Las siete: suena el despertador. Me permito quedarme cinco minutos en la cama, diez a lo sumo y corriendo a la ducha. Mientras, en la cocina, la cafetera emite esos ruiditos que indican que el café ya está saliendo. Al tiempo que me pongo una bota bebo un sorbo de café; la blusa me la abrocho en el ascensor, como vivo en un ático tengo tiempo suficiente hasta llegar al portal, y a veces, con un poco de suerte, puedo hasta echarme rimel mirándome en el espejo del ascensor. Lástima de café, se me quedó la taza a medias en el aparador de la entrada.
Y saliendo a la calle la cosa no mejora, muy al contrario, parece que me contagio de la prisa ajena o ellos de la mía. La entrada al metro se parece bastante a los cuatrocientos idems obstáculos, total para entrar en un vagón que va hasta los topes de gente, que si pierdo ese tren no pasa nada, dos minutos después viene otro tan lleno o más, pero claro, igual a alguien por ahí sí le pasa, que si pierde ese metro luego no enlaza a tiempo con el autobús o tiene que esperar media hora el tren que le lleva al trabajo, y la va a tener una vez más con el jefe… ¿Han oído alguna vez eso de “hay más gente que en el metro en hora punta”? Pues por algo será.
Hace ya años que mis mañanas se parecen bastante a la eliminatoria del “Un, Dos, Tres”, ¿se acuerdan? Para los desmemoriados, para los que no seguían el programa, o para los muy jóvenes aclararé que se trataba de aquella parte del concurso en la que dos parejas de concursantes corrían desesperadas plató arriba y plató abajo haciendo quince o veinte cosas al mismo tiempo, casi todas mal hechas o incompletas. Mis mañanas... y mis tardes, porque este ritmo continúa después de comer... los días en que tengo tiempo para ello, claro.
Bueno, no quiero alargarme, ni estresarles con el relato de la estresada y estresante vida que me ha tocado en suerte. Supongo que a muchos estos hechos les resultarán más que familiares. Pero yo me pregunto (cuando tengo un ratillo): ¿todo esto para que? ¿es factible la vida de otra manera? ¿Qué hace la gente que no tiene jefes agobiantes, metros abarrotados, niños esperando a la puerta del colegio y esposos hambrientos al llegar a casa? ¿Se aburren o sobreviven sin todo esto?
No tengo respuesta. Alguna vez he tenido ganas de retirarme al campo y dedicarme a plantar lechugas no transgénicas y criar gallinas que pongan huevos sin conservantes, que serán saboreados por urbanoides en su retiro espiritual de paso por mi amable casa de turismo rural. Pero no lo hago, supongo que me da miedo aburrirme, el campo es lo que tiene, demasiada tranquilidad, demasiado tiempo para pensar. No debe ser bueno.
Vivo estresada, entre otras cosas, por tener que escribir una columna para este martes, que ronde las quinientas palabras. Pero... éste es el modo de vida que he elegido y el que, de momento, me hace feliz. Y creo que no debo quejarme. El día que lo haga, recuérdenme lo de las lechugas. A lo mejor es el momento de ir pensando en cambiar.
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