Querido Julio Enrique:
Impregnada de boleros y brisa marina partí el domingo al encuentro de tu carta. Me dejé llevar sin rumbo por la Vieja Habana, y en uno de esos requiebros con los que te sorprende la mañana en sus cuadras, me refugié en “La Bodeguita del Medio” para sorber un mojito a ritmo de son y olor a hierbabuena. Allí, me atrapó el duende del “Gigante Barba Roja”, que entró cuando se deslizaba la letra de esta canción:
“ En La Bodega del Medio te voy a esperar...
Esto no tiene remedio, en La Bodega del Medio...
Para saber si a mi herida puedes ponerle remedio,
en La Bodega del Medio...”
Confusa pedí otro mojito, para ver si así, se me quitaba la cara de susto, cuando al oído el “duende” me susurró: Y así fue como esta Cuba “guajiranga” me cautivó.
Sin reponerme, dispuse el segundo mojito, acercándoselo: Quiero hablar contigo, -me dijo- antes de que te vayas, quiero contarte ¡tantas cosas!....Si tú supieras ¡cuántas veces vengo a este local! incluso a veces duermo en aquel rincón del patio, entre la escalera y la mesa en la que almuerzan los turistas. Es mi penitencia, porque mi alma se alimenta de esta tierra y del canto de su caña. Y necesito el ensueño de sus noches y sus lunas, del sol y el azul del cielo y el rizo de espuma que baña el mar de mi marina. Y percibí un vapor de lágrimas al escapársele la emoción de su alma.
El bullicio del local amainó de pronto, lo que me puso un poco más nerviosa por esa presencia inquietante, que me obligaba a ausentarme del entorno. Y me retiré del grupo a escuchar su lamento:
“Amo este país – dije una vez - y me siento como en casa – afirmó-; y donde un hombre se siente como en su casa, aparte del lugar donde nació, ese es el sitio a que estaba destinado” . Y el rumor de su lamento llenó el local de ron, limón y azúcar.
Y así me fue llevando al interior de su vida. No entra nadie aquí sin ser llamado – me gritó- . En el comedor de mi casa siempre se disponía un cubierto para el improvisado comensal. Y me contó su receta de cómo se bebe el ron. Me gusta beber, sí – y me apuntó- al ron le echo siempre hielo y limón.
En las aguas de mi marina –prosiguió- he pescado peces bellísimos. No es fácil pescar –afirmó- y me contó que su novela “El viejo y el mar” “es como si hubiera dado expresión a lo que había perseguido toda su vida”. Y continuó: En esa frase que pongo en boca de Santiago: “Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”. ¡Nunca! -me exclamó- derrotado, nunca! Y siguió: pescar me ayudó a reflexionar, a pensar y a amar cada día más el mar.
El hombre sentimental se fue acercando y tras él apareció de pronto el interior de un volcán de pasiones en el que nunca pudo consumir la soledad que le dejó el único amor verdadero de su vida. ¿Fue por ella entonces? - le pregunté – por quien doblan las campanas. Y manoseando su barba – me dijo – sí.
Querido amigo, en algún lugar dormirá su carabina Mannlicher, junto con su correspondencia aún por abrir. Aquí te dejo con mi carta mi agradecimiento por invitarme a recorrer con el paisaje, el paraje humano de este gran escritor. Y también por darme la oportunidad de intercambiar palabras, momentos y fantasías con el amigo, contigo, Julio Enrique.
Desde esta otra orilla te dejo, con mi carta, una invitación a visitar la permanencia de Hemingway en esta Ciudad y un beso muy fuerte.
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