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DOS EN LA DOCE

Omar G.Barsotti

Si, lo de la puerta 12 en la cancha de Ríver fue horroroso, pero conozco un caso en que brindó oportunidad a dos hombres de reconocerse como amigos. Ante el drama, y el absurdo de tantas muertes, uno puede
considerar esto un consuelo y, quizá, una esperanza.
Sí, señor. Lo entiendo. Es raro, quizá improbable. Pero tiene su explicación, como todas las cosas de este mundo. Mírelo desde mi
punto de vista y desde el principio. Le cuento.
Si algo odiaba Juan Mercator, con todas las energías de su alma prepotente, era la mansedumbre. El hombre manso, según su propio testimonio, le disolvía las tripas, haciéndole sentir un irrefrenable deseo de provocarlo, romper su calma insultante, deshacer la sólida argamasa de sus cimientos y encrespar las aguas del lago donde navegaba sin prisa y sin angustias. Amamantado en el rigor de una cuna abandonada y sin ternura no concebía otra existencia que la propia, a la que debía sujetarse todo lo que le rodeaba. Pero, además, si el hombre manso en cuestión unía, a su manifiesta mansedumbre, la tendencia a eludir los lugares de reunión de los hombres machos del barrio y a mirar con desdén las ruidosas y groseras actividades de la barra de la esquina y para colmo, se llamaba José María y no tomaba vino en las comidas, era como si un cuchillo mellado fuera revuelto en las entrañas orgullosas y salvajes de Juan Mercator.
Y aún había más ( si podía necesitarse más motivos de odio y desprecio para incitar al matón del barrio, líder indiscutido de la barra, dictador de gustos y modas) : José María trabajaba de mecánico en un pequeño taller a media cuadra del bar donde, en las siestas de verano, la barra completa, aquietada por el sol vertical del mediodía, solía recalar en busca de la fresca sombra del edificio casi centenario. Así que Mercator no tan solo tenía el motivo, sino que, también, el destino se obcecaba en exhibirlo, tarde tras tarde, ante sus narices.
No se trataba de un odio gratuito. No la simple emoción negativa que nos produce lo incomprensible o extraño a nuestras costumbres ( que, en definitiva, suponemos las mejores o más naturales). Al fin y al cabo, eran más los que trabajaban regularmente en aquel barrio que los que se la pasaban eructando en el bar en el largo interregno entre changa y changa. Es que, justamente, en aquella sede sagrada, hábitat específico de las esperanzas frustradas de fulleros, carreristas e hinchas de fútbol, templo metafísico del amor y el sexo donde la experiencia mohosa de tres generaciones barnizaba las roñosas paredes para depositarse como noble pátina sobre las perplejas cabezas de los neófitos y donde el sahumerio gris de los tabacos Avanti, Tecla y Cliffton sin filtro, iniciaba a los niños en el sabio vicio de morirse de a poco pero desde temprano, en ese mismo lugar donde se juramentaban las amistades y los odios primarios, José María había, no tanto tiempo atrás, humillado la imagen de guapo de Juan Mercator, profanando, con la absoluta falta de pasión de un turista, el pedestal del ídolo frente al cual todos se prosternaban.
La cosa sucedió, sin duda, bajo condiciones inesperadas, no previstas y ni tan siquiera soñadas. Todos los días, a eso de las dos de la tarde, José María encendía un cigarrillo en la puerta de su casa y arrancaba lentamente en dirección al taller que se abría inexorablemente a las dos y treinta. José María llegaba quince minutos antes al café, y, siempre mansamente, pedía un express que consumía a sorbitos mientras guiñaba al sol reflejado en las paredes y en las aceras. Pagaba, enviaba un saludo desvaído hacia la barra que chimangueaba en el fondo, junto a la mesa de billar y, luego, desaparecía como tragado por la luz encandilada de las puertas. Si alguno se asomaba rápidamente podía ver justo cuando la figura, enfundada en un mono azul, era tragada por el oscuro portón del taller, de donde emergería recién pasadas las ocho. Pero, un día, por causa nunca aclarada ( y sería justo creer que el destino guarda para las más deslucidas almas un supremo momento de crisis) el dueño del taller no compadeció a la hora acostumbrada y José María, un poco perplejo, reapareció en el bar a sentarse a sorber delicadamente otro de los rancios café del gallego.
Estuvo media hora así, asomándose cada vez más inquieto para tornar a sentarse cabeceando intranquilo. La maniobra no se le escapó al taura Mercator, que ya estaba aburrido de cazar moscas, o arrojarle migas al gato del gallego que dormitaba su hambruna sobre el mostrador y entre abría apenas los ojos para lanzar a su agresor unas chispas de mirada enigmática.
Así que, Mercator, trasladó toda su cachazuda densidad de pesado y, sentándose a una mesa cercana a José María, inició una andanada de cargadas. A los diez minutos toda la barra le seguía la corriente y José María, sin comprender, optaba por esa cara de opa que todos ponemos para hacernos los desentendidos.
Habría sido el mejor momento para que Mercator abandonara su ofensiva, pero ya hemos dicho que él tenía una cuestión personal con tal clase de personas y dada la infortunada oportunidad, estaba dispuesto a dedicarle todo el tiempo del mundo a su víctima.
Ya todos creían que no había resquicios en aquella fortaleza de desinterés cuando sonó la séptima trompeta y los muros cayeron derruidos. Es que el tema elegido por el obcecado Mercator era crucial y
definitivo: la novia.
Quizá ( aunque no esté muy seguro de ello pues el taura funciona por intrincados automatismos) debamos buscar las hondas motivaciones de la actitud de Mercator en aquella mujer. Según su personal criterio una mujer era esencial y exclusivamente una hembra, concepto adquirido en su fugaz paso como portero en una boite del bajo. Las imperfecciones estadísticas de tal experiencia no arredraban a Mercator. Para él todas las mujeres eran iguales y estaban en permanente vigilia a la búsqueda de un macho. ( cuestión por otra parte cuya complejidad no se ha de resolver necesariamente por lo contrario, sino solamente en una forma que no es prerrogativa del macho conocer siendo parte inembargable del patrimonio femenino).
Dado que Juan Mercator se consideraba un ejemplar significativo y especial del sexo feo y, teniendo en cuenta el éxito, real o presumido, con la mayoría de las mujeres acostables del barrio, no concebía que, una hembra tan completa, sensual y hermosa como la Rosa, estuviera prendada de aquella mezquina imitación de hombre que suponía a José María de quien no se conocía una curda famosa, no se destacaba en los bailes del club del barrio, ni había sido mantenido, aunque más no fuere efímeramente, por algunas de las reconocidas prostitutas de la vecindad, ni tampoco intervenido en las odiseacas batallas campales que allá, por un pasado legendario, sostuvieran intermitentemente las hinchadas de Boca y River y dejara media docena de heroicos heridos y más de quince mártires presos. En síntesis, en opinión de Mercator, José María no valía una caca, y así se lo estuvo explicando durante un largo rato sin obtener reacción .Dado lo que se decidió por la artillería pesada y preguntó en un tono lleno de implicancias, en el cual era experto, ( y téngase en cuenta que Mercator, como todo líder, era maestro en una amplia variedad de humillaciones) : "Che...y la Rosa...¿Te la haces o no
te la hacés .”
José María pegó un respingo que movió los íntimos resorte vesánicos de su verdugo, quien insistió: " Mirá que está que se pasa...esa piba pide hombre a gritos".
José María lo miró como si no creyera lo que oía y musitó aún no muy decidido a una confrontación: “¿Y a vos, que mierda te importa?”
Habría sido suficiente para los objetivos de Mercator, pero, ya puede suponerse, que las medidas del hombre eran muy distintas a las habitualmente usadas por los seres humanos normales, lo cual le impulsó a profundizar más la herida, argumentando con tono calmo y sabio: "Te digo, nomás, pibe...porque si no le bajás la caña vos se la bajo yo...me echa cada mirada de yegua tierna".
José María se levantó entre una tormenta de carcajadas y frases hirientes, pero aún ofendido seguía siendo manso y tranquilo. Se encaminó hacía la puerta, pero Mercartor, envalentonado y animado por los soeces festejos de sus adláteres, no lo dejó, sino que agravando la injuria con el contacto físico, lo tomó de un brazo y agregó para feliz regocijo de la caterva presente:
" Pibe..a esa piba no la conforma ni dos como vos...yo te voy a dar una manito".
Y le pasó el dorso de la mano por la cara mientras en la suya dibujaba una mirada lascivamente tierna.
Nadie supo después como fue aunque hubo muchas teorías esgrimidas por altas autoridades en la materia, la cuestión es que José María hizo un movimiento y Mercator pasó por encima de la mesa y cayó del otro lado entre el estrépito de pocillos y vasos que rodaron por el suelo acompañados de una puteada del gallego. La barra, uniforme y disciplinadamente cautelosa, acalló su jolgorio y retrocedió tomando distancia suficiente para captar más ampliamente el panorama sin arriesgar innecesariamente el físico. José María quedó solo, de pie en medio de la turba razonablemente amenazante pero distanciada, la cual, en vista de que Mercator no emergía del montículo de sillas y mesas para liderar las represalias optó por estacionarse en un blando y negligente desinterés expectante, como si la cosa no fuera con ellos.
José María se retiró. No se sentía triunfante y lamentó mucho no poder asistir más al inocente ritual del café de las siestas. Mercator, despertó media hora más tarde y su derrota fue ampliamente justificada por los presentes quienes teorizaron sobre el inestable equilibrio de las sillas del gallego, alegaron la sorpresiva y cobarde reacción de José María – por demás inesperada pues no había motivos para que tomara una actitud agresiva ante una inocente cargada -- los efectos contundentes de golpes en la cabeza contra un suelo de baldosas, y otras artimañas dialécticas que se esgrimieron a fin de borrar del próximo pasado histórico de la barra aquella mancha y mantener incólume el alto honor de su tótem. Como está debidamente probado los pueblos no se liberan así nomás de sus héroes y prefieren ignorar ciertas pequeñas excepciones en honor de la verdad estadística.
Como correspondía y se esperaba, Mercator juró brutal y justa venganza y , a renglón seguido, durante más de dos meses, estuvo diciendo a todo el mundo en que forma, lugar y tiempo convertiría a José María en picadillo de carne. El gozo anticipado de la vendetta propuso los momentos más gloriosos de la barra y se convirtió en entretenimiento sin par en las aburridas tardes del verano.
Aquella fue la ofensa que alimentó el fuego imperecedero del odio del guapo Mercator hacia el manso José María. Eso, pero no menos, un secreto que solo él conocía y que jamás confesaría a nadie. Cuando aquel día fatídico José María se zafó de su brazo y en un solo movimiento lo tomó de las axilas, Mercator había sentido una fuerza nunca sospechada que lo levantaba como a un muñeco, tan firmemente, tan inexorablemente como para comprender que jamás podría haberla resistido. A veces, se preguntaba que hubiera ocurrido si él se levantaba inmediatamente en vez de simular un desmayo. Y ahí y en ese momento, con los pies en el aire, debió admitir que diez años levantando bloks de motores y ajustando tuercas habían proveído al manso José María de una fuerza incomparablemente mayor, sin duda, a la que él desarrollara en sus largos periplos alrededor de una mesa de billar o gritando en la popular de una cancha de fútbol. Por eso Mercator, fue retrasando la ejecución de su venganza en la esperanza de
que el tiempo borraría de la memoria colectiva de la barra, la afrenta.
Pero tal cosa no pasó. Por algo se trataba de memoria colectiva. Un hombre puede olvidar. Dos pueden estar confusos, pero una docena elabora sus recuerdos con especial prolijidad, los amasa en la levadura de la leyenda, les da forma definitiva y así debidamente corregidos y ajustados a sus deseos, los computan hasta el fin de sus días. Por otra parte, siempre estaba quien se placía en recordar el inexplicable incidente, no por maldad, por supuesto, pero si por si acaso, para disminuir las acciones del ídolo, para rebajar su ascendiente, cercenar su autoridad, su prepotencia y quizá, en un futuro lejano, reemplazarlo. Todo César da sombra fresca a su Bruto.
De tal forma venían barajados los naipes de la historia cuando la oportunidad para la venganza diferida se dio con todas sus condiciones. Domingo a la tarde. Domingo de fútbol, banderines, canciones, camiones atestados, discusiones ante el receptor de radio, en el café, en la casa, en el bar del gallego o en el bar cerca de la cancha de Ríver donde la barra adobaba su entusiasmo.
El primero en verle fue el bizco Ferreyra, que si no fuera por aquel defecto sería un águila. Ahí está José María sorbiendo de a poquito su café express mientras echa miradas y tarascones a un familiar de jamón y queso. El bizco se lo dijo a Mendieta y Mendieta a Resquejo quien, de inmediato pasó la información al Turco el que se arrimó al Muerto y le dijo:"Allá está el coso ese de la otra vez...¿Se lo decimos a Juan?." El Muerto ni preguntó de que se trataba. La otra vez en el bar solo podía hacer referencia a una sola cosa, de forma tal que sin acusar recibo giró, se enfrentó con Mercator y abrevió la información de esta manera: "Ahí tenés al mecánico, ahora le podes repasar la jeta".
Mercator observó y, sin dejar de darle largos sorbos a un vermouth casi puro, respondió con aire de magnánima nobleza: " Dejalo que viva, ya se me pasó". Resquejo, al oír la improbable respuesta miró, con aire burlón, al ídolo un poco estropeado y dijo:" Mirá que va a creer que le tenés miedo". Debemos ser generosos y reconocer que Resquejo tenía un valor bastante acrisolado, Mercator lo miró con odio y gruñó con toda la convicción que no sentía: "Ah, si?.Ahora mismo voy y lo siento de un tortazo".Y se puso en movimiento con la sórdida brutalidad de una carreta, enfilando hacia José María, que, a la sazón, pagaba y salía del bar en total ignorancia del peligro que le acechaba. Cuando Mercator llegó a la puerta, su presunta víctima había desaparecido enjugada por el gentío. Juan, con un gesto de decepción gruñó, para beneficio de la barra, otra serie de amenazas y promesas relegando a un futuro incierto los efectos de su implacable ira." Ya te voy a encontrar con más tiempo", vociferó por último hacia el rostro indistinto de la multitud.

Esa remota posibilidad se le presentó para su desgraciada suerte, a la terminación del partido. Resquejo, determinado a levantar la imagen del líder, o quizá, queriendo sumergirla del todo – ¿quién es capaz de explicar las intrincadas motivaciones de un lugarteniente? – localizó al tranquilo José María, de cuerpo entero y con sus dos lindos nombres, bajando pachorriento las escaleras de la Puerta Doce, unos diez pasos delante de ellos. Apretó el brazo de Mercator y le señaló al profanador con un gesto significativo. Juan, de un solo vistazo captó la imposibilidad táctica de eludir el compromiso y se largó cuesta abajo esperando sobrar a su contrincante, detenido ahora en un descanso de la escalera frente a una pared de humanidad transpirada e impaciente, pugnando por salir del estadio. Cuando estaba a punto de darle alcance sintió un brutal empujón de atrás, miró con rabia como dispuesto a una puteada y, en ese momento le entró el pánico. Una nueva bocanada de ansiosos y apresurados hinchas se había infiltrado desde arriba inundando hasta el tope la zigzagueante escalera.
Entre la ondulante superficie de las cabezas y los rostros elevados para ver más adelante, y muy arriba y alejados, percibió al resto de la barra zangoloteándose como restos de un naufragio entre las olas. Algo pasaba en la puerta. No había avance, sino compresión. A los lados y arriba solo el cemento, abajo un territorio ignoto y oscuro donde los pies apenas si rozaban los escalones. Se oían gritos y ese murmullo de alarma que las muchedumbres usan como idioma único, uniforme, frente al peligro. Los amigos se llamaban entre sí. Algunos tenían restos para jaranear, pero en el aire hedía el miedo. Miró delante y se encontró a un palmo de la nuca de José María quien, justo en ese momento, impulsado por una onda transversal giró sobre si mismo y quedó frente a Mercator.
Ambos inmovilizados, con los brazos bajos, apenas tendidos para sostenerse, se enfrentaron como dos gallos de riña no dispuestos a atacar, pero tampoco muy esperanzados en eludir la pelea. El rostro de Juan Mercator se hizo una máscara donde se mezcló el gesto del guapo y una sonrisa sardónica, simulando, para impresionar. Al fin y al cabo, todo es vanidad en la vida del hombre y muchas veces una pelea se gana con un grito sin mayores deterioros. José María permaneció impávido, dispuesto a no ofender pero tampoco a ceder y así, los dos, se balancearon en un vals de títeres, subiendo, bajando, trastabillando, cada vez más ceñidos, cada vez más obligados a mirarse a los ojos fijamente en un duelo donde Mercator se jugaba el poco respeto a si mismo que le restaba y José María su tranquilidad definitiva en el barrio.
Y, en ese momento, dio principio la tragedia. No es necesario describirla, los periódicos se complacieron en aquello e hicieron su buen agosto. Los gritos desde la puerta doce del estadio de River se intensificaron hasta alcanzar un tono a la vez plañidero e imprecatorio que algunos testimoniaron oir a varias cuadras de distancia. Alguien lloraba muy cerca, todos pedían aire, las luces estaban apagadas. Mercator mismo perdió los estribos, levantó la cara al techo y sumó al griterío su mejor repertorio de insultos sin olvidar uno y agregando varios que ingenió en ese momento, referidos a los "pelotudos que se están pajeando en la puerta".
La masa se desplazó un poco hacia delante pero a la vez se hizo más ceñida y más temerosa. El pánico corrió como una chispa por las cabezas ansiosas de aire y los ojos se desorbitaron en miradas fijas hacia dentro. Más de uno, ese día, hizo constricción de sus pecados, y quizá le valiera pues muchos fueron los que no tuvieron otra oportunidad. Los más afortunados solo trastabillaron, pero hubo quienes cayeron y no se les vio levantarse. Un hombre clamaba por su hijo sin obtener respuesta y, al final, rompió en un sollozo desarticulado de hombre que nunca ha llorado, quienes estaban más cerca dieron vuelta la cara para no verlo. Ya nadie jaraneaba. Mercator sintió que le faltaba el aire y las piernas se le aflojaron. No podía hinchar el pecho, se lo impedían los otros pechos ansiosos.
El era fuerte, él era guapo, él no aflojaba. El podía fumar cuarenta cigarrillos diarios sin sentirlos, beber seis porrones de una sentada, bailar hasta las cinco de la mañana y a las cinco y media estarse changueando en el puerto, con una limeta de ginebra atada a la cintura para el frío, hasta las cuatro de la tarde. El era macho, pero él estaba gastado y lo comprendía ahora, justo ahora, cuando más necesitaba las energías despilfarradas. La transpiración le corría en gotas gruesas por la frente y le empapaba la cara. Se sintió adormecido y cedió, mientras, como en sueños sentía dos garras firmes como de acero encajárseles entre las axilas para, esta vez, sostenerlo. Tuvo ánimo aún para negarse con un :"salí...soltame", pero no le quedaba resto y los cuarentas puchos diarios le dieron una puntada en el pecho reclamando el justo precio al dudoso placer.
Despertó un indefinible tiempo después sintiendo en sus espaldas el frío cementado de la pared, mientras los dos brazos de José María le iban sosteniendo y permitiendo desplazarse lentamente, de costado, hacia la puerta por donde una fresca bocanada de aire marcaba la diferencia entre estar muerto o vivo. Se sentía mareado y humillado. José María, frente a él caminaba de costado para no dejar de sostenerle y hacerle espacio entre la masa ululante y ya salvaje y la pared amenazante. "Ya está bien" musitó tratando de que la voz no le desfalleciera. "Me sostengo solo", agregó admitiendo su situación. Logró pararse sobre sus pies y liberarse de los brazos del otro.La puerta estaba a pocos metros. Había cuerpos en el suelo y otros aprisionados entre las aspas de los molinetes. Vio todo sin poder creerlo. Un campo de batalla sin enemigos, solo amigos matándose por sobrevivir. Aún espantado oyó a José María con voz desfalleciente: "Ahora, ayudame a mí, viejo, tengo los brazos acalambrados y creo que no llego"...y comenzó a doblarse. Mercator sacó fuerzas de algún lugar ignorado y le puso el hombro. Entre los dos llegaron al exterior, abrazados, como dos amigos en curda hasta caer sentados entre otros que trataban de recuperar el aliento y entender que aún seguían vivos.
Rechazaron la ayuda de un camillero o un médico, o vaya a saber que anónimo samaritano de los que se esforzaban por auxiliar a los heridos. José María sacó dos cigarrillos arrugados de un atado destrozado, los encendió y le pasó uno a Mercator. Luego se levantaron. Sin consultarse dieron una mano aquí y allá hasta quedar agotados y por fin fueron encaminados por un policía solidario hasta el colectivo. Viajaron hasta el barrio juntos sin cambiar palabra.
Bueno, esa es la explicación que quería dar. Por eso todas las tarde Mercator y José María, en completo silencio, uno taura y el otro manso, desde hace tiempo, sorben lentamente sus cafés en la mesita de la ventana del bar del gallego, mientras la barra jaranea junto al billar. Nunca se dicen una palabra, salvo para saludarse, pero tenga por seguro que cualquiera que se mete con José María o la Rosa lo tiene a Mercator en contra. Y eso es cosa brava, a lo menos sino se lo exige demasiado.

FIN -

Texto agregado el 25-11-2004, y leído por 166 visitantes. (0 votos)


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