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Viejo amor
Su mano sacudió impaciente mi hombro puntiagudo. Con la voz ronca, malhumorada por el madrugón y el apuro por retomar el hilo de algún sueño interrumpido, me avisó que el café estaba listo y se metió de nuevo en la cama. Rebuscó con las caderas y sus muslos en la zona todavía tibia de las sábanas y se acurrucó con dos movimientos, de espaldas a mi. Sin mirarme ni amarme ya a esa hora y desde tiempo atrás. Después, un par de suaves gruñidos mas tarde, ella volvió a dormirse como solo duermen los animales jóvenes.
Bajé de la cama con dificultad y caminé descalzo hasta la estancia. Eché unos troncos sobre los leños que se consumían, y miré crecer las llamas en el hogar de piedra. Me senté en el sillón junto al fuego, con un vaso vacío en la mano. Sin prestar demasiada atención escuché la furia del último viento de la madrugada contra los muros de la casa.
Se morían las estrellas y por la ventana, y si se lo quería, podía oírse el contrapunto en gris entre la noche y el alba.
Serví en el vaso lo que quedaba en el fondo de la botella de ginebra. Lo pensé mejor y volqué el líquido perfumado dentro de una taza de café. Tal vez para convencerme a mi mismo de que estaba desayunando y así no tener que aceptar el comienzo de otra borrachera en ayunas.
Por un instante, uno solo, jugué con la idea de cambiar de planes y retomar mi rutina tranquilizadora. Una rutina que ella odiaba casi tanto como al ácido olor rancio de mi cuerpo viejo. O mis articulaciones rígidas. O mi miembro laxo. Pero no, quien sabe porque, quizás contagiado de aquel espíritu adolescente de ella que supe marchitar con caricias voraces de manos arrugadas, preferí posponer para algún otro día el rito rítmico del café descafeínado, la vuelta a paso lento por el barrio sin flores y el pollo hervido e hipotenso de los mediodías. En lugar de eso volví al cuarto donde ella, joven, seguía durmiendo sin culpa ni perdón, como solo duermen los animales jóvenes. Tomé con cuidado la almohada y la apoyé con todas mis fuerzas sobre aquella boca que tuvo que aprender con desgano a comer de mi placer. Pero no tapé sus ojos. Me dio placer mirarlos agonizando, mojados de pánico y certeza. Ella luchó tan inútilmente por conservar su vida como yo debí haberlo hecho en el pasado por la mía. Y así como yo me cansé de perder aquella pelea, ella finalmente también se entregó a la muerte en una especie de último orgasmo manso.
Tan solo por gozar de un rato de impunidad perfecta, esperé a que el sol estuviera alto y mi vaso vacío antes de hacer la llamada.
MR Gorenstein

Texto agregado el 20-10-2002, y leído por 403 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
04-11-2002 Muy bueno, hace tiempo que no leia un cuento que englobara tantas sensaciones y sentimientos. Me gusto mucho. Siempre dicen que uno escribe sobre lo que sabe, espero que no haya sido el caso. chao verdana
21-10-2002 fuerte el cuento maldito... Giovanni
21-10-2002 Ah!!! así no quiero llegar a viejo con un añor jóven, pero el relatoes bueno y muy violento PoetaSuburbano
20-10-2002 Excelente relato, me encantó. Demasiada pasión hacia el otro, por el desprecio de uno mismo; muy bueno y trágico, un saludo, Ana Cecilia. AnaCecilia
 
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