Érase una vez una pequeña república. Estaba situada en el cauce del río Conejo, sobre la ínsula de Barataria, entre el castillo de If y la península de Ruritania. En realidad no era una república, sino una monarquía, pero un día el enviado del terrible emperador de Freedonia, en mitad de una cena, y presa de una borrachera terrible, dijo estar encantado de estar en la república de Barataria, así que, en la disyuntiva de enemistarse con el emperador o tirar al rey al río junto con los santos que no atendían a las rogativas, el gobierno (que, a la sazón, era de centro), decidió tirar por el camino de en medio y cambiarle el nombre al país (que originalmente no se llamaba Barataria, pero eso importa poco) por el de República de Barataria, y dejar al rey en su sitio, siempre que se mantuviese calladito y no diera la brasa. Alguien planteó llamarla República Patatera de Barataria (ya que las patatas eran el principal recurso económico e industrial del país. También los patatas, aunque eso es otra historia), pero esto se descartó ya que lo de patatera les recordaba demasiado a un terrible tirano que, aliado con la hidra roja y comunista, había intentado desbancar al gobierno de sus sagradas misiones (se decía del interfecto que tenía cara de patata, pese a que otros decían de él que de lo que tenía cara era de cervatillo huérfano, y que era más inocentón que las amapolas del campo).
Este país tenía un sistema de gobierno denominado Demofágia Demagógica, porque se decía que lo había instaurado el gigante Magog, quien se comió a la mitad de la población de la ínsula con total equidad, sin hacer distinciones de sexo, culto o condición social. Nadie ha explicado nunca dónde estaba por aquel entonces su hermano Gog, y lo cierto es que a nadie le interesaba demasiado, porque todo el mundo estaba demasiado ocupado con un deporte denominado sustroll, que consistía en ver a un grupo de millonarios corriendo de un lado al otro de un prado mientras un grupo de actores disfrazados de trolls les iban dando sustos. Tampoco se ha explicado nunca si se los comió crudos o cocinados, aunque sobre esto sí había un encendido debate entre los del norte (que sostienen que se los comió al pil-pil y acompañados de txacolí) y los del sur (que afirman que sólo se comía a los niños, fritos y acompañados de manzanilla).
El gobierno, en fin, estaba formado por un presidente (que gobernaba bajo el título del Pequeño Gran Asno, título este cuyo significado se había perdido en la noche de los tiempos, a pesar de haber sido instaurado apenas pocos años antes), su esposa, la señora Tonel (llamada la Mujer-Mujer, para distinguirla de una afamada artista televisiva con quien compartía tan egregio apellido y que era conocida como la Mujer-Platodefabada, y quien, si bien no era oficialmente parte del gobierno actuaba como si lo fuera, y quien además era la encargada de acabar con la pobreza en la capital de Barataria, cuestión esta que hacía con gran eficiencia, para desespero de las poblaciones vecinas, quienes se tenían que hacer cargo de los pobres expulsados extramuros) y una retahila de consejeros, llamados los Misterios, elegidos entre las más nobles y patricias familias del país. Concretamente, entre los cuartos oscuros y apartados, las húmedas mazmorras y los altos torreones cerrados con siete llaves en los que estas familias guardaban de la visión del populacho a disminuidos, deformes, locos e hijos ilegítimos, para evitar que su malsana presencia pudiese contaminarles o hacer que la plebe tuviese una mala impresión de ellos y pudiera llegar incluso a creer (tamaña osadía!) que los integrantes de dichas familias eran tan humanos como los demás (cuando para cualquier observador imparcial hubiese resultado evidente que lo eran... mucho menos. Las familias, me refiero. No los pobres recluidos, que, al fin y al cabo, tampoco tenían la culpa de nada.).
Así, en aquella suerte de corte del Rey Peste que eran los Consejos de Misterios de la República de Barataria (que, insisto, ni era una república ni se llamaba en realidad Barataria), se encontraban, indefectiblemente, alrededor de una mesa rectangular imitación caoba y sobre unas incomodísimas butacas de polipiel (herencia, sin duda, del anterior y nefando equipo de gobierno, el Partido de la Pancarta, que eran todos unos rojos malmasones), el Pequeño Gran Asno (presidiendo la mesa, ya que así quedaba bien centrado y él era, ante todo, de centro y gran defensor de la constitución del país, que indicaba claramente que todos los ciudadanos eran iguales ante la ley, siempre y cuando fuesen iguales, y que a los que fueran diferentes ya les podían ir dando mucho por donde amargan los pepinos, que ya se sabe que de toda la vida han habido iguales e iguales no jodas Pepe. Ese artículo ha sido copiado textualmente, y entre los baratanieneses hay una seria sospecha de que fue escrito bajo la influencia de varias botellas de vino y unos cuantos cigarrillos de la risa.). Justo enfrente suyo , en la otra punta de la mesa, se sentaba su santa, la Mujer –Mujer. El por qué se sentaba allí, en lugar de a la diestra del Asno (me permitirán que , en adelante , me refiera así al Pequeño Gran Asno, ya que el título completo es demasiado largo, y después de todo, es como le conocían sus conciudadanos), como era la costumbre, era un pequeño gran secreto. Parece ser que tenía algo que ver con una costumbre importada del Gran y Temible imperio de Freedonia en tiempos del anterior emperador (que fue depuesto por el actual en una larga e incruenta guerra -como todas las que hacía el Imperio, por otra parte, ya que eran especialistas en guerras incruentas e incluso habían instaurado la figura del Cirujano Marcial para realizar ataques quirúrgicos-, mediante una compleja estratagema que incluyó bombardeos sobre población civil jubilada con mariposas kamikaze en el frente de la Península de la Mohosa), costumbre esta que nadie sabía exactamente en qué consistía, pero de la que sí se sabía que tenía algo que ver con becarias, puros, cortinas y tocar el trombón (otras versiones hablaban de la tuba, y otras, incluso, del acordeón), y que todo el mundo suponía que se trataba de algo escandaloso. Todo el mundo salvo la señora Tonel, quien, como era una Mujer-Mujer, lo consideraba una conducta impecable, siempre y cuando después se despidiera con cajas destempladas a la susodicha becaria (después de todo, siempre podría encontrar trabajo en alguna orquesta tocando el trombón, la tuba, el acordeón, las maracas sabrosonas o lo que fuera que tocase bajo la mesa del presidente).
Uy, por dios... qué tarde se nos ha hecho. Otro día les cuento lo de los Misterios, que es ya muy tarde y mañana hay que madrugar para ir a trabajar. Buenas noches, y que no les piquen las chinches.
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