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Fuerte como las piedras de Machu Picchu


Sabrás, mi estimado Pedro, que fuiste el hombre más fuerte de América, hasta me atrevería a decir: del mundo. Yo, por mi parte, estoy orgulloso, y no es para menos. Todos te admiramos por tus cualidades bélicas, pues, realmente fuiste un dios cuando guerreaste por nuestra patria. Yo siempre estaba a tu lado en aquellas sangrientas batallas, y era normal, pues fuimos amigos desde que nos conocimos en el cuartel, recién llegados. Tú procedías de Puno; yo, de Moquegua. Habías estudiado Ciencias Jurídicas, pero tu estudio se había truncado cuando habías decidido marchar a la guerra, a penas que ese país –que según ellos querían dominar la América del Sur– nos había declarado la guerra. «Nunca estaré tranquilo mientras no hayamos derrotado a esa nación; aunque me maten voy a resucitar», solías decir cuando ya nos preparábamos para ir a la conflagración. Así, pues, llevamos adelante una de las guerras más grandes del siglo XXI. Lo bueno es que la victoria fue nuestra, digan lo que digan. ¡Ganamos la guerra, carajo!

En muchas ocasiones me salvaste la vida, querido Pedro, y muchas fueron tus proezas. Una vez, por ejemplo, mientras colocábamos minas antipersonales nos cogieron esos perros. «Arrojen las armas, cholos huecos», vociferaron ellos. Obedientes, nosotros dos, dejamos los fusiles. Tú querías disparar pero no los hiciste, porque ellos eran como veinte lornas.

Cómo la cólera consumía tu hígado: Rechinabas los dientes, mirabas como un toro de lidia; querías transformarte en Hércules y acabar con un soplo a aquellos perros soldados.

Nos ataron con una cuerda de espalda a espalda, y tú dijiste: «Desgraciados malparidos, no se saldrán con la suya.» El perro que escuchó te dio un culatazo en la boca del estómago. Tú no parecías sentir dolor. Siempre has sido fuerte como las piedras de Machu Picchu. «Una palabra más, les arranco la lengua», nos advirtió aquel insecto con traje militar.

Nos vendaron los ojos y nos subieron al convoy enemigo que, minutos después, emprendió la marcha.

Eras inteligente, de eso no puedo dudar. Sabía que en el trayecto estabas tejiendo los planes.

Se detuvo el carro y nos bajaron a golpes. Luego nos quitaron las vendas. Primero te miré enseguida, a todo lados. Entonces advertí que estábamos dentro de la base militar enemiga.

«Nos divertiremos con estos cholos», diciendo se acercaron varios perros. Uno de ellos descargó una patada en tu ingle. Tú no te caíste, te mantuviste enhiesto. Otros animales que se sumaron hicieron lo que querían con nosotros dos. No aguantaste más. Con un borceguiesazo quebraste el fémur del imbécil que te pegó primero. Como verás, amigo Pedro, fuiste fuerte y poderoso.

En un cerrar y abrir de ojos desapareciste: es que has corrido más veloz que el rayo. Los perros sureños corrieron disparando detrás de ti. Te hiciste humo entre la artillería enemiga, conformada por tanques, morteros... A mí me agarró otro animal, debió ser Sargento, más parecía ser ranchero. Luego apareció un barbudo semejante al chimpancé, y, con la ayuda del altoparlante, te llamaba: «Hijo de perra, tienes cinco segundos para salir del escondite o le cortamos la cabeza a tu compañero.» Te buscaron por todos lados mas no te encontraron. Por una parte, nos favoreció la escasez de soldados que se hallaban en la base militar; el resto había marchado a detener el avance de nuestros compatriotas que venían como el huracán.

El animal que me tenía de rehén empezó a contar: «Cinco…cuatro…tres…» Sentí el cuchillo en mi cuello. «En cualquier momento me decapita este desgraciado», pensé. Y continuó: «Dos…uno…uno y medio…» Y, en un santiamén, sonó un tiro, y vi caer a mi desprevenido secuestrador. Tú habías disparado en la cabeza. ¡Qué puntería, querido Pedro, que te manejabas! Me has salvado la vida. Simultáneamente, explosionó el almacén de municiones, gracias a tu trabajo. Los perros soldados –asustados, hasta olvidándose de mí– corrían por aquí por allá, disparando como pudieron. Tú manipulabas uno de los tanques y destruías todo lo que allí había. Como comprenderás, amigo mío, fuiste un monstruo en el arte de la guerra.

Entre tanto, yo salí más veloz que un cobayo del lugar de los hechos. En el camino me topé con nuestros hermanos que arrasaban todo lo que intercedía el camino, y con ellos volví. Nuestro Bicolor Nacional flameaba victorioso al son de la brisa marina. Y, mientras marchamos se libró varios enfrentamientos. Si verías cómo huían aquellos enemigos nuestros. Otro ejército venía del sur; igual a ellos lo aplastamos.

Al llegar encontramos las llamas en extinción. Todo se había convertido en cenizas. Y pensando que todavía sobrevivirías, te buscamos. Creí que ya no te vería más. Pero no, te encontramos inconsciente entre los escollos; aún vivías. Te trasladamos a esta bella ciudad de Tacna, y en este gran hospital te han curado. Ahora ya te ves mejor, recuperado en cuerpo y alma, querido Pedro, aunque no recuerdas nada de tu pasado; es que has perdido la memoria. Pero alégrate, ya recuperamos la añorada Arica.

Texto agregado el 27-11-2004, y leído por 136 visitantes. (0 votos)


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