Hoy el sol se ha equivocado. Trajo al amanecer, sobre un cielo claro y temprano, burbujas rosas que se desplazaban al son de mis latidos. Subí a ellas, olvidando el tiempo y el apuro. Se detuvo la vida y el despertar de la ciudad. Inspiré profundo, cerré los ojos y aún estaban ahí, proyectándose en el oscuro túnel de mi conciencia. Sin obtener el sabor del aire, pude posar mis labios en sus formas, y como algodón de azúcar, la huella del rocío acaramelado quedó en mí. El algodón, más grande que mi cara, lo sostenía fuerte para que no se volara. Adoré su color contrastado con el verde del parque y sin atreverme a morderlo, el aire lo iba deshaciendo, colgando pequeños cristales de sus contornos sinuosos. Decidí tocarlo, se prendió a mis dedos, lo llevé a mi boca y se hizo agua, se hizo nada, regando de azúcar mi garganta y mi savia. Cómo podría haber adivinado en ese momento, que mucho tiempo después el mismo sabor entraría a mi piel por el sutil conducto del sentir? Tan sólo era azúcar con forma de nube y color de rosa. Tan sólo era un juego que me ayudaría a reconocer, mucho tiempo después, el sabor de la dulzura en los ojos de mi hijo, en la voz del amor, en las notas de la música que me han mostrado el contorno de lo esencial y en los amaneceres azules con nubes color de rosa.