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EL VIEJO TULIO

El viejo Tulio despertó con los últimos gallos. Miró dos segundos las cosas lejanas del pasado, y se levantó con un pensamiento que le mojaba los ojos; le dio vueltas, al derecho y al revés, lo llevó de arriba abajo, y se consoló con una mentira que, ingenuo, terminó por creer: “Este será un gran día”, se dijo. Miró a través de la ventana, y cuando el sol le llenó de luz los ojos, gritó con la certidumbre de que lo escucharían:
–Esteban
–¡Qué?
–Muévase, que nos cogió el día
–Ya voy.
Se sentó en la cama con la brusquedad del tiempo sobre sus hombros; se calzó las botas de cabritilla negra que encontró bajo la cama, sin mudarse la ropa con que durmió para cuidarse del frio, y se paró frente a la puerta. Al final la abrió con un puntapié desaforado que destrozó las bisagras. “Maldita lata”, pensó, y siguió adelante.
Se bañó la cabeza; se lavó la cara para espantar el sueño; se peinó con los dedos de ambas manos, y luego los cruzó detrás del cuello, mientras miraba un punto lejano en el horizonte: era un gallinazo que se acercaba persimoniosamente. Entonces volvió a gritar, y esta vez lo hizo con más fuerza:
–Esteban, que se mueva
–Ya Voy... Ya voy...
–Ya sonó la última campanada.
–Ya la oí... ya voy...
Esteban llegó tres minutos después, corriendo, todavía apretándose la pretina del pantalón con un cordón de cáñamo. Tenía la cabeza mojada y los ojos hinchados. Se había calzado unos zapatos tenis, previendo que el recorrido sería largo. Seguido miró al Viejo Tulio con ojos tristes, y el padre adivinó en las soberbias ojeras que seguía sufriendo de los riñones. “Está más flaco que la cocotera”, pensó. ”Pero ya habrá tiempo para engordarlo.”
–Este es el suyo –le dijo señalando un costal cargado de papas, zanahorias y cebollas–. Nos fuimos.
Los hombres levantaron cada uno su carga, y caminaron a pasos largos, con los cuerpos doblados por el peso. Tenían los labios morados y trémulos, y las piernas débiles por el frío.
Poco era lo que habían caminado, pero la artritis, que hacía estragos en la humanidad del viejo, le hizo sentir todo el peso de los años empacado en el costal que llevaba encima. Una vez trató de hablar, pero sólo le salió un silbido lúgubre que subía del estómago. Se sentía más viejo que nunca, y permaneció unos segundos en silencio y reflexión, para escatimar esfuerzos. Su propia sombra, como una pequeña e informe oscuridad en el suelo, se veía débil, y en un momento de mortal rabia, empezó a hablar con una mezcla de angustia, cansancio y barbarismo fundiéndose en sus palabras:
–Ya ve, Esteban, cómo hace de falta el animalito.
–Ya vuelve usted con el pereque, padre, ¿no?...
–No debió meterlo por esas trochas, hombre. A ver si aprende la lección desde ahora: que una yegua también se dobla; igual que usted; igual que yo, o que cualquiera: o, ¿qué creyó?... ahora nos toca aguantar el peso del cielo, con sus aguas y sus soles, inclementes, en la espalda.
–Ya pasó, padre... ¿qué le vamos a hacer?...
–¡Ah, sí!... ¿Qué le vamos a hacer?...¡Claro!... Lo mismo de siempre... ¡Nada!... Me mató el novillo... y nada; dejó perder la cosecha de maíz... y nada. Usted sí quiere acabar conmigo, muchacho. Pero me va a tener que matar, Esteban. No crea que voy a morirme de un susto, como su madre. No, muchacho, nada de eso. ¡Pobrecita su mamá, hombre! Como luchó esa pobre vieja por hacer de usted un buen tipo, para que usted viniera a pagarle con esas cosas. ¡Bendito sea Dios! Es que esas bromas no se hacen, muchacho. En las noches pienso en su madre y en su persona, y pido porque usted pueda con el peso de la conciencia, pero luego pienso que usted no tiene conciencia, y que no conoce el significado de la palabra arrepentimiento, y que...
–Ya, cállese, padre, que va a despertar a los muertos. ¿O me piensa llevar a punta de esa cantaleta hasta el pueblo?
–A mí no me levante la voz, Esteban. Respéteme que yo soy su papá, ¿me oye?
–Sí, padre, pero...
–Pero nada. Ningún pero para su papá, ni nada de nada.
Así siguieron caminando, contando los segundos con sus pasos, en silencio, por largo rato... Sin mirarse. En el camino los estremeció la brisa, y los hicieron correr los perros, y los saludaron campesinos desconocidos. Sus miradas estaban clavadas en lo quebrado del terreno. Pareciera que sus destinos estuvieran escritos: si miraban al cielo, veían en el sol una amenaza de muerte; si miraban al frente los intimidaba el viento, y si se miraban entre sí, sus miradas eran como lanzas que los atravesaban profundemente. Sus orgullos no tenían límite y eran comparables. Sin embargo, los huesos de Esteban, llenos de polvo, estaban menos bien conformados, y en un momento de mortal desfallecimiento se olvidó de todo, y se convenció de que no podía más:
–Estoy cansado –le dijo Esteban a Tulio con una cara de tristeza, que parecía que estaba llorando. Se lo había dicho más de veinte veces, sin que él quisiera escucharlo.
–Claro, está cansado. Es lo único que usted sabe hacer bien: cansarse.
–Sigamos entonces –dijo Esteban acelerando el paso.
–No. Descansemos. No vaya a ser que se doble en el camino y me lo tenga que levantar a usted también.
–Eso no pasará, padre. Se lo aseguro.
–No me asegure nada, muchacho, que yo sé bien que todo puede pasar.
Entonces bajaron la carga. Esteban reposó su cuerpo sobre el pasto yaraguá, bajo una ceiba gigantesca, con los ojos abiertos como testimonio de su cansancio.
El Viejo Tulio se apeó de espaldas a Esteban, y orinó sobre una piedra blanca, y le gustó cuando ésta estuvo mojada, humeante, y como transparente. En ningún momento se sentó; dio vueltas, en cambio, como inspeccionando el terreno. De pronto miró al hijo, y lo compadeció sin perdonarle las debilidades propias de su juventud. Le dijo:
–¿Cómo se siente, muchacho?
–Mal.
–¿Qué le duele?
–Todo.
–Eso no es de hombres, muchacho. Levántese, y verá cómo se olvida de los dolores del cansancio. Es para que vea que la vida es dura. No tan fácil como usted la cree.
–Nunca he creído que sea fácil.
–Pero lo quiere. Y no le digo sino que a este paso nunca vamos a llegar al pueblo. El compadre va a estar furioso, si llegamos tarde. Y convénzase de que el animalito hace falta, ¿o no lo cree así?
Esteban no respondió. Se puso de pie, furioso, pensando que Tulio daría comienza a un nuevo discurso, y se echó la carga al hombro. El Viejo Tulio lo imitó, y continuaron el camino más silenciosos que nunca.
Conforme pasaron las horas el calor les quitó las ganas de todo; hasta de pensar en el calor mismo. Tal era su cansancio y su aturdimiento, que avanzaban sin percatarse de ello. Tampoco supieron en qué momento, ni cómo, fortalecieron las articulaciones de las piernas para no doblarse. Rendidos de muerte. Ensimismados. Hasta que un arriero que reía como loco condujo hacia ellos una manada de toros, y les hizo saltar la barda de una finca, con todo y carga; y cuando evitaron la embestida agradecieron a Dios porque la barda no era demasiado alta para volver a saltarla, con todo y carga, cuando los peones de la finca los fueron a sacar de la propiedad privada. En aquellos momentos fueron aliados y cómplices, compartieron el mismo miedo, y dispusieron del mismo tiempo para lo necesario, hasta que sintieron de nuevo el sol en sus espaldas, en sus cabezas, en sus pies cansados y doloridos por los callos y el polvo que les carcomía los huesos.
Al rato se detuvieron en una acequia y bebieron placenteramente el agua limpia y clara, como el agua del paraíso. Descansaron durante cortos pero recuperadores segundos, contemplando la naturaleza, fundiéndose a pedazos con ella. Silenciosos. Seguido continuaron el camino hacia una meta insegura, sólo dirigiéndose miradas cansadas e inexpresivas; arrimándose cada vez más a la soledad del gran pueblo, y a sus propias soledades; era lo único que tenían presente, porque era lo único en lo que podían pensar, sin querer hablar. Y cuando la cúpula de la iglesia estuvo visible sintieron deseos de gritar que lo habían logrado.
–¡Ya ve, padre, cómo llegamos sin la yegua!
Unos segundos más, unos pasos más, y estarían libres de sus cargas. El sol estaba en lo alto, y tanto el calor como el cansancio eran insoportables.
Entonces el Viejo Tulio miró a esteban, y sus ojos eran tristes, brillantes, cubiertos por unas enormes lágrimas, como cristales diáfanos y espesos. En eso dejó caer torpemente la carga; se sentó en un tronco en el camino, y vomitó algo amarillo. Estaba blanco y débil. Esteban consideró al viejo, dejó su carga a un lado del tronco, se acercó a su padre, y se sentó a su lado. Le rodeó la espalda con su propio cuerpo, y sostuvo su cabeza apoyando la senil frente sobre sus manos, mientras decía:
–Descanse, padre. Ahí llega el compadre.

Albeiro Patiño Builes

Texto agregado el 02-12-2004, y leído por 117 visitantes. (0 votos)


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