BLASONES Y BANDERITAS
Seguramente erré con el título y lo que sigue, además de guardar poca relación con él, resulte en una estupidez supina. Pero igual me largo a monologar sobre este raro asunto que tiene que ver principalmente, con lo que se muestra y con lo que realmente se es.
Las “banderitas” no son más que eso: no llegan a “bandera”, no significan otra cosa que un alarde de colorinche, de poquita cosa que se agita para llamar la atención. Una sonsera circunstancial. Una apariencia. Quiero que me miren, que me corran bola, que me señalen con un dedo y por un minuto, me tengan en cuenta. ¡Acá, che, vean, soy buenoooooo! ¡Eh, manga de giles, attenti conmigo, soy poeta! ¡Hoooolaaaa, compañeros, soy un campeón de la amistad!
Y otras por el estilo. Coyunturales. Subrayando alguna pegada, ciertos convencimientos íntimos, esporádicos aciertos. Esos batacazos que nos hacen sentir grandes. Acaso demasiado grandes. La cagada es cuando saltamos de un gol hacia el siguiente y en ese tren, empezamos a acostumbrarnos a las banderitas de todos los colores.
Un blasón es otra cosa. Para empezar, no se puede sostener con una mano sola ni agitar como un cascabel. Sus colores no cambian. Ni sus figuras. Ni su tamaño es mínimo. Un blasón se hereda. Se entroniza en casa. O se lleva puesto. Y no “dice” sino que “representa”; luego, exige una lectura ardua y profunda, una comprensión solitaria, un silencio y una calma.
Si así lo prefirieras, te hablaría de “heráldica” o de “escudos”: sería lo mismo. Todo conduce a la idea única de “armas”... Es decir, lo que se es. Lo que en el fondo de cada uno queda cuando te sacas de encima lo que se muestra, lo que alimenta lo que se muestra, lo que se siente, lo que alimenta lo que se siente, lo que... En fin, lo que resta. O sea, esos dos o tres valores que hacen de vos lo que sos realmente.
La lealtad. La entereza. El coraje. La honestidad. La fuerza. La resistencia. La pasión. El convencimiento. Y puedes agregar lo que quieras. Todo lo que quieras. O restar. En suma, de esto se trata. Y de esta oculta esencia queda dependiendo todo lo demás que te reviste cuando sales a trabajar de animal político.
No puedo definirme en términos de “bueno” o “malo”. Sé que trato de no ser una mala persona y eso ya representa un enorme esfuerzo. Luego, mi blasón no es ostentoso ni recargado. Una frase -“Rómpete pero no te dobles”-, sintetiza cabalmente todas las enseñanzas que asimilé de mis mayores. Acaso pueda ser éste un buen lema para mi heráldica sencilla que se ha trazado sobre una sola pieza. A la fecha soy incapaz de duplicarme o de dividirme. Cuando extiendo una mano, hay un pacto. Y puedo dar la vida para sostenerlo.
No sé de otras cualidades. A lo mejor porque no he tenido tiempo de pensar en ello. Tampoco he tenido tiempo (debo confesarlo), de comprar banderitas ni de detenerme a agitarlas. Y ¿quieres que te diga algo?, ando por acá convencido de que vos y yo, por lo menos en esto, somos iguales...
EJERCICIOS
Me he pasado una indescriptible cantidad de tiempo en ocio pleno. Desafiando consejos, críticas, opiniones de todo tipo. Ocio pleno. Hueveo, si así prefieres llamarlo. Echado culo para arriba. Rascándome el higo. En las nubes. Al pedo. En todas las etapas de mi existencia. Aún en la presente. A espaldas de las obligaciones, los preceptos y las agendas. A solas conmigo y mis delirios.
Y acaso de ello haya salido la mayor parte de lo que me animé a fijar por escrito. De lo que con inaudita prepotencia dí en llamar “mi literatura” y que ahora apenas llego a definir como simples ejercicios. Acaso porque mi sentido del humor ha crecido mucho más allá de lo prudente. Acaso porque han atracado en el malecón de mi conciencia los poemas certeros de mis amigos poetas. Precisamente en su honor, no puedo sostener tanta bandera.
Soy hábil para las letras. Para lo técnico y lo estratégico. Hábil y experimentado. Aún para esa ruda forja de un modo propio de decir lo que digo. Pero ser poeta es otra cosa. Otra cosa. Rotundamente.
Ser poeta es mantener, entre la espalda y el pecho, un incendio. Es volverse huracán y cenizas quietas y todo eso simultáneamente. Es desbordar la lógica y volverse bestia. Es ser preso y andar suelto. Desaparecer en un eclipse y resucitar marioneta.
Ser poeta es bailar con la muerte a entera conciencia. Es militar la vida con vocación entera de ofrecer la frente y el pecho a todos los vientos. Es arder sin quemarse y poder escupir sin abandonar una sonrisa perenne. Ser poeta, en fin, es mantener sin tapujos la potencia de volverse mandolina o colibrí. Según se quiera.
ELOGIO DE LA SAVIA ARDIENTE
No he podido dejar de pensar ni un instante en vos metida en el centro de las llamas. En tu grito pelado. En tus manos vueltas pájaros para surcar el cielo ennegrecido de la calle en armas. Ni un instante he podido abandonar esa fotografía que sospecho jamás será publicada en ninguna primera plana y para la que tu cuerpo resulta ser un eje ínfimo pero inevitable.
Creo habértelo dicho desde esta descomunal distancia. Y haberte recomendado inútilmente que te cuides. Que te mantengas a un costado. Que dejes a la Historia mover sus cangilones demorados repitiendo –en aquella ciudad distante, en estos días nuevos-, los mismos círculos ya experimentados. Que no te conviertas en un blanco móvil ni en una noticia sombría de una sola frase. Haberte dicho creo que si así lo sientes, te quedes en el lugar del incendio pero no vestida de Juana...
Ya sé que la savia arde en aquella capital color esmeralda. Sé también que oscuras manos cumplen con el oficio de mantener las teas en alto. Que sordos ecos alientan las llamas. Que ondean banderas y pancartas. Y que vuelan los proyectiles casi con el mismo zumbido que las risotadas en el palacio. Sé que las gargantas se secan, que se agotan las paciencias y las lágrimas. Sé de los infantes y de los jinetes. Y de los represores disfrazados. Y hasta puedo saber de los que tiran piedras y después esconden las hondas.
Pero nada de toda esta certeza tendrá sentido si tú quedas en el camino de cualquier bala perdida. Aunque se dispare para amedrentar. Para hacer ostentación de barbarie. Para cometer un desgraciado chiste. Para subrayar la cobardía. Nada tendrá sentido si caes. Nada, si tu sangre quedara allí, sobre el pavimento, confundida entre la mugre y los residuos.
¿Sabes qué? A veces me gustaría haberme guardado un pedacito de la fe que hace tanto he echado fuera. Para murmurar con discreto tino una oración simple. Para abrigar, aunque más no fuera un poquitito, este frío que ha anidado en mi espalda. Pensando. En aquella savia que arde. Bajo tus pies. Y bajo los míos.
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