Las calles parecen más frías. Caminas con la cabeza baja. Casi no te das cuenta pero tus pasos te siguen guiando por un sendero memorizado. La noche lo cubre todo. Las tenues luces de las farolas no son compañía suficiente. Buscas y buscas, pero no encuentras nada. Estás solo, en una ciudad descomunal donde todo consume a todo. No mires atrás, no hay nada que ver. Por mucho que quieras, la única compañía que te sigue haya donde vayas es el ruido constante de tus pisadas.

Fugaces, casi como un soplo, aparecen los pensamientos. Te acuerdas de todo aquello que ahora no tienes. De los momentos felices en los que disfrutabas de la compañía de su voz, de su sonrisa, de sus abrazos... No puedes olvidar aquellos ojos que te miraban y que tanto te deseaban. Todo se ha perdido. Mientras vagas por la ciudad en busca de una vida que has perdido, te das cuenta de la enorme tristeza que te envuelve. Mira a tu derecha, mira a tu izquierda, no hay nadie.

Casi sin darte cuenta llegas a casa. Has caminado durante veinte minutos viendo rostros felices de desconocidos desdichados. Hace algún tiempo tú eras uno de ellos. Ahora no. En la atalaya de la soledad el mundo se contempla de otra manera. Una vez que pasas por el recibidor, dejas los zapatos en el armario y vas a ponerte cómodo. Un olor se pierde en el aire. Todavía no se ha ido su fragancia. Por un momento pensaste que nunca se había ido, que todavía estaba allí, pero no es así.

En la cocina te espera un frigorífico medio vacío. Optas por un par de cervezas. No te apetece cenar. El vivo recuerdo de su olor te ha hecho un nudo en el estómago. Mientras caminas por el pasillo hacia el salón te asaltan visiones sin orden: su cara, su mirada, su cuerpo van estallando como petardos en tu retina y no puedes hacer nada. El televisor te espera apagado. Parece triste, sin alegría. Mientras las imágenes van cobrando forma sobre la pantalla abres la primera cerveza y enciendes un cigarro. El tabaco también te recuerda a ella. Su forma de fumar, los cigarros que compartíais de jóvenes, cuando el dinero escaseaba, en el rompeolas del puerto náutico.

La televisión no muestra gran cosa. Tu mirada se va perdiendo por los muebles del salón. Todo te recuerda a ella. En cada pequeño detalle hay un recuerdo imborrable. Una vez más, tal y como viene ocurriendo desde hace dos meses miras fijamente a la nada, la buscas entre el aire, pero no aparece. La garganta empieza a quemarte, la cerveza ya no te ayuda, el tabaco es más enemigo que cómplice, buscas la ventana como única salida a la salvación, la abres con fuerza, sacas la cabeza, notas un frío polar y tomas aire. Cuando tus pulmones están repletos de vida, enciendes los ojos, te echas hacia delante y gritas con todas tus fuerzas. El sonido de tu alma se pierde entre la inmensa ciudad. El quejido de la soledad muere entre las bocinas de los coches y las risas y carcajadas de los desdichados felices que pueblan este infierno.

Viernes, 5 de abril de 2002. Murcia.