Se encontró en posición vertical con la cabeza hacia abajo. Estaba incrustado en una clase de arbusto silvestre que predomina en las sierras de Córdoba (Argentina). El enigma, de dónde estaba y cómo había llegado ahí, se sobrepuso a los golpes en todo el cuerpo y al ardor que le podrían haber producido los miles de cortes en su cara que parecían multiplicarse por cada segundo. Se incorporó con mucho esfuerzo, sin notar que una de sus piernas estaba fracturada. Unos metros de dónde estaba el arbusto, advirtió un automóvil desecho e irreparable. Nada recordaba, pero tenía la seguridad de que aún no había aprendido a manejar. Debía haber alguien más allí, alguien que quizás le explicara que lugar era en el que estaba.
Comenzó a sentir un dolor que lo agotaba con ferocidad por todo el cuerpo, y por partes separadas a la vez, ya sea en su cara, sus brazos, sus genitales. Y su pierna, que dejaba al descubierto una quebradura externa irreparable ante los ojos de cualquiera que no fuera médico. A pesar de todo, tuvo una intuición que le indicó caminar un tramo, aproximadamente unos diez metros y que le permitió notar la presencia de un pequeño cuerpo.
Sin comprender nada aún, levantó el cadáver con dificultad a causa de la inconsistencia del mismo. Le pareció que tenía en sus manos una bolsa de plástico con agua caliente que iba de un lado al otro, hasta que le vio el rostro, al que le faltaba uno de sus ojos. Al instante se le llenaron los ojos de lágrimas al reconocer a su hermana. A pesar de que siempre dijo que no la quería en absoluto, le fue inevitable dejar caer unas cuantas lágrimas. Luego de unos minutos, soltó a su hermana, dio tres pasos y se desplomo en el suelo.
Desde allí reposado involuntariamente sobre la tierra y algunas espinas, empezó mirando un cielo celeste resplandeciente y terminó rezándole a una bóveda color azabache que mostraba un salpullido de luces del espacio.
Cuando llegó el punto medio entre el anochecer y el amanecer, escuchó ruidos muy molestos, ruidos que lo hacían perderse en el ave maría. Distinguió entre las malezas y la oscuridad una manada de cóndores comprendida por tres especimenes. Notó que algo comían, y dedujo que el manjar de aquellas debía de ser algo lo suficiente abundante como para que hayan estado allí por veinte minutos, que era, aproximadamente, el tiempo en que había oído ruidos. Treinta minutos más tarde, las aves de rapiña satisfechas se alejaron volando. Aliviado suspiró, mirando aquel punto ahora deshabitado, en el que a plena luz del día, podría haber distinguido los cabellos de su madre.
Faltaba ya muy poco para que amaneciera, y Gastón sólo se pudo olvidar de los coyotes, cuando contempló muy arriba, las luces delanteras de los automóviles que iban desde Córdoba a Mina Clavero. Claro que jamás se dio cuenta de esto, creyó que eran estrellas fugaces que caían en diferentes lugares. Sólo las contó, como aquel que contará ovejitas, antes de dormir. Y contó, contó y contó hasta que durmió para la eternidad.
|