La boa se murió una mañana triste de verano, pero, muerta y todo, su cadáver era espantable para el común de los mortales que la contemplaban desde la respetable distancia de unos diez metros, temerosos que la majestuosa sierpe recobrara su extinta vida para estrecharlos en un poco afable abrazo mortal. Siempre quise tener una boa como mascota y por ello, me acerqué para acariciar a la bella durmiente cuya alma posiblemente comenzaba a enrollarse en algún árbol del paraíso. Recé una oración por el hermoso animal y las personas que se agolpaban varios metros más allá, agacharon sus testas emocionadas y hasta lágrimas corrieron por los escépticos ojos de algunos. Realizado este pequeño responso, até a Carolina, que así la apodé, de su cuello poderoso con una larga correa y apelando a todas mis fuerzas, puesto que la insigne pesaba más de ochenta kilos, la arrastré como si fuese un perro saaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaalchicha y la concurrencia comenzó a batir palmas en homenaje a ese espléndido animal de piel tornasolada. Pensé que Carolina habría estado gustosa de recorrer todas las avenidas de mi ciudad con la mayor impunidad del mundo, deteniendo el tránsito, haciendo saltar a los cristianos desprevenidos y recibiendo las loas de cuanto personaje excéntrico existe por estas callecitas de Dios.
Primero que nada, la llevé a conocer mi casa, obvio que no comentó nada, pero pude imaginármela mirando desde las nubes de su nueva residencia, moviendo su cabecita en señal de aprobación. Bueno, mi casa no es gran cosa y Carolina, educada ella, no manifestó ningún malestar. Apareció más tarde Charlie, mi gata y se engrifó tanto que parecía un puerco espín, luego dio un respingo y se encaramó en uno de los sillones y desde allí miraba con sus ojos verdosos a mi nueva mascota, ronroneando que era un gusto.
Más tarde se la presenté a mi mamá pero mejor que no lo hubiese hecho porque a la pobre le vino un patatús que tuve que llamar de urgencia a la unidad coronaria. Después, entubada y con el aletargamiento propio de quien regresa de tal colapso, le conté en breves palabras que no había sido mi ánimo asustarla. Ella, con lengua algo traposa, me contestó que no era la boa la que la había asustado sino que creyó que me había reconciliado con mi esposa y la llevaba de visita a su casa. Bueno, las madres son así de aprensivas y eso no se lo puedo reprochar.
Con Carolina enrollada a los pies de mi cama y con Charlie durmiendo apegada a mi pecho, pronto me sumergí en las veleidades de una pesadilla. Sentía que golpeaban a mi puerta y al abrir veía a una docena de pájaros carroñeros, todos muy elegantes: camisa negra, corbata clara, zapatos de cafiche como decía mi abuela y bien terneados los pajarracos. El que hablaba conmigo lucía una tremenda cicatriz en su mejilla que, a decir verdad, lo hacía interesante a los ojos de alguien como yo, a nadie más, por supuesto.
-Vengo a hablarle de negocios-dijo el caracortada.
-Perdone, no compro nada y menos a esta hora.
-No vengo a venderle ninguna cosa ¿Qué se ha creído usted?- aquí el pajarraco Capone escupió asquerosamente –Vengo a comprar.
-Que yo sepa, no tengo nada a la venta.
Entonces el pájaro pateó la puerta y entró a mi casa con toda su corte siguiéndole. Yo quise defenderme pero en un dos por tres, que creo que son seis, los emplumados guardaespaldas me inmovilizaron.
-La quiero a ella ya- dijo Buitrecapone e indicó con su garra asquerosa adonde se encontraba arrollada mi querida Carolina.
-¡No, jamás! ¡Ella es mía, sólo mía!
-¡Ja ja ja ja!- graznó Buitrecapone. Es tuya hoy pero mañana será de los gusanos y de las moscas. Y son a esas alimañas a las que quiero adelantármeles. Adoro un buen filete de Carolina, o talvez un entrecot de Carolina, o Carolina a las brasas, ¡Oh que delicia…! Del horrible pico de Buitrecapone comenzó a destilar una baba espesa que chorreaba como agua servida hacia mi deslumbrante alfombra, malográndola del todo.
-¡Jamás te la entregaré! ¡Mi Carolina no está a la venta!-grité con todas mis fuerzas, pero el pajarraco me miró con ojos inexpresivos y se metió su asquerosa mano en uno de sus bolsillos. Luego apareció la horrible mano esgrimiendo un grueso fajo de billetes.
-¡Dolares! ¡Quinientos mil dólares contantes y sonantes! ¿Te parecen bien?
-Mi Carolina no tiene precio.
-Juaaaaaaaaaaaaaa. No me vengas con esas patrañas. Todo hombre tiene su precio y el tuyo entonces es superior a eso. ¿Estará bien un millón de dólares? ¿O acaso un palito y medio? ¿Ahhh?
Me arrojó por la cara un tufo insoportable. No sé de donde saqué tantas fuerzas pero el hecho es que empujé al pajarraco, el que fue a estrellarse con quienes le secundaban. Entonces, aprovechando ese momento de desconcierto, agarré a mi Carolina del cuello y con Charlie a mis espaldas, salí arrancando por la puerta trasera de mi casa. Las balas pasaban silbando por mi cabeza y creo que una me dio en pleno pecho, pero como iba apurado, no le hice caso, además que era un sueño y allí uno tiene ciertas licencias.
Corrimos y corrimos, no se cuanto corrimos, hasta llegar a una especie de pantano. Entonces se me ocurrió una brillante idea. Si escondía allí a mi Carolina, ella estaría a salvo de los mafiosos carroñeros y yo podría ir tranquilamente a mi casa para despertarme de esta horrible pesadilla. Así lo hice y al cabo de unas horas que en realidad deben haber sido unos cuantos minutos, desperté y parece que me sobregiré en mi despertar porque no había Carolina, ni Charlie, ni casa, ni nada porque sucede que yo soy un vagabundo que duerme debajo de los puentes y siempre que ceno más de la cuenta me da por soñar. Y al parecer, ese suculento trutro de pollo que encontré dentro de la lata de basura estaba un tanto descompuesto porque le encontré un sabor medio agrio. Y cuando ceno algo que está agrio, fijo que tengo pesadillas. Lo que es el organismo humano ¿no?
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