RECUENTO Y NAUFRAGIO
En ocasiones busco cualquier cosa para recordar; pero, la verdad, hoy no quiero tener mucho en mente.
Logré botar fotos y pergaminos, uno que otro borrador y formas de colores. Cambié cortinas salpicadas por telas de luto y lavé sábanas para quitarles su sabor salino.
Saqué libros que estaban debajo de mi cama; y en verdad, creí que nunca los volvería a leer: desde el himno de Novalis a Vicente el paracaidista, pasando por la tentación de Alyosha por su hermano Iván para retornar a la vida de un triste cronopio... Y aún no me concentro, pues continúo a ratos aquí dentro con un desorden manchado que no permite ojeadas... Pero tú sabes, es porque estoy muy cansado...
La ausencia me ha sentido bien, ya que me habitué al monocromo de las murallas y al bullicio de la calle. Entonces me despabilo y doy cuenta de que sigue la vida allá fuera, con sus bocinas y olores, frituras y frenos, ladridos y niños golosos, alarmas en el día para rematar con un zumbido en la noche, zumbido por un soquete mal puesto en el alumbrado...
Evito frecuentar lugares que eran los favoritos y he descubierto otros en el extremo de la ciudad. Ni siquiera he visitado la banca de la plaza, extrañando su tosco respaldo y el verde desteñido. Mas no te preocupes, que mis amigos pronto me rescatarán y escaparé a especular acompañado por la cerveza en alguna gruta.
Y cuando no resisto el encierro salgo a mirar el vacío entre las ramas, el encuentro entre el cielo y el mar, las casas colgantes y panfletos ofrecidos por brazos estirados, las murallas manchadas, los ritmos sin melodías de la gente, los quiltros pelados con costillas desgastadas, el aroma entre fritos, pescado, vino y pasteles... Cuento mis pasos (dos mil quinientos veinticuatro desde “Crisis” hasta Turri) mientras todos a mi alrededor corren apresurados, atajando a unos tantos en el camino que se me adelantan molestos.
El piso cruje y comienza la danza temblorosa dentro del ascensor con olor a manjar. Son novecientos ochenta y siete los pasos desde Atkinson a la Avenida Alemania. La tibia tarde nublada se acompaña de feos terrenos baldíos entre los cerros. Entonces, extrañamente, bajando las mismas calles, éstas se reducen a novecientos (y me pregunto por la tontería de tener a la iglesia Anglicana cerrada...).
Gervasoni. Diez y media de la noche.
Parpadeos en el telón y rugidos a lo lejos.
Todavía todo se siente tan irreal, tanto allá fuera como aquí... tambaleando aún, y sin querer, entre lo que se conoce, lo que es y lo que se deseaba.
No ando en busca de un recuerdo fijo, pues no me atrevo como antes. Aún así, inevitables son los asomos del color pardo, la gracia y el sabor, todo encerrado en nombre de mujer. Por engañar y corregir apuntes, esquinas y rincones, creo que algo arrancará en cualquier minuto: un aire esperanzador que se convertirá, pronto, en frustración.
Cambiaron los rostros y desviamos la mirada... No nos mentimos pero tampoco nos contamos todo. Ya no hay ni caras largas ni caras alegres ni caras tristes. Caras de ninguna clase.
Me siento a descansar.
Un respiro.
También un suspiro.
Y después de leer una y otra vez los mismos párrafos, justo antes de quebrarme por completo, alzo la mirada y recorro agitado los escalones detrás del Mercurio (que al parecer son ciento treinta y dos). Atravieso con paso ligero Pedro Montt y luego Errázuriz, siempre desconocido entre la gente. Doy vueltas innecesarias por recovecos peculiares y me complico la llegada a un paradero próximo. Tomo mi bus e intento dormir en el viaje, agotado por marchas inútiles.
Otra vez, ocurrió un tímido naufragio. |