La primera vez que apareció por mi negocio, me pareció una señora común y corriente. Vestía un severo traje color café muy cerrado, lucía un moño que la enseñoreaba aún más y para terminar este horrible cuadro, colgando de su nariz se balanceaban unos lentes poto de botella que malogran de un viaje cualquier mirada bonita. Me pidió esto y aquello con su voz de profesora de castellano, no sonrió en ningún momento lo cual fue para mí un gran alivio porque no tenía ninguna intención de condescender con tamaña arpía.
Sucede que atiendo un negocio de abarrotes y diariamente me frecuentan todas las caseras del barrio, mujeres simples que se contentan con saludarlo a uno, comentan una que otra trivialidad y luego se van muy ufanas con su canasta y sus bolsas repletas de artículos de primera necesidad. También están los majaderos que se plantan delante del mostrador para conversar de cuanta cosa se les viene a su cabeza. Y como la mayoría de estos señores son jubilados o desempleados consuetudinarios, los tengo a la mañana, a la tarde y cuando estoy bajando las cortinas.
La segunda vez que apareció aquella severa mujer, ni siquiera me saludó, pidió unos tarros de conserva, pagó y se retiró sin siquiera dar las gracias. Bueno, eso no me conmovió en lo más mínimo porque la fémina aquella me parece bastante desagradable y me intimidan esos lentes horripilantes que dibujan sobre sus simétricas concavidades dos espantosos ojillos. Cuando se retiró, respiré aliviado.
Hay una niña que me gusta bastante porque es de lo más conversadora que hay, lo halaga a uno con comentarios de este talante: ¡Vaya que amaneció buen mozo hoy don Ernesto! De repentito nomás le van a echar el ojo.
Y yo me sonrío y por supuesto no me propaso porque antes que nada soy un comerciante y la mala fama es gratuita y está siempre emboscada detrás de la puerta. Pero esta chica, bonita de cara y buena figura, me parece simpática y la he tomado de consejera cuando tengo que comprarme alguna prenda de vestir.
-Si, con ese traje se va a ver guapísimo mi señor. Y esta camisa, perdóneme usted, pero le van a faltar las puras pailas de cobre para parecer gitano. Ni lo piense, por Dios. Esta camisa le queda mucho mejor. Usted se ve estupendo para los años que dice que tiene.
Me está empezando a gustar la Camilita, que así se llama la joven. Es una muchacha soltera, que trabaja en una empresa textil y que vive con su madre en una casita cercana a mi negocio. A veces se da la situación que le toca turno de noche, por lo que no la veo en varios días. En aquellas ocasiones aparece su madre, una señora muy simpática que se ríe por todo y que también compra de todo porque es una golosa incorregible. Con ella le mando saludos a la Camilita y de paso averiguo, muy subrepticiamente sobre su vida amorosa. La señora se ríe a carcajadas cuando me cuenta de las anécdotas de su vida pero le entristece tocar el tema de su hija. Por lo que me he percatado, bonachona y todo, la doña es una fiera cuando se trata de cautelar la soltería de su hija, no le permite ningún pololo y eso que la Camila ya tiene sus buenos veintiocho años. Yo, agazapado detrás del mostrador, tiro líneas, planifico encuentros y entretanto me gano la confianza de la señora, dándole algunas cuantas yapitas y atendiéndola con toda la gentileza del mundo.
Cuando entró a mi negocio, me quedé pasmado. La mujer vestía una escotada blusa amarilla, una falda negra cortísima que dejaba ver unas piernas tan bien torneadas que me puse nervioso y se me cayó una ruma de tarros de conserva encima. La muchacha, cabello rojizo al viento, unos deslumbrantes ojos verdes y una sonrisa que creo que sólo se la he visto a la Virgen María en esas bellas estampitas que me llegan los fines de semana, se acercó al mostrador y me preguntó si tenía calamares en su tinta. Tartamudeando y de paso rearmando la ruma de tarros, le dije “que no tratrabajajajaba con dichos artitículos porque no sosón cocomerciaales”. La chica, como salida de una sesión de modelaje, se acercó al mesón, apoyó sus codos y también esa parte deliciosa y voluptuosa, aquella proa divina que, de sacarles todas las hembras un muy inteligente partido, acabaría de una plumada con el aborrecible machismo y con todas las secuelas que mantienen a la mujer en un rezagado segundo plano. Estuve a punto de tropezar ante aquel estupendo espectáculo, más aún cuando con la voz más angelical que existe sobre la tierra me preguntó:
-¿Usted sería tan buenito de conseguirme unos cuantos tarros para el mes? Y sonrío una vez más, temiendo yo que desapareciera de pronto para dar paso a otro comercial.
Por supuesto que le conseguí sus tarros de calamar y todas las golosinas y delikatesen que se le ocurrieron. Y mientras más la complacía, más escotada lucía. Hasta la buena de Camila pasó al olvido y cuando se aparecía, nuestras conversaciones no eran muy chispeantes que digamos. Ella se retiraba tristona y con sus bultos bajo el brazo, yo alucinado esperando el momento en que hiciera su aparición la estupenda colorina.
Al final supe que la belleza aquella había emigrado del norte, que se llamaba Susana, que era soltera y que buscaba una persona con gustos afines. Claro que esas “afinidades” se referían a restaurantes de lujo, una nutrida billetera para solventar el oneroso gasto de ropa exclusiva, un buen auto para viajar a cualquier balneario en la hora en que a ella se le antojase y un departamento tipo penhouse para dominar la extensa metrópoli con sus hechiceros ojos. Todo eso me lo comentaba con esa vocecita dulzona que parecía parangonar a la de esa infortunada belleza del cine llamada Marilyn Monroe. Yo la escuchaba, sacaba cuentas y me desilusionaba el hecho tan poco romántico que reuniendo todo mi patrimonio, ni siquiera me habría alcanzado para sacarla siquiera una miserable noche a bailar en una discotheque de lujo y rematar aquello con un viajecito a Cartagena, modesta playa de nuestro litoral.
Aún así, hice el intento. Viajamos en bus a todas las playas del litoral, ella parecía fascinada, pero me avergonzaba el hecho que apenas me alcanzara para pagar una pieza en alguna modesta pensión, que cenáramos pescada con puré y bebidas en lata, que contemplásemos las puestas de sol encaramados en alguna roca y que yo le dijese que me gustaba y ella riera como si hubiese escuchado el peor de los disparates.
Aquella mañana apareció Susana luciendo una provocativa indumentaria. Le sonreí pero ella miró para cualquier lado y me preguntó por su lata de camarones. Le dije que debido al gasto que había hecho la semana pasada sacándola a pasear, me había dejado algo escuálido pero le prometí tenérselas para la semana siguiente. Me miró con esos ojos angelicales y negando con su cabeza, me dijo: -Rata.
Yo, embobado con su imagen, no capté de inmediato el insulto, pensé que era una broma y le contesté que al día siguiente le conseguiría ese famoso producto. Entonces ella caminó dos pasos, me apuntó con su estilizado dedo y sentenció: -No habrá mañana.
Me quedé de una pieza, me acerqué a ella y la tomé de los brazos pero se desembarazó con un gesto brutal.
-¿Qué te has creído? ¿Ah? ¿Qué soy algo tuyo acaso?
-Pero…
-¡Nada de peros! ¡Yo mañana parto a Viña del Mar!
-Si lo deseas… te acompaño.
Su rostro se transfiguró en una mueca irónica que me dejó helado.
-Estás bromeando, supongo. Por favor, no es el momento. Te digo que mañana salgo a Viña, salimos quise decir.
-¿Y se puede saber con quien?
-¡Ah! El señor se cree con derechos a pedirme explicaciones. Hazte a un lado, muerto de hambre.
Esa palabra surcó mi rostro como la peor de las bofetadas. Vencido por el influjo de un vocablo hiriente, caí rendido y la dejé partir. Nunca más supe de ella. Seguramente había encontrado a quien solventara sus interminables caprichos. Quedé con el corazón hecho güila por mucho tiempo.
Más tarde supe que la Camilita se había casado con un ingeniero, mudándose a uno de los barrios pudientes de la capital. A veces viene a comprar su madre, la señora risueña que no quiso acompañar a su hija en esa aventura cuica. Hablamos horas y horas y a veces la acompaño hasta su casa en donde continuamos la tertulia. –Nunca más mujeres- me juramento, -nunca más. Y ella, desternillándose de la risa me contesta:-¿Y yo? ¿Seré oso panda acaso?
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