Por fin tenía aquel maldito tonel de vino en su bodega. Le había costado mucho, tanto en dinero como en... otras cosas. Pero ya lo tenía. Hizo que los operarios se lo instalaran en el sóta-no, en la bodega, junto a los otros toneles y las botellas de ex-celentes vinos que componían su valiosa colección. Burdeos, Ribe-ras de Duero, Oportos, Prioratos, Vega Sicilias, del Rhin, Ret-sinas, del Penedés, Alvariños, de Rueda... Centenares y centena-res del precioso líquido en todos los tonos de rojo, rosa, amari-llo y verde, de todas las partes del mundo, la mayoría embotella-dos, pero también bastantes grandes toneles incrustados en las paredes de vieja piedra.
Esperó a que los trabajadores acabaran, les pagó y esperó, de pie, a que los sonidos de las pisadas sobre el suelo de lo-setas de piedra le indicaran que ya se habían ido. No le preocu-paba la idea de que pudieran robarle algo de valor de su casa. Después de todo... No quedaba nada de valor allá arriba! Se había gastado la ingente fortuna familiar, todas las posesio-nes, todo lo que tenía el más mínimo valor, para poder comprar sus adorados vinos. Tan sólo conservaba aquel viejo caserón, con lo mínimo im-prescindible para poder dormir y comer con un mínimo de comodi-dad. Todo su tesoro, su verdadero tesoro, estaba allá abajo, en la bodega. Y a Fe, qué tesoro! Lo que allí guardaba no tenía pre-cio. Y ninguna precaución era poca para mantenerlo a salvo.
Una vez escuchó como los pasos se amortiguaban y la puerta blindada que llevaba al sótano se cerraba, respiró hondo, tomó una copa del polvoriento armario que había en la bodega, la limpió con el faldón de la bata, y se dispuso a probar de nuevo aquel excelente vino que acababa de... adquirir. Escuchó como caía el líquido en la copa, y le vino a la cabeza el cómo se puso en contacto con aquel tonel.
Había sido un par de meses atrás, en el transcurso de un congreso celebrado en algún lugar del norte de Italia. Era el úl-timo día, y ya pensaba que se iba a ir de allí sin haber conse-guido nada más que un conato de pulmonía por culpa del inexisten-te sistema de calefacción del hotel, cuando discutiendo con un marchante alemán, que no tenía ni puñetera idea de vinos, el pre-cio de una botella de champán de mediados de siglo, coincidió con aquel tipo. Alto, de unos cincuenta años bien llevados, moreno con algunas canas dispersas, nariz aguileña, cejas elevadas, pe-rilla, voz queda... Daba la impresión de que fuera a saltarte a la yugular en cualquier momento. Impecablemen-te vestido, un puro siempre encendido en la mano, y un auténtico conocedor del arte de los vinos. Trabaron amistad rápidamente, y fue cenando aquella noche cuando le comentó por primera vez que poseía un par de to-neles de amontillado, y que le interesaba deshacerse de uno por problemas económicos.
Quedaron en casa del desconocido para cerrar el trato, en el transcurso de una cena, una semana después. La casa estaba en las afueras de Florencia, un vetusto caserón gótico, siniestro como el castillo de un vampiro de película, con aspecto de estar a punto de derrumbarse. Ninguna otra casa quedaba en pie en un amplio radio alrededor. No le costó encontrarlo, no tenía pérdi-da. Cuando llegó ya había anochecido, lo único que iluminaba el camino era una fría luna llena, que desafiaba la sombra de las nubes de tormenta que comenzaban a tapar las pocas estrellas que esa noche se habían atrevido a salir. La reja de entrada a la finca, corrompida, estaba abierta. Una de las hojas se batía li-bremente al compás del viento, mientras que la otra, descolgada de una de las bisagras, comida por los años y la humedad, perma-necía fijada en una posición de semiabertura, con su arista in-ferior clavada en la tierra negra del camino. Una zarza crecía en ese punto, enroscándose alrededor de los barrotes. Tuvo que bajarse del coche para asegurar la otra hoja con una piedra y permitir el paso del coche.
El jardín que ocupaba la mayor parte de la inmensa finca estaba totalmente descuidado, y la maleza campaba por sus respe-tos, invadiendo incluso en ocasiones la serpenteante pista de tierra que llevaba hacia la casa. En el camino pudo ver los res-tos de estatuas, fuentes y templetes que en tiempos debieron adornar el jardín, todos en mal estado, muchos de ellos en rui-nas. Por un par de veces, vio como entre los árboles una lechuza le miraba fijamente, y como bandadas de murciélagos se elevaban hacia el cielo desde sus nidos, asustadas por el ruido del motor. El valor de la finca debía de ser enorme, y obviamente no le in-teresaba para nada, o no hubiese dejado que llegara a tal estado de decrepitud. Porqué desprenderse entonces del vino, cuando solo vendiéndola podría vivir como un rey el resto de su vida? Una sombra de sospecha cruzó su mente, pero siguió adelante, rodeando el corrompido estanque, lleno de algas y suciedad y ocupado por enormes sapos, hasta llegar a la puerta de la mansión, donde el anfitrión le esperaba con una sonrisa en los labios.
No había ningún tipo de servicio, así que el mismo Leonardo (que tal era el nombre del anfitrión) sirvió la frugal cena. Ha-blaron de cosas intrascendentes, hasta que llegada la hora de los postres decidieron bajar a la bodega para probar el vino cuya compraventa era el objeto del encuentro. Le sirvió una copa. Ha-bía un cierto regusto salado, no del todo agradable, en el fondo del paladar de aquel vino. A la pregunta de a qué era debido, Leonardo contestó entre risas que al cadáver, claro. Que todo buen amontillado se guardaba en barriles que contenían un cuerpo humano inmolado para la ocasión. La carcajada se hizo más sonora al ver la cara de repugnancia y sorpresa que ponía su invitado, hasta que le tranquilizó asegurándole que era broma, por supues-to, y que todo se debía a que era una cosecha vieja, y su conser-vación no siempre había sido tan adecuada como sería deseable. Esto había corrompido ligeramente el vino. Aún así era de una cosecha excelente, y decidieron subir al comedor para cerrar el trato.
El precio que pedía el vendedor por el tonel era exorbitan-te, pero deseaba tanto aquel vino que decidió firmar el contrato. No fue hasta que lo hubo firmado que se dio cuenta de lo que ha-bía hecho. Aquello le arruinaría para el resto de su vida. Sin pensárselo dos veces, en un descuido de su anfitrión, tomo una botella vacía de la mesa y la rompió contra su cabeza. Leonardo cayó al suelo, muerto instantáneamente. Comprobó que el corazón no latiese más, y después, cuidadosamente, arrastró el cuerpo ha-cia el exterior de la casa y lo lanzó al estanque, donde las ne-gras aguas lo acogieron rápidamente, provocando una estampida de sapos y culebras de agua. Después volvió al interior, falsificó el contrato, imponiéndole un precio considerablemente inferior al original, borró las posibles huellas del asesinato tan con-cienzudamente como era posible, y se marchó en su coche, tan tranquilamente como era posible. Las primeras gotas de la tormen-ta comenzaban a caer cuando atravesó las oxidadas puertas del jardín.
Llovió durante tres días, y al tercero llamó a la policía, fingiendo extrañeza por la tardanza de Leonardo o de sus abogados en ponerse en contacto con él, fingiendo preocupación por su es-tado de salud, un hombre solo, en una casa ruinosa y tan alejada de la civilización, sin teléfono... Le podía haber pasado cual-quier cosa.
La investigación oficial fue rápida. Encontraron rápidamente el cadáver en el fondo del estanque, pero no quedaban pruebas vi-sibles. Le interrogaron varias veces, era la última persona que había visto al muerto con vida, podría ser el asesino, pero no había nada que le apuntara directamente, y los herederos tampoco tenían ganas de tomarse muchas molestias en el caso. Después de todo, la fortuna del muerto parecía ser que era considerable, aunque el dijera ir apurado de dinero, y fuese quien fuese el asesino, en el fondo les había hecho un favor. No sabían nada de vinos, ni les interesaban en lo más mínimo, así que cuando supie-ron del contrato se limitaron a formalizarlo ante un notario, y a entregar el barril al que ya era su legítimo propietario.
El transporte fue complicado. No quería arriesgarse a que pudiera seguir estropeándose, así que prácticamente tuvo que re-currir a una bodega móvil, un camión acondicionado a tal efecto, que tuvo que hacer el camino por tierra. Le salió carísimo, pero esto tuvo su parte positiva: los sucesivos controles aduaneros demostraron sin lugar a ninguna duda que no había ningún cuerpo en el barril, despejando con ello los últimos rastros de reluc-tancia que quedaban al respecto. Durante el viaje le llegó la no-ticia de que había habido un gran incendio en el depósito de ca-dáveres donde se hallaba el de Leonardo, y que todos los restos humanos que allí se conservaban habían quedado totalmente des-truidos. Parecía que todo se confabulaba a su favor. Aunque hu-biese quedado alguna pista que le apuntara como autor del asesi-nato y que el agua y los sapos no hubiesen borrado, el fuego la habría hecho definitivamente. No quedaba nada que le amenazara ya al respecto.
Ahora estaba en su bodega, a salvo, y con el precioso tonel en su poder. Se llevó la copa a los labios, bebió un sorbo e in-mediatamente lo escupió con un gesto de asco y sorpresa en la cara. Sabía a podrido. Aquel maldito vino, que tanto le había costado conseguir, se había podrido completamente durante el viaje! Preso de la ira, irracionalmente, cogió una silla y la estampó contra el barril, rompiendo la superficie de madera. No fue tanto la tromba de líquido que siguió a esto lo que le arrojó a suelo, vomitando, sino el hedor a muerte y los restos putrefac-tos del que fue su anfitrión, introducido en el fondo, mirando con sus ojos muertos y macerados en vino, como el líquido rojo oscuro, mezclado con vómitos y bilis, empapaba las piedras del suelo y fluía rápidamente hacia el desagüe, como el corazón de su asesino fallaba definitivamente mientras su estómago, entre convulsiones, intentaba seguir vomitando, hasta después de muerto.
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