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La Ultima
(Cuento de horror)

El cielo de aquella noche se desgranaba en una miríada de húmedas e invisibles moléculas. En mi tortuoso deambular, la espalda parecía soportar el peso del mundo, mis pies se escurrían como anguilas en el viscoso interior de los zapatos. El calor infernal aletargaba mis sentidos y torturaba mi empapado cuerpo, la lengua chasqueaba desesperadamente en silenciosa súplica dentro de la pastosa cavernidad de mis fauces. Ideas suicidas surcaban como relámpagos mi tormentosa mente, mientras el ininterrumpible ulular de las cigarras en celo, reverberaba frenéticamente en la bamboleante bóveda de mi cráneo. La esperanza de que pronto estaría con ella era la única fuerza que lograba impulsarme en el rastrero regreso hacia mi morada... ¡Pronto la tomaría entre lágrimas y risas, deleitándome con su frescura en un profundo beso! ¡Mi rubia deliciosa..., mí consuelo!

Aún no alcanzo a discernir el origen del oscuro presentimiento que me embargaba a medida que me acercaba a la casa, quizás fue la particular tenebrosidad de aquella macabra noche o el efecto del embotamiento que la baja presión me producía, orillando los límites de la náusea, lo que predisponía a mi mente para pensar lo peor.
Cuando por fin llegué a la puerta, me desplomé ansiosamente sobre el picaporte, intentando, con toda la torpeza que acarrea inevitablemente la desesperación, introducir aquella llave de la felicidad en una cerradura que, aquella noche, parecía empeñarse en ser el ultimo obstáculo para llegar a ELLA... ¡ELLA..., mi alivio, tan suave y exquisita, con ese cuerpo y ese perfume que solía excitarme hasta el delirio!

Con la titánica obstinación que me caracteriza, las llaves del manojo se escurrieron una a una, improperio tras improperio entre mis temblorosos y húmedos dedos, hasta que al fin se abrió la puerta, declarándome su derrota con el fantasmal quejido de sus bisagras. Nos arrastramos ambos hacia adentro —la puerta y yo— únicamente por la ayuda de la inercia y la obediencia hacia ciertas leyes físicas que aún conservan los objetos. Ahora quedaba sólo una puerta entre nosotros ¡y sin llave, bendita sea! Tras ese umbral, yo simplemente esperaba que ella me esperase, para fusionarnos en fervorosa pasión..., ¡quería llenarme de ella! ¡Chuparla toda!

Pero cuando en medio de aquella espesa oscuridad, pisé accidentalmente aquel tintineante y diminuto objeto metálico, un horrible y escalofriante presagio serpenteó urticante por mi espalda, derrumbando en su coletazo final, gran parte de mi esperanza. Fue entonces cuando al mismísimo borde de la demencia, decidí abrir violentamente aquella segunda y última puerta, para terminar, de una vez por todas, con la pavorosa sensación de angustia que laceraba mi corazón y turbaba mi mente.

Mi rostro y mi alma fueron golpeados salvajemente por aquella luz, aquella helada brisa y sobre todo, por aquel vacío que reinaba en ese aséptico interior. Me colgué, literalmente, de la puerta para no desmayarme, pero cuando mis ojos se cansaron de recorrer milimétrica y angustiosamente el gélido vacío de aquel estéril espacio, cayeron al suelo; mis rodillas y mi entereza los siguieron derrumbándose temblorosamente en su derrota: Allí, en el piso, me aguardaba despiadadamente, en una lúgubre penumbra enrarecida por la fría y espectral luz que se colaba por la puerta semiabierta, el macabro cuadro que confirmaba trágica y drásticamente todas mis sospechas y temores.
Tal fue mi impresión que, aún hoy, esa escena se adueña irrespetuosamente de mis pesadillas con horroroso realismo. Tengo la vaga esperanza de que al amortajar esta historia en el blanco papel, me sirva de catarsis para poder por fin exorcizar mi subconciente de este torturante recuerdo, y así poder regresar o acercarme aunque más no sea un poco, al mundo de los cuerdos del que fui arrancado salvajemente por el contundente golpe de esta tétrica experiencia.

Mis pulmones, corazón y estómago se vaciaron al unísono en tal grito de horror, que parecía rebotar por las fantasmagóricas paredes del precipicio de la locura en el que mi mente caía ya, vertiginosa e irremediablemente: ¡allí estaba ella, tirada en el suelo, su largo y refinado cuello en el cual solía refugiarme hasta encontrar la calma, brillaba rígido en el claroscuro, ¡ya no había nada que hacer!... ¡Todo era inútil!

"Si hubiese llegado un poco antes... quizás", pensaba, culpándome sin piedad, mientras acariciaba entre sollozos las delicadas curvas de aquel cuerpo que yacía inerte y frío.
"¡¿Porquéee, por qué tenía que pasarme esto?!"..., balbuceaba mientras sostenía su cuerpo en alto con mis brazos, rígidos como pétreos pilares funerarios, en el improvisado rito que exigía, febril e infertilmente, una respuesta del Destino y de los Dioses ante tamaña injusticia.

Mi esposa entró descuidadamente y me encontró sentado en el suelo llorando, abrigando en un emotivo abrazo de desconsolada despedida, a aquellos despojos, a aquel hermoso envase que hasta hace muy poco contenía a mi rubia tan querida, llena de burbujeante vida.

¿Qué te pasa? —preguntó, limitada por esa estrecha capacidad de comprensión que insensibiliza el alma de las mujeres ante determinadas cosas—, "...vino papá y lo convidé... ¡¿Tanto lío por...?! ¡Pero vos estás loco ponerte a llorar por eso, ...parecés un chico!..

Es que era la ULTIMA —contesté— ¡era la última botella de cerveza que quedaba en la heladera!


“Las Obras de Memo Lesta, el poeta sibarita”
Alejandro Racedo "El Loco"








Texto agregado el 01-12-2004, y leído por 92 visitantes. (0 votos)


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