Vivir a miles de kilómetros de tu familia, tiene sus ‘pro’ y sus ‘contra’.
Por un lado la alegría de no verte mezclado en esos entuertos de una típica familia argentina descendiente de italianos, donde todos hablan a la vez y nadie escucha; y por el otro, por el lado feo, los ataques de ‘magún’ que te agarran a eso de las 3 de la mañana, cuando el pícaro sueño no quiere venir.
El ‘magún’, como dice mi abuela, es esa angustia que te perfora el pecho como si fuese una descarga eléctrica. Es, palabras más palabras menos, lo que me atacó esa noche.
Quizás castigado por algún error cometido años anteriores o en desquicio por haber festejado semanas atrás los goles de Argentina contra Colombia; debajo de la pata de alguna mesa de billar estaba escrito que esa noche iba a dormir una hora, iba a soñar con mis tres sobrinas pequeñas abrazándome y llorando de alegría, e iba a despertar lo suficientemente alterado como para masticarme una cajetilla de Marlboro y exhalar el humo.
En efecto, a las dos y cuarto de la madrugada puse el primer cigarro del día en la tijera de mis dedos y casi cuatro horas más tarde puse el décimo, con la luz encendida, la espalda pegada a la pared, la pierna izquierda levantada como mostrando una herida en la rodilla y la cabeza mareando las ideas que se movían de un lado al otro a la velocidad de la luz.
A las ocho, resignado, me levanté. Me di una ducha con agua fría y me preparé un café de esos que ni los Catwright (los de Bonanza, ¿se acuerda?) hubieran tomado en ‘La Ponderosa’.
Asqueroso.
“Si hay algo para lo que no sirvo...” pensé, y volví a empezar la frase: “Si hay algo más en lo que tampoco sirvo, es haciendo café”. Lo dije en voz alta, como si estuviera convencido de lo que expresaba.
Volví a la habitación, cargué el teléfono móvil en su estuche y lo coloqué en mi cinturón. Me sentí John Wayne. Di media vuelta y, mirándome al espejo, aflojé el belcro para desenfundar el teléfono más rápido que mi sombra... sonreí de costado y con voz de doblaje mexicano, dije: “Está acabado Sheriff... hasta aquí llegan sus horas”.
Por un momento me reí de mi mismo pensando que era un imbécil: ¿Cómo se me iba a ocurrir comparar un teléfono móvil del siglo XXI con un revólver del lejano oeste?. En el “wild west”, los hombres vivían tan inseguros y tan vulnerables ante la maldad, la discriminación, el odio y la envidia, que la única manera de sentirse ‘seguros’ era llevando un arma en la cintura –aunque no la usasen–. En cambio hoy, el móvil ... Bueno, en realidad lo de inseguros y vulnerables sigue siendo la causa por la cual llevamos un móvil en la cintura.
Salí a la calle, caminé hasta la tienda más cercana para no tener que sacar el caballo... eh, perdón, el coche; y compré –en un claro acto de desprendimiento material para el bien de mi familia toda–, dos tarjetas de diez euros. Estaba decidido no sólo a hablar a los míos en Argentina, sino, además, a hacerlo por varios minutos.
Cargué las dos tarjetas y marqué con un ‘piiip’ largo, el número registrado en la memoria de mi móvil que corresponde a la casa de mis viejos. Mi madre de inmediato se prendió al teléfono, me preguntó cómo estaba y comenzó a recitar un listado de personas que habían fallecido en mi pueblo en los dos últimos meses, y que ella pretendía hacerme ver que yo los conocía. Después de siete minutos necrológicos, se detuvo, me dijo que me quería mucho y me pasó con mi abuela, la de origen italiano, ‘la nonna’.
Con voz entrecortada por los afectos, ‘la nonna’ alcanzó a decirme : “No sabés lo bien que te escucho ‘Marcelín’, parece que estuvieras acá...”. Su sonrisa entonces se quebró por la emoción que le produjo escuchar a su nieto mayor hablándole por teléfono desde España.
Esto, no debería haberme afectado, pero –de hecho– lo hizo.
Mi nona, ‘La Chocha’ como cariñosamente la llaman sus hermanas, tiene 82 flamantes años cumplidos en el pasado mes de febrero y una salud de hierro forjada con extensos momentos de felicidad al lado de un gran hombre que ya fue; con recetas de una cocina que huele a salsa de tomates y pan casero; con la fritada de miles de empanadas que medidas en docenas podrían superar el recorrido de la muralla china y por millones de mates cebados con ternura debajo de la enredadera y a la sombra del cariño que la mantuvo, por más de 12 largos lustros, al lado de Eusebio Aníbal González, ‘El Sordo’, mi abuelo. Nunca le faltó nada. Desde muy joven supo ser feliz sin lujos –pero sin necesidades– en todos los aspectos de la vida.
Por eso, quizás, me sorprendió y emocionó tanto lo que luego dijo mi madre al tomar nuevamente el teléfono. No sé, quizás hubiera asociado el hecho con la pobreza, con la falta de recursos. Nunca se me ocurrió pensar que se tratara de humildad. Sin embargo, la ausencia en sus 82 años de vida, de un elemento tan vital y necesario en los 37 que llevo sobre la faz de la tierra, marcaron una referencia casi incomprensible en pleno año 2004.
No fue el ‘magún’.
Fue la sorpresa.
Mi madre me lo dijo llorando y con las últimas gotas que quedaban de tarjeta: “Entendela hijo. Es la primera vez que habla por teléfono...”.
George W. Bush (el hijo de Bush), no podría presidir el país más poderoso del mundo si no tuviera al menos un teléfono en su escritorio; a Batman, el superhéroe, le podría haber faltado Robin, pero no el teléfono rojo con que se comunicaba con el comisionado; Maxwell Smart, el Superagente 86, no hubiera sido tal sin su zapatófono; e incluso Finlandia, ese país que a principios de los ’90 vio amenazada su equilibrada economía ante la inminente caída de la exportación de sus calzados, no estaría hoy a la cabeza del mundo si no se le hubiese ocurrido a Nokia ponerse a fabricar teléfonos móviles.
Sin embargo, más allá de cualquier tipo de especulación a la distancia, mi abuela, mi nona, ‘La Chocha’, fue capaz de vivir 82 años y algunos días, sin necesidad de hablar por teléfono.
Vivir a miles de kilómetros de tu familia, tiene sus ‘pro’ y sus ‘contra’. |