La fragancia de los jazmines y la humedad del césped, junto a la melodía del silencio sobrenatural, convertían al jardín de María en un lugar único e indescriptible. Aunque allí cabía toda la humanidad, ninguna persona lo había pisado jamás y nadie había visto el sol y las estrellas desde allí. En aquel lugar se mezclaban los recuerdos con los sueños, renacían los momentos de felicidad absoluta y nacían ideas para solucionar problemas. La creatividad que podías generar allí era como la de los momentos antes de cerrar tus ojos hasta el día siguiente, cuando estas sólo en tu lecho de paz y con tu vista en negro por la oscuridad, sólo viendo tus pensamientos.
Cuando el rocío caía sobre las hojas de los rosales, el agua se convertía en una medicina para la pereza, los miedos y la tristeza. El viento que nacía de ese jardín, salía a través de una puerta de enredaderas y se llevaba los perfumes de todas las flores y eso era justamente lo que producía de vez en cuando algún milagro. Todo estaba en perfecta armonía, tan es así, que el mismo Dios descansaba del paraíso, en el jardín de María. La felicidad lo era todo y la tristeza no existía ni en los sauces llorones que nacían junto al río.
Un día como pocos, los humanos del mundo entero se congregaron para poder ingresar y vivir allí por unos años. Allí no les hizo falta descansar, beber agua, ni hablar. Sólo necesitaron un espacio para acostarse y cerrar sus ojos; y así vivieron dos años de paz interior. Dos años acostados, sin ni siquiera moverse.
Llegado el momento de salir, los emigrantes de ese ambiente único, al dejar el jardín de María murieron de asfixia por el contraste tan marcado que había de un aire tan puro a uno que había sido manchado a través de los años, por tantas guerras, crímenes e injusticia. Fue así cuando se extinguió la humanidad en la tierra.