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Va creciendo el rumor, se mete por las rendijas, por la puerta que da al pasillo. Invade de a poco, zumba en mis oídos. No quiero escuchar el jadeo de la ciudad que se me hace sucia cuando me la imagino allí, trece pisos más abajo.
No hay caso, gana a fuerza de quejidos, tengo que abrir los ojos y enciendo la radio. Emerge la voz engolada del locutor con las noticias. No quisiera, pero escucho.
Se murió nomás. Esperaba que en cualquier momento me llamaría por teléfono. Siempre lo hace. Dos, tres, ocho veces por día, como hacen todos los mariquitas cuando se enamoran de uno. Supuse que esta vez me diría de su horrible jaqueca y que a pesar de todo, pasaría por alto, como siempre, los golpes. Nunca sospechó que era el asco y mi pecado de no poder prescindir de él lo que me hacía castigarlo.
Cuando regreso al departamento, luego de uno de esos encuentros, me siento aliviado si pude descargar la vergüenza con mis manos.
Tengo que aceptar que no volverá a hablarme.
Ya no quiero salir de la cama, no podré enfrentar su ausencia con naturalidad cuando me pregunten en la oficina qué me pasa, si sé algo de él (morbosos y retorcidos, siempre sospecharon), me paralizaré frente a la computadora, me encontrará la policía.
La cama será mi refugio mientras pasa el dia; ya se me ocurrirá algo. Como primera medida, si no abro la ventana, estaré a salvo. Cuando la oscuridad llegue entreabriré la puerta para espiar.
Desaparece mi muerto cuando apago la radio.
No discutimos, no le pegué tan fuerte, no hubo asesinato. ¿Asesinato? Fue un accidente involuntario, un cambio de ideas. Cómo se le ocurrió terminar así: Siempre con la última palabra.
Mejor desenchufo el teléfono y apago las luces. Aquí no hay nadie, dirá la vieja de al lado y puedo dejar pasar las horas sin que golpee la puerta para ofrecerme solícita, algún favor de almacén.
Quiero pensar.
Se van distanciando los ruidos del edificio, hay olor a comida.Cada cosa ocupa el tiempo que corresponde: el ascensor no sube y baja a cada rato, las madres ya no lidian con los chicos que traen del colegio, los hombres se sacaron los zapatos, el portero desapareció en su cueva y no hay milagro divino que lo saque de allí.
Buena señal. Nadie golpeó a mi puerta. No me buscan. Puedo programar la noche.
Tomo una cerveza y, quizás, si tengo suerte, encuentre a ese otro mariquita, el rubito platinado, en el bar de la esquina.

Texto agregado el 21-10-2002, y leído por 540 visitantes. (2 votos)


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