuya fisonomía reflejaba una incontenible pena. Sus ojos hacían un inútil esfuerzo por contener lágrimas que se deslizaban por su mejilla. Los labios aprisionaban un desconsolado llanto y su cabello daba la impresión de haber sido peinado para una ocasión especial. En la zona posterior podía verse que estaba vestido con un grueso chaquetón, que visto con paciencia, se asemejaba a un enorme pez que lo engullía. El diseño estaba impreso en oscuros tonos cafés, y a pesar de mostrar algo tan superficial como la mirada de un niño apenado, llenaba nuestra casa de una muy oscura vibración. La imagen no se nos hizo desconocida, era bastante popular, podía incluso conseguirse en formato de pósters y calendarios, pero la copia adquirida por mi padre era de muy buena calidad. Siempre tuve la impresión que se trataba de un niño que lloraba tras haber sido abandonado por su madre y que estaba atrapado en una tenebrosa catedral.
- Listo, ya que no voy a tener un nieto, este chiquillo será mi muchacho – Dijo mi Padre, con aire de satisfacción, pero a pesar de recuperar el buen humor de costumbre, produjo en Elena una incurable ofensa.
- ¿Lo dices por mí, papá? Bueno discúlpame, entonces por no haber engendrado al
hombrecito que tanto querías – Dijo, parándose y tomando a Aída en brazos, con la intención de irse a su dormitorio.
- Pero cómo me dice eso, mi princesita si solo estoy bromeando – Se acercó y forcejeando contra su molestia, la abrazó. Lo más extraño era que jamás el Miguel Del Solar que todos conocíamos, hubiese puesto un adorno sin obtener antes el consentimiento de mi madre. Basta decir que en una ocasión, inapelablemente ella le negó la instalación de un retrato de los abuelos en su etapa de juventud.
- ¿Y cómo se le ocurrió comprar ese cuadro, papá? – Pregunté tras comprobar que todos experimentaban la misma sensación de rechazo.
- Andaba buscando un repuesto para el taladro en la feria. Cuando lo vi no pude contener las ganas de traérmelo, como si con la carita de pena me suplicase venir conmigo. Te juro, Eugenia que no me pude resistir.
- Yo lo encuentro horrible. No puedo dejar de mirarlo, te juro que me aterra– Aportó Elena, con bastante sinceridad, pero también como legado de su anterior resentimiento.
- ¡Pero niña! No hay nada más inofensivo que un cabrito chico llorando – Dijo el viejo, queriendo justificar haberlo impuesto en nuestras vidas.
- Yo lo encuentro bonito –Terminó mi madre por decir, pero no porque viese belleza en la imagen, sino por evitar una posible discusión antes del almuerzo. Sin embargo sus ojos mostraban angustia.
Esa noche, después que cada uno se retiró a su respectivo dormitorio y cuando por fin mi sobrina era vencida por el cansancio, traté de relajarme y meditar esas cosas que por falta de tiempo y tranquilidad no pueden pensarse en el día, pero inexplicablemente cada uno de mis pensamientos era sometido a la presencia del cuadro. El niño tiene mucha pena y su llanto es el dolor de mi familia, del cáncer de mi padre, el fracaso matrimonial de Elena y la frustración sexual de mi madre. ¡Hasta cuándo vas a estar con pena, cabro de mierda! Si deseas, te cuento algo que te haga reír, como el chiste del niño que se llamaba Calcetín, que salió para afuera y se lo pusieron... ¿No, aún así tienes pena? Eres un maricón, ¡mujercita!, ¡mujercita!. Llorón de porquería ¡ándate, acá solo hay hombres y los hombres no lloran! ¿Todavía lloras?, Pero qué es lo que pasa, venga para acá, mi niño, ya, tranquilo, shht ¿pasó la penita? Ya pues, ¿no ves que me da pena a mí también?.
Miré el reloj, faltaban dos minutos para las cuatro. Empezaba a pensar en la falta que me harían esas horas de sueño en el trabajo, cuando desde el living sentí unos pasos pequeños, definitivamente pasos de niño.
En una posición muy poco masculina caminé por el pasillo. Llegué al comedor y vi una escena que jamás se borrará de mi memoria. A los pies del cuadro estaba Aída. En un principio quedé helado, pero después de reaccionar, me acerqué.
- ¡¿Qué estás haciendo a esta hora, niñita? – Le susurré para no despertar a nadie, sin saber que a esa hora estaban todos sin concebir el sueño.
- Tío Armando, tengo mucho susto.
- ¿Pero por qué, preciosa?
- Lo que pasa, es que me dijo que la hermanita que está en la panza de mi mamá, se va a morir.
- Eso es mentira. Ayer tu mamá fue al doctor y le dijo que tu hermana estaba perfectamente sana, ¿quién te dijo eso?
- ¡El!. - Dijo, apuntando con su pequeño índice al “llorón”.
- Preciosa, estás muy cansada, seguramente estabas soñando. Vamos, te voy a dejar donde tu mamá.
- No quiero ir donde mi mamá, tío, ha estado toda la noche despierta, no me deja dormir hablándome del niñito del cuadro.
- Bueno, entonces vamos a dormir a mi pieza ¿te parece?
Acosté a mi sobrina en mi cama y me acomodé a su lado. Sentí un inexplicable sueño, sin embargo, no pude dormir sin pensar que algo negativo empezaba a manifestarse en nuestra casa.
Después de eso, las relaciones familiares empeoraron sin ninguna explicación, especialmente entre Elena y mi padre. La casa estaba todo el tiempo oscura y una por una, las plantas del jardín se fueron secando. Uno de esos días, sumergido en oscuros pensamientos, doblé la esquina de mi calle y sentí que un flujo de agua escarchada me recorrió desde el cuello a los tobillos. En la entrada de la casa divisé las luces de una ambulancia, junto a una decena de morbosos que no resisten la tentación de ver desgracias ajenas. Tuve que abrirme paso en mi propio jardín para entrar. Adentro vi a mi madre, que desconsoladamente lloraba sin despegar los ojos del cuadro.
- ¡¿Qué pasó, mamá, dónde está la niña, por qué hay una ambulancia?!
- La niña está donde tu tía Alba, la ambulancia trae a tu hermana del hospital.
- ¡¿Qué le pasó a la Elena, dónde está?!.
No pudo hablar. Corrí a la cocina, llené un vaso con agua y le añadí dos cucharadas de azúcar, brebaje que proporcionó un instantáneo efecto. Sus palabras volvieron a ser fluidas y entendibles.
- Tu hermana venía bajando del segundo piso, se resbaló y cayó desde cinco metros.
- ¿No le paso nada, está bien?
- Se fracturó las costillas y perdió un par de dientes, además de los hematomas, pero eso no es lo peor... - Nuevamente perdió el control de su dicción y otras lágrimas reemplazaron a las que se habían secado.
- Mamá, por favor ¡Dígame de una vez!
- Es que por la fuerza del golpe, perdió al bebé. Le tuvieron que hacer un raspaje. Ahora está inconsciente, los médicos dicen que va a estarlo por lo menos una semana, pero cuando despierte va a darse cuenta que su criatura no está. Se va a morir del impacto, Armando, se va a morir...
Recordé las palabras de Aída y los despectivos comentarios que hizo Elena respecto al “llorón”, pero sentí una cruel indiferencia. Ojalá se hubiese muerto, ojalá todos se muriesen y me dejasen tranquilo. Uno de estos días los mataré. Espérenme no más, cerdos, cerdos, ¡Cerdos! ...
Tuve que poner todo el esfuerzo de mi alma para volver a concentrarme, pues una nueva duda sacudió mi conciencia.
- Dígame una cosa ¿Y el papá?
- Tu Padre se puso como loco, gritaba y golpeaba con los puños las paredes. No pude controlarlo, se sentía culpable, pero después se puso a reír como un lunático. Salió corriendo de la casa y no ha vuelto.
También quise expulsar una carcajada. Algo me estaba pasando. Mordí uno de mis brazos para recobrar la facultad de pensar y recordé a esa vecina que aseguraba tener poderes esotéricos o algo por el estilo. Nunca me gustó esa mujer, me incomodaba su presencia en la casa y tampoco aprobaba que fuese junta para mi madre, pero para el caso fue lo único que se me ocurrió.
- Escúcheme. Vaya inmediatamente a la casa de esa señora que le ve las cartas.
- Pero Armando, no veo en qué nos podría ayudar la Filomena...
- Respóndame una cosa ¿Ha podido estar un minuto sin pensar en el cuadro que trajo el papá?
- La verdad es que no, pero...
- Mamita, la otra noche Aída me dijo que el “niñito del cuadro” le había contado que su hermana se iba a morir. Esto se está poniendo grave. Por favor vaya a buscarla.
Al verme solo en la casa, me bajó una indescriptible sensación de miedo. En realidad, no era la primera vez que lo experimentaba. Cuando más pequeño y necesitaba ir al baño de noche, salía corriendo de mi pieza, con los ojos cerrados para no tener que mirar al pasillo. Más de una vez, cuando la oscuridad era dueña de la casa, cubría todo mi cuerpo con la ropa de cama, dejando una minúscula abertura que me permitía mirar para afuera y escuchar los latidos de mi corazón. Aún recuerdo esa noche que mi imaginación no dejaba de reproducir los relatos de un compañero de escuela. Era tal mi grado de sugestión, que hubiese jurado que bajo mi cama había un cadáver. No es necesario relatar lo difícil que en ese momento fue para mí salir corriendo donde mis padres.
- Papito, papito, despierta...
- Si, cómo...¿Qué pasa Armando?
- Papito, ayúdame, es que tengo mucho miedo...
- ¡Ándate a dormir! Lo único que faltaba en la casa, un huevón cobarde.
O todas esas oportunidades que fui a la pieza de Elena para ofrecerle una entretenida conversación. Mis argumentos (muchas veces, espontáneamente inventados) duraban sólo los pocos minutos que mi hermana mantenía los ojos abiertos.
- Ya pues, Armando, anda a acostarte, déjame dormir...
- Pero Elena, ¿no te sabes la última del tío Enrique?
- No y no me interesa, ahora por favor ándate a tu pieza o ¿acaso tienes miedo?
- ¿Miedo yo?... No me hagas reír.
- Entonces buenas noches.
Ahí estaba yo en el jardín, con miedo a entrar hasta que llegase mi madre. Siempre era ella quien se daba el trabajo de comprenderme, cuántas veces era sólo necesaria su presencia para desvanecer los fantasmas de la casa y de mi cabeza, pero después vinieron los problemas de mi padre y nunca más fue la misma persona.
Entonces mi conciencia dio paso a la imagen de Elena, sola, indefensa y a total disposición del “llorón”. Fue necesario hacerme de valor y entrar.
Adentro, a primera vista, todo parecía estar en normal estado. Fui directamente a su pieza, sin antes dejar prendidas cada una de las luces que encontraba en el camino. Entré a su dormitorio, me acerqué y palpé su frente. La pieza era un frigorífico. La arropé hasta el cuello, cerré la ventana, confirmé su estabilidad y salí.
A pesar del deseo, era inevitable pasar frente a él, por lo que decidí ir a mirarlo de una vez, evitándome así la esclavitud mental que con tanta facilidad me imponía. Cuando llegué, tuve una enorme impotencia por la muerte de la criatura, pero un segundo después, sin darme cuenta, estaba apretándome el estómago de la risa. Sentí el inexplicable deseo de subir y asfixiar a mi hermana con la almohada... Muérete puta barata, tú que sólo has dedicado tu vida a traer criaturas al mundo. ¿No te gustó culear?, entonces asume, perra asquerosa...
Pero estas ideas se vieron interrumpidas. Casi muero de un infarto, la chapa de la puerta giró haciendo un estridente ruido. Era mi madre junto a su amiga. Entraron con confianza, pero cuando los ojos de la mujer enfocaron al “llorón”, su cuerpo se detuvo en seco.
- No pues vecina, acá estamos muy mal...
- ¡Explíquese, por favor, señora! – Dije de muy mala forma.
- Cómo no van a estar mal, si en esta casa está el diablo – Cerré mis ojos al oír el diagnóstico.
- Entonces, ¿Puede ayudarnos?
- Lamentablemente son ustedes los que deben solucionar esto. Si me acepta un buen consejo, tómelo de donde está, lo lleva al fondo del patio y lo quema, es lo único que se puede hacer – Dijo antes de salir corriendo en dirección a la calle.
- Está claro, mamá. No perdamos más tiempo.
Sin ningún problema saqué el cuadro de su lugar. Salimos por la cocina al patio, pero la chapa dejó por segunda vez mi alma colgando en las alturas, aunque esta vez el movimiento fue más torpe. Alguien estaba tratando de entrar y había que ir a ver, por lo que la tarea de deshacernos del “llorón” quedó momentáneamente suspendida.
- Es su papá, Armando, yo voy a recibirlo. Vaya usted por mientras.
Ya era casi de noche, los viejos árboles formaban sombras que reptaban por las paredes y los grillos empezaban con su concierto vespertino. Tuve que ser sincero conmigo mismo, jamás hubiese sido capaz de ir al fondo del patio oscuro a solas con el cuadro, era imprescindible la ayuda de alguien más. Con toda mi fuerza y desprecio lo lancé y volví a entrar. Subí la escala, buscando a mi madre. Llegué a su pieza y ahí estaba recostada al lado del viejo.
- Mamá. ¿Qué pasó?
- Silencio, su papá está durmiendo – Dijo con el mínimo volumen de su voz, de hecho fue su modulación lo que me permitió entender.
- ¿Está bien?
- Venía como Piojo de curado, tuve que traerlo a la pieza y acostarlo.
Desde que el cáncer a su páncreas fue diagnosticado, mi padre cuidó minuciosamente su salud, a excepción del cigarrillo que diariamente fumaba a escondidas de mi madre, después de almorzar. No recordaba haberlo visto alguna vez bebiendo una gota de alcohol. Esperé sentado al borde de la cama, pensé en las palabras de Aída, en Elena convaleciente, en la fugaz visita de la señora Filomena y ahora mi padre ebrio. Todo absurdo.
Finalmente, mi madre se levantó. Con la punta de sus pies y con un elocuente gesto, me invitó a salir.
- Listo, terminemos ahora.
- ¿Terminar con qué, mamita?
- Armando, tenemos que quemar el cuadro.
- ¿Cómo se le ocurre una estupidez así, mamá, está loca?
Muy fuerte debió haber sido la bofetada que me proporcionó, porque milagrosamente volvieron a mi cabeza la razón y las ganas de destruirlo. Bajamos con decisión, pero cuando llegamos al ancho pasillo, quedamos petrificados. En su posición de siempre y muy bien equilibrado estaba colgado el “llorón”.
- Armando, por favor dígame que usted lo puso ahí de nuevo...
- Mamá, tiene que haber sido usted, yo lo acabo de lanzar al patio.
- Pero si yo que estuve con su papá en la pieza – Dijo, con la voz quebrada por la incertidumbre.
- Mamita, tranquilícese, entienda que él nos engaña, nos impone pensamientos, es posible que ni siquiera lo hayamos sacado de la pared. Ahora debemos ser fuertes, necesito que me ayude.
- ¿Qué es lo que tengo que hacer?
- Vaya al taller del papá y traiga la botella de coca-cola que tiene bencina, apúrese.
Nuevamente saqué el cuadro y fui por toda la casa, prendiendo luces y armándome de valor. Abrí la puerta de la cocina y esperé por segundos que se me hicieron eternos.
Por fin, mi madre apareció, con la resbalosa botella en su mano y con cara de asustada. Caminamos casi hasta los límites del patio y lo dejé caer, pero una inexplicable sensación de culpa invadió mis pensamientos, escuché voces que me gritaban, risas que se burlaban de mí y dedos que me acusaban. No obstante, mi decisión era más fuerte, abrí la apretadísima tapa de la botella (ayudándome con los dientes) y la vacié encima del cuadro. Abrí una caja, saqué un fósforo y lo deslicé por el sello de pólvora, pero una mano sujetó la mía. Giré sobre mis talones y vi a mi madre, que con los ojos desorbitados, me amenazaba.
- ¡Suélteme la mano, mamá!, ¿Qué está haciendo, por Dios?
- Hazle algo y te mato, maricón. Mídete con uno de tu tamaño
- Mamá, ¡Reaccione!
Pero en vez de escucharme mordió mis dedos y me arrebató los fósforos. A toda velocidad, corrió a la casa y cerró la puerta. Después de unos veinte segundos, reaccioné, corrí tras ella y entré. No fue fácil, mi madre conocía la casa mejor que todos. Registré cada habitación de los dos pisos, finalmente la encontré en la despensa donde además había un lavadero. Me acerqué y mi impacto se triplicó. Bajo la llave de agua estaba sumergiendo las once cajas de fósforos que quedaban para el mes.
- Mamita, ¿Qué está haciendo?
- No voy a permitir que dañes al niño. Deberían encerrarte en una cárcel o en un manicomio, estás loco, armando, ¡loco! Vete de aquí, antes que te mate.
Si un cuchillo hubiese estado a mi alcance, juro por Dios que la descuartizo, pero algo iluminó mis ojos y me hizo correr donde mi padre. Subí las escalas, entré a su pieza y sin el menor respeto por su sueño, inspeccioné sus bolsillos. Sin éxito, abrí los cajones del armario, el velador, pero nada, hasta que recordé la caja donde guardábamos sus pertenencias y que celosamente mi madre mantenía bajo la cama. Abrí la caja, busqué entre un montón de cachivaches bañados en polvo y que llenaron mi cabeza de recuerdos. Estaba el anillo de compromiso, su billetera y el reloj de oro que conservó desde niño. Entonces mis manos encontraron lo que buscaba. Tomé el zippo con el escudo de la Unión Española y bajé, sin antes asegurarme que funcionase bien. Cuando llegué a la cocina, vi que tras una cascada de bencina que descendía por la pared, estaba nuevamente colgado el “llorón”.
Sin dejarme intimidar, y por tercera vez en veinte minutos saqué el cuadro y lo llevé al patio. Tomé la botella, rocié las últimas gotas de bencina, prendí el encendedor y otra vez el remordimiento se apoderó de mi voluntad, pero ahora con una intensidad espantosa. Grité a espectadores imaginarios, que desde sus butacas observaban el asesinato de un niño, Lancé puñetazos a enemigos inexistentes y contesté preguntas hechas por mí mismo. Hice un esfuerzo, levanté el encendedor prendido, pero sentí que mi brazo no respondía. Tras mío sentí la presencia de mi madre y mi voluntad se desvaneció
- Dígame, mamá ¿porqué no puedo destruirlo?
- Porque eres un buen hombre, Armando, no eres un asesino
- No quiero matarlo, mamá... Ayúdame, por favor - Dije, casi llorando.
- Tengo una idea. Lo dejamos acá afuera y mañana a primera hora le pedimos a los hombres de la basura que se lo lleven. Ahora, entrémonos a la casa, antes que se me resfríe, vamos.
Entramos a mi pieza, sin antes asegurar la puerta de la cocina para evitar que el “llorón” volviese a entrar. Preso de un extraño cansancio me dejé caer en la cama, no estaban en mi cabeza los pensamientos del accidente de Elena o la borrachera de mi padre, ni siquiera el cuadro, solo estaba yo, en mi cama, cansado, muy cansado, horriblemente cansado. Mi madre sacó mis zapatos y me arropó con el cubrecamas. Acarició mi frente y con toda la suavidad del mundo cerró mis párpados.
- Mamita, necesito pedirle un favor...
- Dígame, Armando
- ¿Puede quedarse hasta que me duerma?
- Claro que si, descanse...
Estaba en un Hospital, sentado en una sala de esperas que daba a un largo pasillo en el que nadie había. Era un lugar frío, testigo de océanos de dolor y desgracia. Niños muertos en accidentes, familias llorando por sus desvalidos seres y yo ahí, esperando, si saber qué ni por qué. De pronto miré hacia mi derecha y en el fondo del corredor vi una silueta blanca. Me paré del asiento y corrí a su encuentro. Mientras me acercaba, más clara se hacía la visión a mis ojos. Era una niña, estaba visitando a alguien, quizás algún pariente hospitalizado. Pero no era una ropa común, era un pijama blanco. Ah, era una niña que estaba hospitalizada y que se había escapado de su habitación. Ya estaba a pocos metros de ella. Podía ver su rostro, se me hacía familiar, su mirada. Se asemejaba a la pequeña Aída, pero no era ella, aunque el parecido era asombroso. La niña, que ya me había visto, no dejaba de sonreír, como si el reconocimiento hubiese sido recíproco.
- Niña, ¿qué estás haciendo?
- Yo vivo en este hospital – Dijo sin dejar de mirar un indefinido punto fijo.
- Pero, ¿por qué?, Estás enferma, me imagino.
- Estoy muerta. En realidad, ni siquiera alcancé a nacer
- Pero, preciosa, ¿cómo vas a estar muerta si yo estoy hablando contigo y te estoy viendo?
- Es algo que jamás entenderás.
No le hice caso, seguramente estaba tratando de asustarme, por lo que le di una sonrisa amigable para después girar y devolverme. Estaba caminando, de espaldas a su presencia, cuando su voz me detuvo.
- Tienen que irse de la casa, tío Armando, él los va a matar...
Me di vuelta, pero ya no estaba, entonces una mano empezó a sacudirme y una lejana voz me regresaba a la realidad. Abrí mis ojos y estaba otra vez en mi dormitorio. Pero no fue mi madre quien me despertó del todo, sino el desgarrador llanto de bebé que se escuchaba en toda la casa y que venía desde el patio.
- Armando, despierte, escuche ¿Qué es eso?
- Me parece que es una guagua llorando. – Pero mi madre, que nos dio a luz a Elena y a mí, además de presenciar la crianza de Aída, jamás escuchó un alarido como ese, como si a una criatura le estuviesen apagando cien cigarrillos en la piel, gritos que levantaban hasta el último pelo de mi cabeza y que amenazaban con botar las paredes al suelo.
- Armando, no sé que hacer, va a despertar a su papá y le va a hacer mal a la Elenita, ayúdeme...
- Vaya a acostarse, yo lo soluciono...
Torpemente me puse los pantalones y los zapatos sin abrochar. Caminé a oscuras a la cocina, abrí la puerta, tomé el enorme cuchillo que se usaba para cortar de carne (ir indefenso al encuentro del “llorón”, me pareció abominable) y salí. Los gritos torturaban mis tímpanos, la somnolencia no me hacía disponer del mejor sentido de la orientación, por lo que tuve que buscar en distintos sitios hasta encontrarlo. En el preciso momento que lo tomé en mis manos, el llanto cesó. Entré, fui al living y colgué al maldito en la pared. Volví a mi dormitorio, me acosté y con una increíble sensación de fracaso, me dormí.
Los días que siguieron, las cosas fueron de mal en peor. Apenas se hubo repuesto, mi padre robó los ahorros de mi madre y se escapó. Muchas veces mentimos, diciéndole a la gente que el viejo estaba copado de trabajo y que apenas tuviese el tiempo, volvería a la casa, pero esos mismos que más de una vez se hicieron llamar amigos, se reían a nuestras espaldas y poco a poco se fueron alejando
A pesar de los siete días que los médicos establecieron como plazo razonable, Elena, aparte de las frases que balbuceaba y de los descontrolados gritos que lanzaba desde la inconciencia, no mostraba signos de mejoría, además el suero que le suministrábamos se estaba acabando y no teníamos dinero para comprar más (sin mencionar los constantes llamados de la tía Alba para que fuésemos a buscar a Aída)
Yo tampoco quise estar ausente en la lista de desgracias. Por reiterados problemas de rendimiento laboral, fui despedido de mi trabajo, recibiendo un miserable finiquito. En un principio no me mostré afectado, incluso tuve la intención de terminar algunos de los trabajos pendientes de mi padre, pero a la mitad del primero, la máquina soldadora, después de quince años de impecable funcionamiento, se averió, dejándome de brazos cruzados y con una profunda depresión que sólo desaparecía en presencia del “llorón”. Más de una vez me sorprendí mirándolo por horas, días completos, instantes en que no existía en este mundo, nada más que su mirada de tristeza.
Una tarde, al volver a casa, después de una inútil jornada de buscar trabajo como técnico metalúrgico, vi a mi madre parada en el jardín, con una mirada que dejaba al desnudo una incontrolable ansiedad.
- Armandito, menos mal que llegó...
- ¿Qué pasó ahora, alguna novedad del papá?
- No. Hoy vinieron a cortarnos la luz, lo siento no tuve para pagarla.
- Me imaginaba que de un momento a otro iba a pasar.
- Pero eso no es todo. Hace un par de horas, Elena despertó, pero parece estar enojada conmigo, dice que solo desea hablar con usted.
Elena estaba acostada, mirando por el pequeño trozo de exterior que la ventana ofrecía. Tenía los ojos fijos y daba la impresión de no interesarse por mi presencia.
- Elena, llegué recién, la mamá me dijo que habías...
- Sólo dos preguntas te voy a hacer, Armando, es posible que seas sincero?
- Por supuesto, dime.
- La mamá dijo que todo está de mil maravillas y no le creo. No quiero verla más, tampoco es un placer verte a ti, así que por favor no me pidas explicaciones...
- Claro, confía en mi...
- Primero. No siento a mi bebé. ¿Qué le pasó? – Hubiese querido no ser yo el responsable de entregarle las malas noticias, pero como tampoco sentí gran cosa por su dolor, respiré y se lo dije, como quien comenta el alza en el precio de las verduras.
- La criatura falleció, te hicieron un raspaje – Sus ojos se colapsaron de lágrimas. Tuvo que concentrarse para volver a hablar.
- Segundo.¿Dónde está el papá?
- Hace una semana que se fue de “parranda”. No sabemos dónde está.
A pesar que sabía perfectamente la respuesta, juntó fuerzas para una tercera pregunta. Pero no le fue fácil, su mirada se llenó de miedo, sus dedos se entrejuntaron y su cuerpo comenzó a temblar. Dejó de lado la ventana para mirarme a los ojos y habló mostrando los espacios de los dientes que ya no estaban.
- Tercero... ¿Todavía está en la casa?
- Si. Te juro que he tratado de deshacerme de él, incluso la otra noche traté de quemarlo, pero la mamá me lo impidió. No la culpes a ella, el infeliz nos envenenó la mente y nos puso en contra. Lo dejé dos veces botado en el patio, pero de alguna forma llegaba al living. Es imposible.
- Te entiendo y te creo, Armando, ahora necesito que me escuches bien, te voy a contar lo que me pasó a mí.
- Pensé que te habías resbalado en la escala. Bueno, eso es por lo menos lo que me dijeron... - Me senté al borde de la cama y me dispuse a escuchar.
- Discutí con el papá y subí la escala. Ya no quería escucharlo un segundo más. Llegué a mi pieza, empecé a ordenar la ropa y encontré un sinnúmero de prendas sin planchar. Bajé a buscar la plancha, estaba en el primer peldaño de la escala y sentí unos pasos que desde atrás se me acercaron. Pensando que se trataba de Aída, me di vuelta... – Empezó a llorar, primero suavemente, después con desesperación.
- Tranquila. ¿Qué es lo que pasó?
- Me di vuelta y atrás...atrás..estaba..atrás..él.
- Por favor, Elena, tranquilízate y dímelo de una vez ¿Quién estaba detrás de ti? – Dije, tomando una de sus manos en las dos mías.
- ¡El cabro chico del cuadro! – Explotó en un desconsolado llanto de terror.
- Cuéntame cómo fue, por favor.
- Estaba detrás de mí, Armando. Quedé helada, no me pude mover. Me preguntó con voz de niñito inocente si acaso era cierto que yo lo había encontrado horrible, entonces puso una mirada diabólica y con una voz que no te puedo explicar, dijo que más fea iba a quedar yo y me empujó. Te juro que mientras caía me hacía un gesto de adiós con la mano y se reía de mí. Después solo sentí el golpe y no recuerdo nada más, pero estuve todo este tiempo soñando cosas horribles. Soñé que me comía a mi hija y que trataba de matarlos a ustedes, además de otras cosas que no quiero mencionar. Tengo miedo, Armando, tengo tanto miedo...
Una incontrolable furia se acumuló en mi cuerpo, como si todo el dolor de Elena se hubiese traspasado a mi. Junté los puños y apreté mis dientes, mandíbula inferior versus mandíbula superior en una poderosa prueba de fuerza. Todo mi alrededor se tornó rojizo, como si mis ojos se hubiesen llenado de sangre, de nuestro dolor, de mi sobrina muerta, mi padre borracho en la calle, la casa sin luz, todo se juntó en mi convulsionada cabeza, al borde de una ardiente erupción de cólera y demencia. Ya no sentía miedo, ni mi mente su influencia, por vez primera me sentí capaz de solucionar el problema. Sólo tenía que bajar las escalas y destruirlo, no era más que más que un cuadro miserable, con voluntad propia, claro está, pero sin defensa física, un hijo de puta maldito, nada más que un pedazo de madera, madera, ¡madera!. Abrí la puerta y llamé a mi madre con todo el volumen de mi voz, tan fuerte que en no más de diez segundos, apareció.
- ¿Qué pasa, hijo?
- Mamá, entre a la pieza, quédese con la Elena y no la deje sola, es hora de poner las cosas en su lugar...
- Pero Armandito, no vaya, se va a hacer daño...
- Es ahora o no será nunca, mamá. Por ningún motivo salgan de esta pieza, ni siquiera si yo las llamo.
Cuando estaba abajo, me carcomieron los deseos de desertar, pero no me hice caso. Doblé hacia la cocina, tomé nuevamente el contundente cuchillo y lo apreté con todas mis fuerzas. Pensé en tranquilizarme, desconfiar de mí mismo y del enorme impulso que me dominaba, pero también comprendí que era una más de las engañosas técnicas del “llorón” para defenderse de mí. Cien, doscientas, quinientas, mil voces trataron de detenerme, pero esta vez, las ignoré. Llegué al living y ahí estaba, como si me hubiese estado esperando. Me acerqué y con un hostil tono de voz le hablé.
- Me imagino que “el niño” se sintió ofendido por que mi hermana lo encontró feo. ¿Así que te gustó empujarla? A ver, Empújame a mí ¿Te gustó, infeliz de mierda? ¡Contéstame!...
Su expresión de pena ya no le servía para detenerme, cerré los ojos, levanté el cuchillo y lo dejé caer con toda mi fuerza, dejando en el costado izquierdo de su chaquetón, una enorme rasgadura. La casa pareció estremecerse, se cerraron puertas, cayéronse platos e instrumentos de cocina, además del nuevo llanto de bebé que hizo temblar el suelo y vibrar los vidrios. Pero esta vez era un bebé enfurecido que quería venganza, un bebé dispuesto a matar y a defenderse del hijo de puta que lo acuchillaba. Retiré el cuchillo del fondo de la madera y cuando juntaba fuerzas para una segunda estocada, la estridente campanilla del teléfono me desestabilizó.
- Aló...si, el habla, dígame...Voy para allá ahora mismo...
Colgué y traté de juntar la misma ira de hace diez segundos, pero fue inútil, el llamado me cortó la inspiración, además era preciso salir cuanto antes. Sin embargo no podía irme con el trabajo a medias, por lo que contra toda voluntad puse el cuchillo en lo alto. Pero desde la habitación de Elena, dos desesperados gritos de mujer me llamaron a modo de auxilio.
De una patada abrí la puerta del dormitorio. Adentro estaba mi madre socorriendo a Elena. Llegué a la cama y vi que en la misma zona en que el “llorón” había sido atacado, Elena dejaba salir un descontrolado flujo de sangre. Su mirada estaba perdida y la boca abierta de par en par explicaba el insoportable dolor. Traté de administrar en sus pulmones el poco oxígeno que la habitación proporcionaba, tratamos de bloquear la herida, pero fue inútil, el volumen era inmenso, Elena se nos iba. Mi madre, perdió el control y cayó al suelo, tapándose sus oídos y llorando a gritos. Yo, que de alguna forma intentaba salvarla, sentí que mis manos eran cada vez más torpes. Ya casi no respiraba y su pulso era cada vez más débil, la estaba perdiendo y el solo pensar en llamar a una ambulancia era ridículo. Elena se moría y era yo el responsable. Grité, esperando recibir respuesta, cerré mis ojos y fui donde mi madre. Nos abrazamos y compartimos el dolor y la impotencia de verla fallecer Pensé en su hija, en el inmenso golpe que significaría para ella perder a su mamita y en lo difícil que sería para todos acostumbrarnos a la idea de no volver a verla jamás.
Totalmente resignado, lloré. De pronto, vi que mis manos no tenían indicios de la sangre de Elena. Estaban tan limpias como cuando llegué a la casa. Me puse de pie, revisé las sábanas, el suelo y mi propia ropa. Salté hasta donde mi hermana, indagué minuciosamente la zona de la herida, sin encontrar nada. A pesar que estaba inconsciente, comprendí que habíamos sido nuevamente las marionetas de juego del “llorón”, pero esta vez fue demasiado real. Por segunda vez volví a revisarla, y cuando salí del extraño estado de confusión, hablé al oído de mi madre para que fuesen dos las versiones de lo que mis ojos veían.
En un principio se negó a escucharme, pero cuando la tomé con mis brazos obligándole a mirar directamente a Elena, quedó tan perpleja como yo.
- Pero no entiendo, Armando, no entiendo lo que pasa, la Elenita está bien... no puedo creerlo – Dijo, con voz, mezcla de sorpresa y efusividad. Salió de mis brazos para abrazarla y besarle la frente, dándole las gracias a Dios, a la virgen y todos sus santos.
Pero como la situación no estaba como para darle demasiado tiempo a los espontáneos sentimentalismos de la realidad, tomé sus manos y le dije.
- Mamá, escúcheme, el cuadro nuevamente nos engañó, nos hizo creer que esto estaba pasando para hacernos perder tiempo, seguramente está enfurecido por el golpe que le di. La Elena está bien, pero inconsciente, es imprescindible sacarla lo antes posible de la casa, necesito que me ayude...
- Pero hijo, tiene tres costillas fracturadas, mejor esperemos...
- Mamá, ¿quiere usted que se muera de verdad? Escúcheme, no oiga la voz en su conciencia, no piense nada, simplemente actúe, grite, hábleme, cante una canción que la distraiga, cualquier cosa, pero no confíe en usted misma. El está tratando de engañarla, de confundirla, de hacerle creer cosas, mezcla la realidad con la fantasía, no se escuche, mamita, no se escuche. Ahora, abra ese closet, saque un abrigo para la Elena y me ayuda a cargarla hasta la calle. Tenemos que levarla donde la tía Alba, allá estaremos bien.
Al parecer fui demasiado elocuente, porque cuando terminé de hablar, ya tenía el abrigo en sus manos. Fue muy difícil ponerle a Elena el abrigo, sin que manifestase gestos de dolor. Cuando estábamos listos para salir, me vi en la obligación de advertir otra vez a mi madre el peligro que correríamos en esta maniobra.
- Mamita, vamos a bajar corriendo las escalas. Si puede, cierre sus ojos, yo la guiaré...
- Pero Armandito... ¿Y si llamamos a un cura, mejor?
- ¡¿Está bromeando Mamá?!, déjese de pensar estupideces y salgamos de la casa. – Tomé con mi mano libre, un enorme palo que Elena utilizaba para trancar la puerta de su closet.
- ¿Lista, mamá?
- Lista...
Abrí la puerta y traté de vislumbrar el escenario que nos acogería, pero la reinante oscuridad permitía sólo una visión de no más de tres metros hacia delante. A pesar que era la misma casa de siempre, lugar donde pasamos todas las etapas de nuestras vidas, ya no era lo mismo. Era todo escalofriante y lúgubre, como si todo se hubiese convertido en el fondo café del cuadro, el tenebroso territorio del “llorón”, el aposento donde el maldito tomaba ya las oscuras decisiones sobre nuestro destino. Salimos corriendo, girando bruscamente hacia la izquierda, pero la gravedad del lugar aumentó con demasiada crueldad, cada movimiento de nuestras piernas era una proeza olímpica y nuestros pulmones no soportaban el enrarecido aire, como si todo se hubiese convertido en una obscena comedia en cámara lenta. La escala se convirtió en una meta inalcanzable para la más optimista de nuestras esperanzas, pero el pensamiento en el dolor de Elena me dio fuerzas para continuar. De pronto, tras nuestro, percibí los pequeños pasos que se acercaban, pasos de niño, los pasos del “llorón” que nos alcanzaba. Me detuve, miré hacia atrás, pero no vi más allá de mis narices. Lancé desordenados golpes con el palo, golpes que solo movían el sucio aire y que generaban una burlesca risa de niño travieso.
Finalmente, a base de mucho esfuerzo llegamos a la escala, escuché ininteligibles mensajes que mi madre trataba de entregarme, pero no quise escuchar, solo grité que debíamos continuar, pero mientras bajábamos caí en la irresistible tentación de mirar hacia el lado. Vi a mi madre cantando un indescifrable canto religioso y a Elena convertida en un abominable cadáver que iniciaba un nauseabundo proceso de descomposición. Continuamos.
Cuando llegamos al primer piso, el peor de mis temores era ya una realidad. Teníamos que pasar frente al cuadro. Los pasos empezaron nuevamente a acosarnos. Respiré, reuní fuerzas y volvía a gritarle a mi madre para continuar la travesía. Pero esta vez titubeamos. Las risotadas del “llorón” eran demenciales, rugidos que nos ordenaban quedarnos en la casa. Mi madre cayó presa de un pánico que no le permitió moverse, solo pudo llorar de miedo y por la impotencia de no ser lo suficientemente fuerte como para seguir. Tuve que desgarrarme la garganta para hacerle reaccionar. Ya casi estábamos en la puerta, entonces recordé las dos vueltas de llave que le di a la puerta. Los pasos del maldito ya nos pisaban los talones, por lo que tuve que volver a girar sobre mí mismo para lanzar violentos golpes hacia la oscuridad, golpes que obviamente no tocaban nada. Necesitaba sacar las llaves de mis bolsillos, por lo que era inminente deshacerme del palo, situación que nos dejaría aún más indefensos. Empezaba a tomar la iniciativa de traspasarle el palo a mi madre, para que fuese ella la que resguardase nuestras espaldas mientras yo abría la puerta, pero un repentino tirón en su pelo, le dobló violentamente el cuello en cuarenta y cinco grados hacia atrás.
- ¡Armando, ayúdeme, dígale que me suelte!
Solté a Elena, liberándome así el hombro derecho. Lancé enfurecidos golpes al vacío, Otra vez no le atiné a nada, pero logré siquiera que el maldito dejase a mi madre en paz, haciéndolo huir a la oscuridad, sin permitirme verle ni la sombra.
- ¡Déjanos tranquilos, un solo palo te voy a poner en el hocico, maricón!
Busqué afanosamente las llaves en mis bolsillos. Cuando el contundente manojo llegó a mis manos, supe que la impenetrable oscuridad no me dejaría identificar la de salida. Pensé en probar una por una, pero la idea de identificar la llave recurriendo el sentido del tacto, me proporcionó un excelente resultado.
La chapa cedió con rapidez. Abrí la puerta, dejando entrar a la casa las últimas, pero útiles luces del atardecer. Las sombras se desvanecieron, obligando al “llorón” a retroceder. Por fin estábamos afuera.
Después de respirar ese aire que nos llenó de vida y que devolvió a nuestros corazones, una presión arterial establecida científicamente como normal, salimos a la calle. Elena empezaba a mostrar gestos de recuperación, pero también una acelerada respiración, producto del dolor en sus costillas. Afuera, todo seguía igual, los autos, la gente, los semáforos, todo en realidad, como debía estar. Las personas pasaban por nuestro lado, sin siquiera mirarnos, tampoco tenían porqué hacerlo, me respondí después.
Caminamos hasta Departamental, mi madre no volvió a abrir la boca , seguramente pensaba en la casa, todas las vivencias y todos esos recuerdos empañados por la llegada del “llorón”. Vi en su rostro la certeza de jamás volver a entrar al que fue su hogar por más de cuarenta años.
Finalmente llegamos a la intersección entre con Vicuña Mackenna. Hice parar el primer taxi que pasó, cuyo chofer cordialmente nos ayudó a acomodar a Elena a lo largo del asiento trasero. Invité a mi madre a subirse adelante. Entonces volvió a hablar.
- Armando...¿Usted no viene?
- No, mamá, tengo que ir a buscar al viejo. Me llamaron desde el hospital.
- ¿Pero dónde, por qué no me dijo antes?
- Despreocúpese, yo me encargo de eso, usted preocúpese de llevar a Elena donde la tía Alba. Quédense allá hasta que yo llame por teléfono – Hice al chofer una señal para hablarle en privado.
- Dígame jefecito...
- Escúcheme, llévelas a Avenida Grecia doce noventa y ocho – Saqué de mi billetera uno de los últimos billetes de diez mil que me quedaban -- Es muy posible que mi Madre le pida que mejor la lleve a su casa, acá en Departamental. No importa cuanto insista, usted no le haga caso, simplemente la lleva a Grecia doce noventa y ocho ¿Me entendió bien?
- Usted es quien manda, jefecito – Bastante más tranquilo por su seguridad, esperé hasta que el vehículo se perdiese de mi vista. Esperé un par de minutos con el fin de ordenar mis ideas. Pensé en volver a la casa, de hecho, estuve a un paso de hacerlo, de no haber sido por un bus que casi me atropella, entonces reaccioné y con la mayor rapidez posible, hice parar otro taxi.
- Hospital Salvador, por favor...
Elena, mi madre, Aída y yo, tuvimos que mudarnos donde la Tía Alba. En un principio estuvimos cómodos, pero la estrechez de su vivienda, sumado a los malos gestos, nos obligó en poco tiempo a arrendar una modesta casa en Maipú.
Mi madre jamás pudo recuperarse de esta experiencia. Con el paso del tiempo, se encerró en su pieza con la única compañía de su televisor, abriendo la puerta sólo una vez al día para recibir el almuerzo.
A pesar de las secuelas de la caída, mi hermana entregó una excelente educación a Aída. El padre de la niña jamás volvió a aparecer. Con los años supimos que formó otra familia en Punta Arenas y que se dedicó al comercio ilegal de cigarrillos importados. Sin darse cuenta, Elena empezó a envejecer, sus nervios terminaron por convertirla en una mujer infeliz. Jamás se tomó la molestia en devolver los balones y volantines que los niños lanzaban a nuestro patio, motivo que la hizo acreedora del apodo “La cuatrodientes”.
Yo me dediqué a los esporádicos trabajos metalurgia y soldadura. A pesar de no hacerme millonario, he podido mantener la casa todo este tiempo.
Por motivo de esas inesperadas casualidades que la vida nos suele proporcionar, supe por ahí que en una exposición de arte, en Inglaterra, un devastador incendio acabó con todo el edificio y con todas las muestras, a excepción de una que apareció intacta entre los escombros y las cenizas, el cuadro del pintor belga Joan Nicholas Bollen y que representaba el rostro de un niño al borde de las lágrimas. Escuché además otros relatos que denunciaban extraños sucesos alrededor de la lámina, algunos posiblemente ciertos, otros no tanto. Lo cierto es que jamás nadie pudo explicar que la lámina hay desaparecido para siempre del recuerdo de las personas. Muchas veces escuché que el cuadro generaba mala suerte y que la mayoría optaba por quemarlo (quién como ellos) o deshacerse de él. Después no fue más que un cuento que los adultos utilizaban para asustar a los niños ante una posición negativa de comerse la comida. Para nosotros, una pesadilla que nos hizo perder nuestra casa y que destruyó para siempre la convivencia familiar que por tantos años gozamos. Nunca pudimos superarlo, sobre todo que el maldito nos embaucase en la cruel fantasía de ver a mi padre vivo (murió de cáncer al páncreas, cuando yo tenía quince años) y hacernos vivir la pesadilla a través de su recuerdo. No puedo evitar sonrojarme cuando pienso en el ridículo que hice en el hospital, preguntando por el estado de una persona muerta hace décadas. Fue como perderlo dos veces.
A pesar del deseo de no volver a esa casa, me vi una vez obligado a hacerlo. El señor Gómez, corredor de propiedades a quien encargamos la venta solicitó mi presencia en el inmueble, un trámite, según él, imprescindible en el proceso de tasación de propiedades. En un principio me negué a sus llamados, pero después de un tiempo, la necesidad del dinero fue más grande.
Jamás olvidaré lo que sentí al ver nuestra casa vacía. El señor Gómez hablaba sin prestarle yo atención, su voz rebotaba en las paredes vacías, caminaba por los pasillos, subía la escala y recorría las habitaciones. La situación se me hizo tan desagradable, que respondía afirmativamente todas las preguntas sin prestarle el menor análisis. Evité pasar cerca de él y cuándo lo hice, puse la mirada en el suelo. Me sentí mareado, sólo deseaba salir y nunca más volver. Supliqué al hombre que me perdonase y le di la libertad para que terminase él solo con los últimos detalles.
No se preocupe, amigo, ya estamos listos. Salgamos. - Se disponía a cerrar con llave la puerta de la casa que ya no nos pertenecía, cuando de sus labios nació la inevitable pregunta.
- Antes que se me olvide. Ustedes mandaron a sacar todos los muebles, pero no sacaron el cuadro del niño llorando. ¿No se lo va a llevar?
Un oscuro e impulsivo deseo, que traspasó al más cuerdo de mis razonamientos, invadió mi alma. Sin pensar solicité las llaves a Gómez. Tenía que verlo una vez más. Entré al living y ahí estaba, en perfectas condiciones, la rasgadura que le proporcioné ya no existía.
Me paré frente a él en posición de desafío, bajé mi sierre y oriné silbando una canción. Puse mi mirada en la suya y le hablé.
- Ya no te tengo miedo... Espero que realmente te sientas conforme.
Viré para salir, pero cuando tomé la chapa de la puerta, una poderosa voz en mi interior me ordenó, sin un mínimo derecho a apelación, a mirarlo.
Mientras viva, jamás me sentiré capacitado para confirmar si lo que vi, fue real o producto de mí sugestionada imaginación, pues tratándose de esto, ambas posibilidades son perfectamente posibles. El cuadro de madera, la imagen que representaba a un niño “llorón”, me estaba sonriendo, pero no era la sonrisa de un pequeño, era la indescriptible y abominable mirada del mismísimo demonio, que con toda la ironía del infierno se despedía de mí para siempre.
Salí de la casa, entregué las llaves a Gómez, absorbí una reconfortante dosis de oxígeno y contra cualquier sensación, sonreí.
- ¿Y, el cuadro? – Dijo, con un muy notorio interés por llevárselo.
- El cuadro no lo quiero. Si me acepta un buen consejo, no se lo lleve por ningún motivo...
PABLO VASQUEZ DONAIRE
27 de JULIO DEL 2002
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