Algunas veces me despierto con la sensación de la distancia, de que los que quiero, y los que no, están muy lejos. Presiento que no hago falta. Que sobro en cualquier parte.
Siento en esos días que nada puede tocarme, ni lo bueno ni lo malo: soy como una verruga en la vida de los otros, un silencio inoportuno, una presencia-ausencia que molesta.
Estoy fuera de lugar, huérfana de amigos y de grupos, ignorada por las palabras y los ojos.
Me desentiendo de la risa pero no del llanto, no hablo de lágrimas, sino del llanto ácido que se derrama por dentro, que me vuelve salada sin la tumultuosa algarabía del mar.
Juego a pensar que no me habito, que me abandono a la inercia de un cuerpo sin alma. No me opongo a quien maneja los hilos, no cuestiono, no peleo.
Es ahí cuando los mundos interiores fluyen y, como en la infancia, destejo personajes olvidados, niños que solían rescatarme, caballos de mirada suave, perros fieles de lengua tibia. No cambiaron, siguen siendo los de entonces, el tiempo no ha opacado sus risas cristalinas, sus arrumacos, sus maneras diversas de decir “estoy acá, con vos”
Pero no bastan, y los desarma la realidad en un suspiro.
Crecen los vacíos hasta corroerme las entrañas. Pienso en que ya no tengo corazón y me asusta la duda de querer tenerlo, casi tanto como la perspectiva de volar eternamente, sin retorno.
Esos días pierdo la brújula y no sé si quiero encontrarla.
Se evapora la belleza, la sangre.
Todo se convierte en penumbra, y ataca la amargura:
Habla, con una voz antigua y pegajosa, habla de mí, por mí, conmigo.
Cuenta de fracasos futuros y pasados, de una angustia constante y de prontas ausencias. Quiero desterrarla, pero es muy difícil no tomarla en cuenta.
Triunfa sin asombro.
Y me dan ganas de tenderme al sol, como los lagartos, a entibiarme.
Pero siempre es de noche, y me sumo en esperanzas.
Algunas veces me despierto con la sensación de la distancia...
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