A Javiera V. Riveros Parra
Ojalá que te guste. (Disculpando el oxímoron)
Sus ojos estaban tan estrellados como el cristal que, bañado por las heladas gotas de lluvia, transmitía una imagen incierta de aquello más allá de sí. El sonido de las notas de plata deslizándose por el aire y muriendo contra el pavimento era el único que acariciaba sus sienes y que no provenía de entre los muros de su mundo; eso y los susurros distantes de las figuras de más allá del cristal.
¿Quienes eran? ¿Por qué no los conocía y por qué ellos parecían no conocerla? de la piel tersa y blanca de la más inocente criatura manaba un calor embriagador. Y más suave que los diamantes derretidos que caían sobre la calle, destilaba de sus ojos su plateada su solitud. La inmensidad de aquélla casa era siempre sobrecogedora, y sus piececitos de porcelana se resentían por la distancia que separaba sus aposentos de la cocina y del balcón, pero las horas de fascinación entre curiosa y melancólica durante las que desde allí observase al mundo tras sus ventanales antiguos le permitían descansarlos. A veces sus profundos ojos negros descansaban sobre una figura en vez de pasearse entre una y otra. Ésta vez, La inconmensurable belleza de los ojos de aquél hombre de aspecto bohemio y desaliñado le hacían estar segura de que él comprendería su larga solitud. No podía ser de otra manera, esos ojos.
Hacía mucho desde la vez última en que hablara con alguien más que con las pinturas, las delicadas muñequitas de trapo triste o las sombras imaginarias que vivían entre las noches de su cuarto. Quebrósele pues la voz antes de poder preguntarle a su adorado desconocido nada, cayendo a llorar a los pies de quien ella tenía por seguro la confortaría y la protegería. Nadie más que él podría haber sido elegido por la Providencia para amarla. Él no parecía confundido, estaba tan cierto de su destino juntos como ella lo había estado siempre. La seguridad en sus ojos angelicales la confortó más de lo que podía recordar haber sido confortada jamás. Él lo sabía, ambos lo sabían en lo más profundo de sus corazones, nada más importaba.
Que por alguna benevolencia infinita de la Suerte se encontrasen fue sorprendente, sin embargo todo estaba muy claro. Que habían nacido para éste momento, que cada caricia era perfecta sólo por que durante la eternidad cada gota de sus almas se había preparado para darlas. Que cada beso era un propio mundo perfecto, un universo oscuro, infinito e inexplorablemente mágico entre las comisuras sólo por que sus rostros habían sido moldeados con el único propósito de que sus labios hiciesen el amor como lo hacían ahora. Él era silencioso y cómplice, no estaba nervioso como ella, actuaba como si durante toda su vida hubiera estado esperando a que ella abriese esa puerta hoy.
- Amor mío- musitó ella.
El índice de su amante se posó rápidamente sobre su mentón, ella comprendió que era mejor que ninguna palabra enturbiara esta perfección. Las manos del desconocido que ahora sentía haber amado toda la vida danzaban sobre su cuerpo que ahora, sintiendo el hambre que hace años había ignorado, lo atraía hacia sí desesperadamente. Su carne entera se retorcía y sentía una voz dentro de su cabeza, y a lo largo de su piel y entre sus piernas y en su espalda que le gritaban desesperadamente extasiadas por que sus pieles se tocaran. se sintió algo avergonzada de su deseo una vez que desgarró las ropas de ambos, y sin embargo hasta esto desapareció quemado cuando en la oscuridad sintió una boca de fuego besarla entre los hombros y el cuello. Millones de pequeños pedacitos del paraíso tocaron a la puerta de su piel y hasta su alma se estremeció de placer. El gemido agudo que sin querer salió de su garganta que, angustiada de amor, quebró el aire, encendió los fuegos de su amado, que la mordió cada vez con más pasión. La devoró estrellándola cada vez más contra el éxtasis
. Cuando sentía que su cuello no podría soportar una gota más de placer y cuando de su aliento jadeante sólo quedaron pocos hilos rasgados, su amante le sonrió con amorosa malicia. La incertidumbre que más bien parecía expectativa por una deliciosa sorpresa inundó la boca jamás besada.
Tantos años de soledad tras las rejas invisibles del mundo, dentrofuera de la vida. Y él, el era tan hermoso! debía ser tan admirable, tan fuerte, tan sensible. Por supuesto que lo era. Acarició tiernamente su rostro mientras observaba como sus gestos se contorsionaban más y más mientras alguna parte desconocida de su cuerpo penetraba un rincón oscuro del suyo. La certeza de que esto significaría algo, de que él si la amaba, que la amaría por siempre y que nunca más estaría sola no se parecían a nada, excepto tal vez a la firmeza con que el destino dejó escrito que nunca volverían a verse.
Pero eso ya es otra historia, que ha de ser contada en otra ocasión.
T. S. Boncompte
27 de Julio del 2003
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