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Ella lo limpia todos los días. Con cuidado le quita los pantalones, los acomoda en la silla que está junto a la cama, desabrocha el pañal y, procurando no despertarlo, lo desliza bajo sus nalgas y sus muslos. Luego echa talco abundante, le abre levemente las piernas y pasa varias veces el algodón por la línea del culo, salpicada, fláccida. Ella se inclina para observar el trabajo.

Él la mira entre sueños, ve la tarea sin saber porqué. Duerme, vive todavía en el pasado, se histeriza cuando sabe que todo está saliendo mal, se arrepiente de haber destruido su relación con ella. Después de todo –se dice– lo hice por soledad. Siempre le ha temido a quedarse solo. Y ahora está solo, solo a pesar de que ella esté a su lado. Él se caga todos los días, pero eso no lo sabe.

En algunas ocasiones aparecen visitas que así como sombras se van. Ella se lava las manos, se quita el delantal para recibirlos. Él no los reconoce. Sólo babea y se caga. Luego se quedan solos otra vez, en ese cuarto que huele a antiséptico, a esterilizantes, a muerto. Las ventanas tapiadas, la luz que no pasa, el ruido de los estertores. Y ella y él, ajenos a esto, se acompañan en sus mundos, sin tocarse.

Ambos comparten el cuarto, todos los días. Él babea por las noches, musita nombres de mujeres. Ella llora en silencio; a veces toma un pañuelo y le limpia las comisuras mojadas; ella no se limpia las lágrimas ni se suena la nariz. Él comenta otra vez su último recuerdo. Qué falta por crear –pregunta–. Un cielo rojo. Sí, un cielo rojo. Ella representa las obras de teatro que él escribió hace mucho tiempo.

Debo partir –dijo él mientras ella lloraba–. Tengo que hacerlo. Voy a cazar los eclipses. Y salió con maletas, dispuesto a nunca regresar, a escribir en otro lado, a observar los soles negros de mediodía. Pero ella no comprendió. Eres una perra –le gritaba–, una puta, una vieja, sucia y gorda piltrafa; sin mí tú no eres nada. Pero ella no comprendió. Ahora comprende, aunque él no lo sepa.

Ella lo limpia y alimenta todos los días. Lo hace con cuidado. A veces canturrea, siempre sonríe. Él la ve sin mirarla. No comprende esos mechones que rozan su piel, ni la voz de ella abriéndose paso hasta sus oídos. Sólo recuerda. Tiene vagos recuerdos del accidente. Ella estaba allí ese día. Algo le cayó en la cabeza y lo dejó sin conciencia. Y ella estaba allí ese día. Luego recuerda el hospital. Y ella allí, a su lado, tomándole la mano. Zorra, puta –recuerda que dijo–, ¡tú fuiste! Y después ya no recuerda.

Ella moja pañuelos, los coloca en el cuerpo flaco, casi amortajado. Ella antes no entendía lo que le decían los demás. Decía que lo amaba y eso era razón suficiente para no escuchar consejos. Ahora lo comprende todo, aunque por momentos tenga nostalgia por él, el que permanece acostado, todo el tiempo acostado. Lo comprende todo, absolutamente todo, aunque tal vez él nunca lo sepa.

Texto agregado el 25-11-2004, y leído por 622 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
29-11-2004 Sólo puedo decierte q es uno de los textos más increíbles q he leído últimamente, me gustaría haberlo criticado agusto jajjaja, pero me ha encantado, además me has hecho llorar así q ya q has cerrado tu libro de visitas me gustaría me dieras tu correo para intercambiar comentarios, si te parece bien, un gran saludo demabe y gracias Vihima
 
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