Soldado heroico
Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero solo entonces noté que se parecía al retrato de Lincoln. Tanto tiempo esperando, y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un Winchester cubierto de barro que en viejas manos no podía ser arma sino un báculo. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el rifle que no volví a ver y cayó en mi cama como rendido.
Aproveché su desmayo para mirarlo de cerca y en detalle, impúdicamente. El deshilachado uniforme de la Unión y la mugre que le trazaba mapas con deltas de sudor en el rostro y el cuello no lograban disimular lo que a mi pesar tuve que reconocer como un cierto porte hidalgo. A la altura de las costillas, sobre su chaqueta, una costra pardusca del tamaño de un plato delataba una herida malamente inflingida. El guerrero viejo y grande dormía sin descansar. En su frente atormentada parecían proyectarse aún entonces escenas de la batalla que lo había arrojado sobre el edredón de aquel catre. Grabado en el rictus de su boca tenía el gesto que hermanaba a Pirro con Bonaparte. Era el rostro mismo de la derrota sin honor, de la épica que glorifica al contrincante y condena al derrotado a un olvido aún peor que el ridículo.
Mientras el anciano proseguía sumergido en el agua densa de su mal sueño, la noche comenzó a caer sin ruido, a espaldas de la cabaña, contra la montaña del Pequeño Gran Cuerno. Sentí frío y decidí avivar el fuego de la cocina a leña que dominaba el centro del único ambiente. Preparé sobre ella café en una marmita de peltre y algo mas tarde unos huevos revueltos con tocino. Agujas filosas y heladas se filtraban silbando desde el norte por entre los troncos de los muros y los vanos de la puerta. Luego de la cena escasa, me arropé en la mecedora, eché una última mirada al extraño que ocupaba mi catre y me dispuse a dormir lo mejor posible.
No sé bien cuanto tiempo más tarde me despertó una extraña melodía que, en mis oídos llenos de sueño, sonó como sobrenatural. Nada de eso. En su delirio, el soldado derrotado canturreaba en la oscuridad una vieja canción de cuna del hombre blanco que mi madre solía entonarme a escondidas en la tiniebla ahumada de nuestra tienda. Me acerqué al catre. El anciano seguía cantando la nana, como canta un niño conjurando al miedo en un cuarto a oscuras. Toqué su frente. Estaba húmeda y caliente. El cuerpo le temblaba en escalofríos de fiebre y soledad. Visto que yo ya no podría dormir y que el probablemente no sobreviviría, arranqué de la mecedora un desteñido cobertor sioux heredado de mi padre y con el cubrí hasta el cuello el cuerpo doliente del enemigo de mi pueblo.
Al amanecer, el canto del viejo se fue acallando, transformándose en algunas frases ininteligibles, roncas. Al cabo de unos minutos un sibilante suspiro certificó la muerte del hombre. Todos nos entregamos a la indignidad a la hora de la muerte, pero algunos, como el Gran Jefe Blanco, debemos soportar además alguna ironía final: Morir cantando canciones de cuna, arropado por un mestizo bajo una vieja manta sioux sobre el catre de una cabaña perdida en la montaña.
Bajé hasta la vertiente cercana buscando agua y una excusa para alejarme del cuerpo sin vida de aquel hombre. Al regresar, encontré un pelotón de caballería retirando su cadáver de la cabaña. En lugar de fusilarme allí mismo ó al menos interrogarme, esquivaron mi mirada con algo que hoy recuerdo como una mezcla de vergüenza y complicidad. Ni una sola palabra se cruzó entre ellos y yo. Se marcharon de prisa.
Alguna vez la historia relatará que la batalla de Little Big Horn fue quizás la emboscada más estúpida y fatal en que general alguno pudo caer. Y contará también que un estúpidamente heroico general murió en el combate. Solo Custer, el general del ridículo, y yo sabremos la verdad.
M.R. Gorenstein
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