Y he aquí, que ya no te saludo una vez más, sino una vez menos.
Y las horas pasan llorando, porque la espera ha sido larga y lenta. Dolorosa y deprimente.
Y me lavo las manos. Me lavo las manos de la miseria que lleva la impotencia venida desde dentro,
desde lo más interno de los seres.
Tus células, si, ésas células, delatan la muerte y fallecen lentamente.
Es un deceso inexorable y sumamente azul.
Ya nunca más alzar la vida por los hombros,
es la monumental prueba de cómo se hunde el tiempo, aquí en mi gente.
Tus ojos, esos ojos, ya no son tampoco los mismos. No hay tiempo para exigencias en el ocaso del máximo respiro.
Me avergüenzo debajo de las piedras de la muerte,
y surgen lágrimas que me queman derepente.
Es su acidez, su cinismo alimentado por lo años.
Nació hace tiempo tras los muros inciertos del futuro
y dejó sembrada la discordia de los soldados del ánimo presente.
Siempre sabremos que no fué el fin último del
espíritu iracundo.
Es así, que me despido antes de irme y que te vayas.
Paradójicamente te condeno.
El destino ha dicho que las cartas mayores ya están jugadas,
y con resignación de la más noble te saludo.
Una reverencia de oro, de regalo,
un respiro enorme y tan sonriente, tan sonriente que abarca todo lo alegre de la vida.
Es una amplitud eterna de la más celeste,
que me obligará a mirar el cielo con orgullo,
con el mismo que implica el resguardo de otro más soldado.
Un corazón que me recuerda que la vida está sellada con fuego y con la muerte.
El Coronel. |