EPOPEYA DE LOS TRASMIGRANTES
El primer encuentro fue en Nejeb, bajo un crepúsculo hembra. Año quinientos veintitrés, antes de Cristo. Primavera.
Él estaba a orillas del Nilo, absorto ante el naufragio de las nubes rojas. Guerrero persa, el arte de arrasar ciudades le había sido dado varios siglos antes que el de conquistar corazones. Era soberbio y solitario. Entonces la vio, serena sobre la corriente, adoptando las ondulaciones del lirio. Su aliento substanciaba las fragancias del Antiguo Egipto. Su voz apenas era un líquido rumor. Los lugares que vas a conquistar en la tierra –le presagió- no serán más que escalas en la búsqueda de un solo lecho, el de nuestra emoción y nuestro sosiego.
Volvió a hallarla en las Pascuas del año Cero, a ocho kilómetros de Jerusalén. Tito Flavio Vespasiano ni siquiera soñaba con hacer aguas menores sobre las cenizas del Hombre. Ella era el lucero del alba. Y él la sed sin cáliz. No te nombro –le dijo- pero estás en mí, como el trino en la garganta del hototogisu, que cuando canta, sangra.
Desandando los siglos marcharían hacia una nueva conjunción. Cerca de Copenhague, mil quinientos ochenticinco, en nuestra era. La noche era su reino, ella la recorría montada en un relámpago con forma de escoba. Bienaventuradas las que por lo menos una vez en la vida logran remontar el cielo sobre la cabalgadura de una bruja, parafraseó él. Pero ella no despegaría los labios. Fue la forma escogida para anunciarle que el universo es redondo, así que mientras más se alejaran por rumbos contrarios, más cerca iban a estar.
En la próxima cita, ella asumió el cuerpo de un luminoso fantasma. Fue en marzo 28, de 1941. Soy Virginia, las aguas del río Ouse anegaron el caos que se libraba en mi interior. Así pago el precio de mi rebeldía. El precio de tu rebeldía eres tú misma, adujo él.
Y transcurrieron los siglos. Sólo para que volvieran a verse. Umbrales del tercer milenio, en una esquina encharcada de La Habana. Cientos, miles, cientos de miles de manos tiraban piedras contra el cielo. Pero las piedras, convertidas en cuervos, descendían volando para posarse sobre cientos, miles, cientos de miles de hombros, y luego graznaban al oído: Sucias son estas calles sin libertad, sin pan, sin esperanza. Feos son estos rostros en los que el miedo es energía destructiva. Corrosiva como un cáncer es la maldita circunstancia de nuestro aislamiento. Amargas son estas horas en las que el silencio es un deporte que se practica con júbilo. Tristes son estas soledades que se chupan el rabo, como la mangosta en su cueva.
Se miraron, perplejos. Él receló. Ella dijo: mejor caracol en la tierra que espíritu en el aire.
Entonces entrelazaron los dedos y caminaron juntos, conjurando el misterio de la reencarnación.
Habían explorado el espacio y el tiempo mediante todas las formas posibles de existencia, en pos de una verdad que ahora se les hacía materia a piedra limpia, como para demostrarles que nadie está solo en tanto sea capaz de alzar la vista. Y que la vida sin riesgos es simplemente sombra bajo la luz de Dios.
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