Con una tranquilidad pasmosa -digna de un veterano en estos asuntos- y sabiéndome observado, apoyo lentamente mi rodilla izquierda en el piso y comienzo el viejo ritual de desabrocharme el zapato derecho, para luego, con fuertes y decididos tirones, volverlo a abrochar, ritual que heredara de mi padre. Mientras lo hago, más precisamente después del segundo tirón, levanto sigilosamente la cabeza para comprobar que mi víctima, un hombre moreno, vestido de riguroso negro, sigue allí, indefenso.
Una vez de pie, y sin despegar la vista de mi objetivo, que a esas alturas ya se había percatado de mi presencia, a juzgar por el temor en su rostro, comienzo a concentrarme, una vez más, en mi misión. -“Debe ser una ejecución rápida, seca, sin dejar huellas...” -decía mi padre, quien me iniciara en esto- “...ojalá que tu víctima ni siquiera alcance a darse cuenta” –espetaba, mostrando quizá los últimos restos de humanidad en su ya insensible corazón.
Tenso, los puños apretados y sudorosos, miro de reojo a mi alrededor en busca del “contacto”, quien me daría la señal para proceder. No pasó mucho tiempo cuando lo encontré, de pie, cerca, muy cerca, a mi parecer. Era un hombre alto, de tez clara y mirada penetrante. Su postura, mano derecha tras la espalda y la izquierda sosteniendo, a la altura de la vista, un brilloso reloj dorado, denotaba en él la sangre fría necesaria para este tipo de actos.
De pronto, la señal... “es ahora o nunca” –pensé... cerré los ojos un momento, di un gran respiro profundo, y disparé.
El balazo fue impresionante. Se formó un barullo tremendo, la gente estaba como loca, mientras el cuerpo de la víctima yacía allí, a pocos metros de mí, tendido boca abajo, con su impecable traje negro cubierto de polvo.
Corrí.... corrí con todas mis ganas. Tomé la pelota del fondo del arco y la llevé al centro de la cancha. Quedaban cinco minutos, y los partidos hay que lucharlos hasta el final, como decía mi padre.