“Somos los hijos olvidados de la historia. No hemos sufrido una gran guerra ni una gran depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual. Nuestra gran depresión es nuestra vida”.
Cuando Chuck Palahniuk escribe el Club de la Lucha, lejos de pretender convertirse en un holywoodiano fenómeno de masas, intentaba poner de manifiesto las contradicciones de una generación que, pese a tenerlo todo – en palabras que a los miembros de la generación del yogur nos tocó oír desde críos – sigue siendo infeliz y desencantada. No es baladí intentar analizar los porqués. ¿Cómo es posible que teniendo acceso a todo aquello que nuestra ascendencia reclamaba, estemos muy por debajo en una escala de autosatisfacción?. Bertrand Rusell o Sartre, en distintos tratados, nos han respondido ya a estas preguntas anticipadamente y sin pretenderlo. El primero, en su particular conquista de la felicidad, proponía que solucionar las necesidades del mundo, en absoluto podría contribuir a la satisfacción. Dos apuntes a este respecto: Solucionar el hambre y las maldades de la humanidad no conlleva la felicidad. Aquellos que descansamos en la opulencia somos también infelices. Y por otro lado no supone un reto eliminarla, pues son retos lejanos, inalcanzables aparentemente y que no vivimos de un modo acuciante más allá de un noticiario. Las injusticias las contemplamos a través del filtro televisivo, convirtiéndolas en un drama pseudocinematográfico que bien podría tener un final trágico, pero que olvidamos una vez pasan los títulos de crédito. No hay una persecución de un objetivo común, nuestra generación no persigue un reto más allá de lo individual. No hay motivo real para pensar que debamos hacer algo que trascienda a la propia satisfacción individual.
Por su parte, El Ser y la Nada de Sartre defiende la libertad como una condena. Es decir, lo que de verdad nos produce satisfacción es el reto de pretender la libertad, pero su consecución conlleva una condena. Pero si ésta nos ha venido dada, no sabemos operar sobre ella. No sabemos cuanto cuesta y no conocemos la privación. La libertad generacional, por otro lado, se contempla ilusoria. ¿Quién de nosotros se atreve a creer que alguna de nuestras decisiones no ha sido condicionada completamente por el ambiente en que nos hemos criado? Nuestros antecesores tenían ilusión por conseguir oportunidades para sí mismos y para sus hijos. Pero en algún punto se tergiversó, pues no sabemos que hacer con ellas, actuando finalmente por pura inercia. No hay más que pasarse por cualquier universidad para comprobar la total ausencia de vocación que rodea a una mayoría de jóvenes, adolecidos de titulitis, que buscan en el aprobado la satisfacción paternal por encima de la propia. El inmovilismo es la respuesta que hemos brindado a la libertad, porque la toma de decisiones intimida al ser humano. Si el hombre se ve privado, se rebela. Si tiene todo hecho, permanece quieto. Es una pura y natural cuestión de evolución y capacidad de adaptación. Cualquier especie reacciona ante la adversidad. Ante el camino trazado permanece quieto y se acomoda... Hasta extinguirse. Las órdenes son precisas. Compórtate, estudia, haz una carrera, encuentra un buen trabajo, un buen piso, un buen coche, asiéntate, cásate y genera descendencia que te sustituya y haga que el mundo siga girando. Y mientras inventas rebeldía para la que nadie hizo una causa, te preguntarás si una pareja es la respuesta a todas tus preguntas. Por supuesto que sí, este artículo es completamente autocrítico. |