Jamás había tenido un sueño tan ilógico como aquel, pero parecía tan real. De pronto aparecí nadando en un mar dulce de aguas completamente secas. Unos instantes después del comienzo y mucho antes que el final, encontré una balsa sin dueño. No estaba sólo, estaba acompañado de la angustiante soledad que estaba personificada en un espacio vacío junto a mí sobre la balsa.
Cuando anocheció el cielo estaba totalmente oscuro, pero el sol brillaba como nunca. Al ver el cuerpo sin vida de mi hermano gemelo que nunca había nacido, flotando en esa arena liquida y azul oscuro, comencé a reírme de tristeza, aunque no me sorprendió ver sus restos porque ya lo tenía por muerto desde antes que naciera. Después de veinte días y cuatro noches llegue a una isla de agua muy reconfortante, que se distinguía del mar, sólo porque yo la había llamado isla de agua.
Seguí navegando en mi balsa para poder llegar a mi casa. A lo lejos vi un pedazo de tierra poblado de árboles. Hacía mucho frío, me despojé de mi remera y encendí un fuego entre las piedras; no duró lo suficiente, porque se congeló como hielo. Me recosté para buscar tranquilidad y fue en ese momento cuando una música muda llegó a mis oídos. Pensé que podía ser una melodía compuesta por los ángeles que anunciaban mi nacimiento en otra vida. Escuchando esa maravillosa composición, le pedí a Dios por mi vida, pero de mi memoria rescaté un dato que me hacía perder las esperanzas: Dios había muerto la semana pasada.
- ¿Qué voy a hacer? ¿Será el fin?. Me dije a mí mismo en aquel sueño.
Los miedos empezaron a aparecer como puñaladas que se clavaban en todo mi cuerpo y me hacían temblar hasta el alma.
Cuando desperté sobresaltado, empecé a roncar.