Los miré fijamente un rato. Pobres soldados, esclavos de la máquina que una vez más vuelve a jugar ajedrez con nuestras cabezas. Ahora el rey saluda a sus peones en tan honorable discurso. ¡¿Es que acaso están ciegos?!
Veo como todos levantan las manos, hitlerianos cualquieras, pronunciando un código de guerra, un compromiso idealizado, lealtad barata que sus mentes han comprado a este escuadrón. Son los soldados del futuro.
Un hombre se levanta, muestra su sonrisa al público, y hace un gesto a un par de pelagatos que corren y destapan una horrible escultura –ellos quedaron admirados ante tan hermosa silueta de formas curvas y suaves crestas-. Alza su voz y empieza un himno a lo mundano. Qué les pasó a todos que la euforia se apoderó de sus voces y se han unido a tan maquiavélica sinfonía. ¡¿Es que acaso están sordos?!
Ahora un oficial del alto mando se para y los enfrenta. Les dice “ustedes le van a mostrar al mundo de lo que son capaces”. Todos gritan y en ese momento los llaman uno por uno y les entregan su arma, al mismo tiempo que ellos sonríen con una mueca absurda y apuntan a la audiencia como queriendo mostrar su hombría. ¡Basta!
Me quiero ir, quiero correr. Yo no nací para estar aquí. ¿Papá por qué me dejas acá?
Siento una mano en mi espalda, y una voz femenina que me dice “es tu turno, te están llamando”. No me atrevo a dar el primer paso, pero si a retroceder. Alguien me empuja, me tropiezo y caigo. Todo el mundo se ríe, menos yo. No lo entiendo. ¿Qué hago aquí? Ahora escucho un aplauso, todo el mundo me apoya y me anima para que me levante y corra a buscar mi premio. Los generales se impacientan y sus miradas rebotan en mis ojos sarcásticamente. Saborean la victoria en mi cabeza. Ellos me quieren y yo los repudio. Ahora salen las cámaras y los flash por doquier. Un personaje al más puro estilo prensa-guy me hace un par de preguntas irónicas pero yo permanezco perplejo, mudo ante tal conmoción. El presidente se pone de pie, me extiende la mano y yo siguiendo el principio de acción y reacción, como por inercia, le extiendo la mía. Me sonríe y le dice un par de cosas a los presentes y me da la pasada, es mi turno de hablar en el micrófono.
Con un poco de incertidumbre, agarro el micrófono con mi mano. La voz tiembla y las palabras buscan un lugar donde esconderse. Una gota de sudor comienza a bajar por mi frente, solo que no es de sudor, más bien de pánico. La muchedumbre siente mi nervio y espera sedienta lo que sus oídos quieren oír de mi boca. Miro a mi derecha y a mi izquierda como tratando de buscar ayuda. Pero es en vano. El presidente me mira y sonríe como diciendo “vamos hombre, empieza”.
No lo pienso dos veces. Agarro el micrófono nuevamente, lo acerco a mí y pronuncio, con un tono irónico: “gracias por haberme convertido en un modelo mas, pero yo no quiero ser su soldado”.
Bajo la escalera de la tarima inconsciente, todos me miran, todos me aplauden. Corro lo más rápido que puedo hacia las puertas de aquel cementerio de mentes llamado Universidad, y veo la luz. Me saco las medallas y la túnica, estoy desnudo… lanzo al aire el birrete y soy libre… soy feliz.