Mientras las manos exigían otros mundos, la multiplicación de los intentos se hacía casi imperiosa para los mortales. Habían logrado plasmar el llanto en aquellos rostros esteriotipados, bebido junto a las aguas del fracaso, arropando bajo el cristal esas eternas dinastías de injusticias. Lo perfectible se disolvía en circunstancias ajenas al olvido, ante el temor de un nuevo desengaño rondando las entrañas, como un espasmo de la muerte aleteando sus confines. El primer dolor había transcurrido levemente tras las siluetas dispersas, el siguiente volvía a remover las carnes en una excavación profunda, mientras el final se avecinaba inscripto en las cenizas. Desde el cielo, las calles eran habitadas por un sinfín de círculos extraños que disminuían al anochecer, para proyectarse nuevamente en las mañanas. Siempre me detenía en la misma redondez brillando itinerante, en ese proyecto desperdiciado bajo el tiempo de los Dioses. Y la tierra se extendía como un deseo enorme ajeno a la existencia tan lejana e ilusoria, rozando el alma de lo humano que se soltaba hacia otros mundos. El todo y la nada convergían en insondables momentos en que la magia se esfumaba de la gente, en lo oscuro de los mares invadiendo superficies como una guerra ilimitada o el espacio detallado en esas ínfimas fracciones de otras vidas. Mientras el sol cubría las heridas en una infinidad de extraños, sólo me restaba pender como un eco en los espacios de algún conjuro ajeno al tiempo o perpetuarme en la tibieza de otras manos acunando nuevamente el reinado de estas tierras.

Ana Cecilia.